Entre Siglos y Mundos con Ignacio Solares

Veleidades niponas

Recién había conocido a Ignacio Solares, a mediados de los años 80 del siglo pasado, cuando me invitó a comer a un restaurante de Reforma ubicado cerca del Banco Somex, donde Nacho dirigía la revista corporativa SomosSomex. Perdura en mi paladar el sabor peculiar de un condimento de la comida japonesa del todo novedosa para mí: utilicé los palillos chinos con mano torpe para tomar un chícharo voluminoso, verde claro que se antojaba fresco y suave. Tan pronto tragué el supuesto chícharo su efecto astringente me subió por la nariz y me hizo correr las lágrimas. Se trataba del wasabi, el puré de un tubérculo con propiedades casi mágicas. Nacho, quien por amabilidad ignoró mis lágrimas, había ordenado un sukiyaki: una tabla con carne cortada en finas lonjas, hongos grandes rebanados, una colorida variedad de verduras y tofu. Al centro de la mesa había una hornilla y encima una olla de acero –hotpot en inglés- donde hervía una sopa. El encanto radicaba en cocinar los ingredientes en el caldo. 

Pasada la conflagración del wasabi, retomamos la plática. Nacho se interesó por mis años en el semanario Tiempo donde -antes de ingresar al servicio exterior- fui secretario de redacción y luego jefe de redacción. Me preguntó si había conocido a Martín Luis Guzmán, chihuahuense como Nacho y también novelista de vena histórica. En realidad, ingresé a la revista Tiempo meses después del fallecimiento de don Martín como lo llamábamos en la redacción. El semanario ya era dirigido por el nieto de don Martín: el Dr Martín Luis Guzmán Ferrer, quien había sido compañero de mi hermano en la antigua Escuela Nacional de Economía. No conocí pues a Martín Luis Guzmán en persona, pero en cambio, conocí a un personaje extraordinario con un instinto periodístico portentoso y bárbaro sentido del humor: Ovidio Gondi, un refugiado español originario de Asturias, rescatado por don Martín. Al final de la comida, Nacho me invitó a colaborar en la revista SomosSomex: “Con lo que tú quieras.” 

A partir de ese momento los días hábiles los dedicaba a cumplir con mis obligaciones de neófito en la Secretaría de Relaciones Exteriores y los fines de semana preparaba algún material literario para SomosSomex. Esta infidelidad al servicio exterior se prolongó hasta el momento de mi traslado inicial al exterior: primero a La Habana y luego a San Francisco. En esta última ciudad me volví asiduo de la librería y editorial City Lights, pero también me convertí en visitante frecuente del barrio chino donde los camareros me instruyeron en el uso apropiado de los palillos.  

De regreso en México, a principios de los 90, busqué a Nacho porque me interesaba volver a colaborar en SomosSomex. Me topé con una agradable sorpresa: Nacho ahora dirigía “La Cultura en México”, parte de la revista Siempre!. Años más tarde Solares recibió el Premio Nacional de Periodismo como director del suplemento. Visité por fin a Solares y le comenté un poco sobre La Habana, donde conocí a Gabriel García Márquez, y sobre San Francisco, donde conocí a la viuda de Bernardo Ortiz de Montellano, quien ante el desinterés del área cultural de la Secretaría de Relaciones, decidió donar la biblioteca de su esposo a la Universidad de Texas en Austin. Nacho me escuchó con sonrisa irónica. Aquí me atreví a plantearle la posibilidad de colaborar en el suplemento de Siempre!  “Por supuesto -dijo Nacho-. Escribe puntual lo que quieras cada semana…”  

Para decidir sobre los temas de mis colaboraciones para “La Cultura en México”, se impuso mi estadía en San Francisco donde leí y en algunos casos releí a escritores de la generación beat sobre todo Jack Kerouac, William Burroughs y Allen Ginsberg. Ahí descubrí también a la mayor de las novelistas norteamericanas de origen chino: Amy Tan. Por estos motivos desde el inicio mis colaboraciones en “La Cultura en México” se refirieron a novedades literarias en inglés y en francés. Gracias a las revistas disponibles en la Biblioteca Benjamín Franklin y en el Instituto Francés de América Latina, me mantenía al tanto de las novedades literarias escritas en inglés y en francés, así como de obras traducidas a estos dos idiomas. Mi columna se titulaba “Ventanas”. A Nacho le gustó la idea y también a José Gordon, a quien conocí precisamente en esos años. Con Nacho y Pepe cultivé mis únicas amistades en “La Cultura en México”. Claro que conocí a otros colaboradores y tuve incipiente amistad con algunos de ellos, pero como escribió Polibio: las amistades que terminan son amistades que nunca comenzaron. 

Y no sólo se reanudaron mis colaboraciones: se repetirían las invitaciones a comer por parte de Nacho. En broma le sugerí revisitar el restaurante japonés de la colonia Cuauhtémoc. “Tengo una idea mejor -dijo Nacho-. Vamos al restaurante adonde cenan de madrugada los chefs japoneses cuando terminan su chamba.” Así conocí un restaurante japonés en la segunda planta de un edificio de avenida Universidad, como a un kilómetro de Miguel Ángel de Quevedo en dirección sur. Se trataba de un restaurante pulcro, austero, muy japonés, con una carta de lo más variada y original. Cedí por supuesto a Nacho la decisión de ordenar los platillos. Comimos un espectacular sukiyaki y tomamos cerveza japonesa. 

Primicia china

Mis colaboraciones en “La Cultura en México” se prolongaron por varios años. Relaciones Exteriores se mostró comprensiva cuando decliné un par de traslados: uno a un consulado en Estados Unidos y otro a la embajada de México en Malasia. Se trataba de oportunidades importantes. Sin embargo, solicité permanecer en México. Mi padre había perdido la vista y prefería cuidar a mi padre en vez de aventurarme en un traslado al exterior. Cuando falleció mi padre, volví a considerar un traslado al exterior. Sabía que el subsecretario Carlos De Icaza, tras una visita a Beijing, se había enervado al percatarse la falta de personal diplomático mexicano capaz de hablar la lengua china. Por eso tuvo la iniciativa de preparar un programa de estudios de lengua china para dos funcionarios de carrera quienes luego quedarían comisionados a Embamex Beijing. Tras una investigación que me costó dos o tres buenas desveladas presenté al subsecretario un documento de casi 50 cuartillas con el perfil de las mejores universidades para estudiar el idioma chino. Incluí costos, eficacia de los cursos, reconocimiento internacional, etc. Mi sugerencia número 1 fue la Universidad de Lenguas y Cultura de Beijing. Eso me valió ser uno de los dos privilegiados para cursar cuatro semestres de la licenciatura en chino en esa universidad. Por un tiempo me vi obligado a pausar mis colaboraciones en “La Cultura en México”.  

A veces las cosas se dan de forma imprevista pero como si se tratara de un plan perfecto. Hacia el tercer semestre de mis estudios de chino en Beijing me familiaricé con la literatura china contemporánea. Como mero ejercicio estudiantil traduje algunos poemas y fragmentos de novelas. En esa búsqueda de autores contemporáneos encontré a uno de los autores chinos contemporáneos más reveladores: Yu Hua. Me tomó seis meses leer su novela 兄弟 o Hermanos, una abierta denuncia de la Revolución Cultural y del culto al dinero en los inicios del proceso de reforma y apertura impulsado por Deng Xiaoping, cuando este tipo de temas podían publicarse en China. Ahora eso sería imposible dado el ambiente asfixiante presente en la vida cultural en China a partir de 2013. En fin. Encontré otros libros de Yu Hua, entre ellos un libro de cuentos. Un cuento en especial me conmovió mucho. Con la autorización directa de Yu Hua traduje el cuento “El niño del atardecer” y, para no hacer de esto otro cuento, mi versión al español se publicó en la Revista de la Universidad Nacional, donde Nacho era el director de esa icónica revista. Según me dijo Yu Hua, se trató del primero de sus textos traducido a la lengua española. 

Más tarde, cuando Sergio Pitol obtuvo el Premio Cervantes 2005, el autor de El arte de la fuga visitó Beijing, donde a mediados de los 60 había trabajado como corrector de estilo en la Editorial de Lenguas Extranjeras. Esa experiencia de Pitol fue de algunos meses apenas pero ahí conoció a Gao Xingjian, premio Nóbel de Literatura 2000. Traductores y correctores de estilo en la Editorial de Lenguas Extranjeras, me contó Pitol, se intercambiaban en secreto libros prohibidos por la policía de la seguridad del Estado. Los colocaban en un estante con un hueco imposible de advertir para alguien ajeno al pacto. El único requisito para tomar el libro oculto era dejar en su lugar otro libro prohibido y devolver el ejemplar prestado una vez leído. Durante la visita de Pitol, ya como flamante Premio Cervantes, asistí a su conferencia en la Academia China de Ciencias Sociales, un recorrido lleno de descubrimientos sobre aspectos desconocidos de la vida de Miguel de Cervantes. En un descuido pedí a Pitol una entrevista, a la cual accedió con gusto. Pitol de verdad era un tipo generoso. La entrevista apareció publicada, claro, en la Revista de la Universidad Nacional, dirigida por mi amigo Solares. 

Anécdotas de una amistad perenne

Cumplidas tres comisiones consecutivas más en el exterior, regresé a México en definitiva. Una de las primeras personas a quienes busqué después de mi retorno al país natal fue Nacho Solares. Ya para entonces Nacho no dirigía la Revista de la Universidad, aunque continuaba impartiendo clases en la UNAM, escribiendo novelas y cada semana sus aforismos, titulados “Minucias”, en el diario El Universal.1 Tan pronto pude llamé a Nacho y sugirió que fuéramos a comer, pero no al restaurante japonés de Avenida Universidad, sino a un restaurante cerca del monumento Obregón en Avenida Insurgentes Sur. Una decena de veces Nacho me invitó a comer ahí. Nacho siempre pedía lo mismo: unas enchiladas verdes con un par de huevos estrellados encima y un líquido cristalino importado de Suecia. Conversábamos mucho. Nacho se mostraba tan lúcido cuando llegaba como cuando terminábamos nuestra comida. Recuerdo tres anécdotas de Nacho en esas comidas.  

En la presentación de Delirium Tremens en ruso, ya traducido a otros idiomas, Nacho viajó a Moscú. Terminados los autógrafos para los lectores rusos, los anfitriones ofrecieron al autor una cena. En un salón iluminado con candiles imperiales se extendía una larga mesa: el invitado estaba sentado al centro, mientras que frente a él y a sus lados había periodistas, médicos, escritores. Nacho notó que delante suyo no había una copa de vino, sino un vaso de agua. Los organizadores advirtieron la inquietud del invitado. A través de un intérprete Nacho reclamó su copa de vino. El organizador se disculpó arguyendo el convencimiento de la total abstinencia etílica de Nacho. Pronto apareció la copa de vino y la cena ya no tuvo contratiempos. 

Otra anécdota de refiere a Juan Rulfo. En más de una ocasión Solares despertó de madrugada por el repiquetear del teléfono de su mesita de noche. Siempre se trataba de la esposa de Juan Rulfo. Llamaba a Nacho para decirle que Rulfo no había llegado a dormir y que con toda seguridad se habría recluido, como era su costumbre, en la cantina Dos Naciones -cerrada desde 2017- de la calle de Bolívar en el Centro de la ciudad. Nacho no tenía más remedio que vestirse y conducir su auto hasta el Centro. Siempre tuvo éxito en encontrar a Rulfo. El autor genial de Pedro Páramo y El llano en llamas se acurrucaba en un rincón sumido en su sueño de agave. Con ayuda de algún camarero, Nacho llevaba a Rulfo hasta el auto y lo devolvía salvo y sano a su casa, para regocijo de su esposa, dispuesta a perdonar los excesos de su talentoso cónyuge. 

La tercera anécdota me sorprendió y me desconcertó. Nacho me habló de las sesiones espiritistas a las que había asistido en una casa por el rumbo de Tlalpan. Si no recuerdo mal, serio y hablando en susurros, Nacho se dijo convencido de que había otra dimensión, una dimensión espiritual donde habitaban las almas de los fallecidos y otros seres fuera del tiempo. Al advertir mi incredulidad, Nacho mencionó el nombre de Gutierre Tibón, el polígrafo ítalo-mexicano autor de decenas de libros, quien había asistido a esas sesiones. En cada ocasión había un médium y un espíritu guía. Este último, según entendí, sería un médico egipcio de nombre Amajur. A través del espíritu guía podría entrarse en comunicación con familiares fallecidos. Pregunté a Nacho si se me permitiría asistir a alguna de esas sesiones para entrar en contacto con un familiar muy cercano fallecido cuando me encontraba comisionado en Singapur. Nacho respondió que eso dependería tanto del médium como del espíritu guía, es decir no podría convocarse a un espíritu a la fuerza, sino que tendría que dejarse fluir la actividad paranormal de las sesiones. No quise insistir si bien aún hoy permanezco intrigado. 

Una cena en dilación

También hubo una anécdota de mi parte. Mientras una de tantas veces comíamos en ese restaurante de Insurgentes Sur, desde cuyas ventanas se veía el Monumento a Obregón, obra del gran artista Germán Cueto, Nacho hizo un comentario tan jocoso que extendí los brazos como si cayera maná del cielo. En realidad, cayó mi copa de vino sobre mi plato y también salpicó el plato de Nacho. Se me caía la cara de vergüenza. La reacción instantánea de Nacho: llamó a la camarera y ordenó otra vez los mismos platos y otra copa de vino para mí. También pidió un mantel limpio para nuestra mesa. Y siguió con su anécdota, relativa a una de sus “Minucias” de esa semana. 

Poco a poco la salud de Nacho se fue deteriorando a ojos vistas. Suspendimos las comidas. Cada semana Nacho me compartía vía electrónico sus “Minucias”, dada la cicatería de El Universal que exige suscripción para acceder a la mayor parte del material en línea; por mi parte respondía a Nacho con algún comentario. En una de las escasas y últimas conversaciones telefónicas con Nacho, me confió el haberse sometido a una trepanación del cráneo. No entró en detalles y le dije que eso me recordaba un cuento de Borges, “El Sur”, en el que el personaje-narrador se golpea la cabeza con la hoja abierta de una ventana y cuyo final parece incierto. Hubo una última tentativa para comer con Nacho, pero no pudimos reunirnos. Nacho me había invitado a su casa a comer algo sencillo y conversar. Para mi tristeza hubo algún impedimento y no se concretó la comida. Meses después el diario Reforma2 publicó una extensa conversación entre Nacho y Pepe Gordon. Por el diálogo entre ambos y por las fotos, Solares se nota recuperado del todo y se permite algunas bromas. Poco después Nacho ya no estaba con nosotros. El 14 de enero de 2024, sin embargo, Nacho nos devolvía su presencia en el extraordinario homenaje celebrado en su memoria en la Sala Manuel M Ponce del Palacio de Bellas Artes, un espacio íntimo abarrotado de familiares, excolaboradores, amigos, lectores y desde luego con la presencia imprescindible de Myrna Ortega, su viuda. 

Cada vez que escucho In the Summer House IV. Mr Solares’ Picnic Lunch de Philip Glass, pienso en esa comida final nunca realizada en casa de Nacho, pero siempre imaginada cordialísima, llena de risas, anécdotas de éste y otros mundos, y vino nunca derramado. Querido Nacho, hasta la próxima ronda. [ C ]