Para Laura, sueño permanente de jacarandas
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Estoy a poco más de una hora de distancia de la Ciudad de México y el deslumbrante paisaje de las jacarandas parece convertirse por fuerza en la única referencia colorida a la primavera. Sería necio negarlo, por otro lado. Más que árboles son lluvias de color lila, alfombras vegetales que representan la memoria socavando al tiempo. Sin percatarnos, también se han convertido en el color del tiempo.
El árbol, introducido según propios y extraños por los jardineros japoneses Tatsugoro y Sanshiro Matsumoto hace más de un siglo, se ha convertido en lugar común, como negarlo, pero no hay muchas opciones para quitarles tal privilegio. En un México posrevolucionario que aún en las espléndidas recreaciones (como la casi olvidada novela Ciudad de José María Benítez) la imaginamos como un paisaje monocromático, debió por el contrario alcanzar un espléndido contraste cuando las florecitas lilas embellecieron las avenidas del nuevo orden obregonista.
Las jacarandas se encuentran en una posición dominante frente a otros árboles y colores. Los tabachines y flamboyanes pasan por exóticas demostraciones de las provincias. Ese rojo encendido parece llama, sangre, poema de López Velarde. La jacaranda conlleva, por el contrario, lo rotundo y preciso: un haikú y una pintura china simultáneamente.
Pero a riesgo de parecer contradictorio, la jacaranda es un árbol, y como dice Tita Valencia, “el árbol es la medida de la humanidad”. En una de las más hermosas remembranzas que un hijo puede hacer por su padre fallecido, Casi memorias (casi novela) de Carlos Heitor Cony, desfilan los árboles brasileños como objetos que recuperan los trabajos y los días del excéntrico padre del novelista. Mangos centenarios, bananos ouro, limas, naranjeros, limones. Todos están ligados al recuerdo, a la aventura y calma de la niñez perdida para siempre. Todos insertos en una historia que, salvo excepciones, es rotundamente citadina. Sin embargo, el árbol central de esta remembranza brasileña va a ser un granado que el elusivo Cony lo coloca en su jardín ideal: no el coronado por la explosión de colores-carnavalescos que queremos asignar injustamente como la definición de lo brasilero, sino sobre un paisaje de intenso color azul marino
En Cony, lo mismo que en Jorge Amado, incluso en alguna parte de Clarice Lispector, los árboles insertados en sus textos nunca son los jacarandás, madera noble, desde luego, pero que sobre todo es útil para labrar adornos o hacer muebles no para adornar calles. Sus árboles son otros, en ellos desde luego, se afirmó su educación sentimental, en ellos está tatuado el desarrollo de la metrópoli. Pero sus jacarandás no son adornos sino una escala más de su cotidianidad. “Ahora, en el aire serrano de Corrêas, ahí estaba el árbol; si no daba granadas, al menos seguía vivo proponiendo frutos”, escribe Cony en un capítulo de especial belleza. Nosotros que hemos heredado y apropiado la jacaranda brasileña hasta convertirla en el árbol chilango por excelencia podríamos considerar justamente que es un árbol que estando vivo propone muchas cosas. La primera de todas, romper la obtusa cotidianidad.
La ya aludida Tita Valencia verbalizó su recorrido por la ciudad de los años noventa para intentar compartir el “arrobo mudo” que le provocaron las flores lilas y sus destellos en las avenidas de los puntos más inverosímiles del entonces D.F. Su poemario El trovar clus de las jacarandas se rindió al árbol místico y metafórico, a la flor profunda que parece provenir del tiempo pascual de la Iglesia. “Como el suicida en su propia sangre / yace mi ciudad anegada en flores / de jacaranda” dicen los primeros versos. Y con ellos está como sus homenajeadas, proponiendo. El árbol como cuerpo místico, como apuntalamiento de los sueños, crucero de todos los elementos fundacionales. Mientras lo leo con esa aura de libro de horas que propone la poeta, siento y pienso que las jacarandas siempre será una sinécdoque en mi vida: todas las de la ciudad, toda las que existan en Brasil, se pueden reducir a en realidad a dos enormes árboles enclavados en un terreno de cultivo de mi familia. Los compró mi padre hace más de treinta años en un vivero de Cuautla y eran apenas dos varas insignificantes. Ahora mientras escribo esa memoria mi mente cruza hipótesis exaltadas porque se dice que Matsumoto padre compró un vivero en Temixco, pueblo relativamente cercano de Cuautla, en donde comenzó a aclimatar sus futuros árboles de explosivo color.
Mis jacarandas son rugosas, de ramas fuertes que eluden la verticalidad. Se han abierto en una especie de explanada que cubre todo y regala sombra. Hace un par de años un rayo secó un ocote vecino pero no le hizo nada al árbol que ya dudo si puede seguir llamándose brasileño. A veces parecen morir por la sequía, pero luego explotan su furia lila en tiempos de calor.
En esas jacarandas subí literal y metafóricamente muchísimas veces mientras fui creciendo. Incluso una noche me subí a su copa para ver cómo caía la noche sobre el campo, territorio ajeno por completo a la humanidad. Pero también cabría decir que en ellas bajé, porque la jacaranda eventualmente propone la desolación que se tributa al frío del altiplano mexicano: desnuda de hojas, sin una sola campana de flor, sin las extrañas formas de sus semillas, que parecen castañuelas y valvas durísimas que solo pueden abrirse con el aire, parece más un árbol de la muerte.
No se habla mucho que digamos de su ambivalencia. Proclamamos la fe en el color, pero no nos arrepentimos de haberlas plantado hasta observar su precio. En las calles de la ciudad por supuesto. Poco se habla, por decir algo, de sus raíces, enérgicas formas que se aferran a la humedad, que persiguen su espacio con voracidad. Una jacaranda es en realidad un árbol doble: sus raíces pueden ser tan gruesas y caprichosas como el tronco, pueden “crecer” en sentido inverso, hasta más de veinte metros bajo tierra. Valdría la pena escarbar a sus pies esperando encontrar en el subsuelo otra maravillosa lluvia de colores.
Frágil pero imponente, colorida en primavera, seca en invierno. La jacaranda efectivamente solo podía prosperar metafóricamente en un país como México.
Cuando las jacarandas comienzan su explosiva floración, mi esposa me cuenta emocionada que con dicho árbol recibió la primera talla y lección de la escultura en madera a manos de su padre, el escultor Eulogio Ramírez. No fue solamente un ejercicio técnico. Ella trabajó con el color, forma y maleabilidad de una jacaranda e inevitablemente fue contagiada por sus propuestas de memoria, mutación, recuerdo e incesantes viajes en el tiempo y geografía. No es ya ni una escultura ni una raíz. Es una consagración de los afectos. La jacaranda, debo reconocerlo de una buena vez, no solo es color de primavera sino un emblema de la naturaleza más entrañable: la familiar.
En un par de semanas, sin embargo, la jacaranda pasará de moda. No hablaremos de los Matsumoto hasta una nueva publicación en las redes sociales, quizá nos quejaremos que las raíces están estropeando las banquetas y amenazan los cimientos de vetustos edificios; dejaremos las novelas y poemarios en sus libreros. Nadie postearía una foto de una jacaranda seca. Pero el árbol se mantendrá vivo, proponiendo, obcecado en desmentir que su valor solamente reside en los colores.
Nadie reparará en ellas, aunque Tita Valencia en un trovar para el solsticio de inverno jacarandil nos deje la tarea de descifrar la otra incógnita: “Hermana: estalló tu bola de cristal. / Mírate árbol de luz / ubicuo y sin mañana”. [ C ]
MARIO ALBERTO SERRANO. Escritor, historiador y cronista. Autor de varios libros, el más reciente “Amecameca” (FOEM, 2020). Ha ganado diversos premios por su trabajo literario, de los que destaca el “Laura Méndez de Cuenca” de la Secretaría de Cultura del Estado de México en la categoría de novela (2017) y el Premio Internacional “Ana María Aguero Melnyczuk a la Investigación” (Buenos Aires, 2020). Parte de su trabajo literario ha sido publicado en México, Estados Unidos, Venezuela y Argentina.