“Nos dicen que no son formas de exigir algo que ni siquiera deberíamos pedir.”

Cartel de protesta en la marcha del 8 de marzo de 2024 en la Ciudad de México

Para una parte de la población hay expectativa, una emoción contenida de tomar las calles que el resto del año nos son negadas para transitarlas en libertad y sin miedo. Para otra parte, sigue siendo otra marcha cualquiera, aunque eso sí, de las más problemáticas e indignantes. Porque son esas feminazis las que, por mitoteras y odio a los hombres y al gobierno, salen a destruir cuanto poste, ventana, monumento o estación del transporte público se les atraviese; porque están locas.

Historias comunes

Eran las dos y media de la tarde y yo, que pertenezco al primer grupo llegué a la estación del metro General Anaya. Apenas subir al vagón, me invadió la primera oleada de orgullo y felicidad cuando vi que tres cuartos de éste estaba ocupado de mujeres de todas las edades con paliacates morados y verdes, vestidas de estos mismos colores y cargando letreros con consignas feministas. Viajábamos hacia el mismo destino. El trayecto que normalmente toma 20 minutos tomó 40, el servicio del metro presentaba una marcha lenta como medida preventiva.

Por fin llegamos a la estación Revolución, punto de encuentro seleccionado no solo por su ubicación sino por su nombre, después de todo, ¿qué son los feminismos sino luchas revolucionarias internacionales, apremiantes e intergeneracionales ? Emotiva sorpresa fue darme cuenta de que la manifestación no iniciaba en la explanada del Monumento a la Revolución sino ahí mismo en el andén, que ya se encontraba lleno de mujeres gritando a coro “¡Aleeeeerta, aleeeeerta, alerta, alerta al que camina, la lucha feminista por América Latina! ¡Y tiemblen, y tiemblen, tiemblen los machistas, que América Latina será toda feminista!”. Escuchar esa primera consigna retumbando en la pared de toda la estación sin duda eriza la piel.

Los hombres que permanecían dentro de los vagones del metro -pocos, muy pocos- solo acertaban a observar fijamente la marea verde-violeta, con gestos que alternaban asombro, incomprensión, incomodidad, confusión y estupor. Ninguno se atrevió a decir ni una sola palabra, se sentían (y se sabían) minoría.

Se terminó el andén que nos arrojó hacia el interior de la estación. Ahí, encontré a las amigas que marcharíamos juntas y nos incorporamos a las mujeres que, sentadas en grupos en el suelo, dibujaban y escribían sus carteles. Entre ellas fluían plumones, cartulinas, cinta adhesiva, pañuelos, labiales, maquillaje facial morado, sonrisas y palabras de admiración y agradecimiento. Una vez que finalizaban, a la salida del metro las esperaban docenas de comerciantes ambulantes con gorras, banderas, pañuelos, los colores que ya sabemos. Es increíble cómo ninguna conmemoración ni lucha escapa del mercantilismo. De cualquier forma, sacó a más de una de un apuro.

Tomamos la salida hacia la calle Ponciano Arriaga que lleva a la Plaza de la República, caminamos por Avenida de la República y llegamos a Paseo de la Reforma. Éramos como uno de los diversos caudales de un río que se unirían en un gran mar verde y morado.

Es marzo, mes en el que en la Ciudad de México florean las jacarandas y sus calles se tapizan de morado. Me gusta pensar en ese efecto como un pacto silencioso entre la naturaleza y las mujeres que luchan. Marzo con M de Mujer, de Marcha, de Marzo, de Manifestación, de Morado, de México, de Milagros (Sí, con mayúscula).

M de mezcla porque había bebés a quienes sus madres y abuelas cargaban en brazos o llevaban en carriolas, niñas, adolescentes, jóvenes, adultas y adultas mayores. M de multitud porque había mujeres de todas las profesiones y ocupaciones, identidades de género, opiniones políticas, religiones, las que conformaban contingentes y las que íbamos por nuestra cuenta, de diferentes estados de la República e incluso, de otros países. Todas éramos un solo grito de denuncia, de apoyo y de esperanza.

Las expresiones artísticas acompañaron el camino hasta el Zócalo capitalino. Aquí, una violinista en memoria de las que ya no pueden escucharlo; allá, un grupo de jóvenes porristas realizaba una rutina exigiendo no ser sexualizadas por practicar su deporte; de un lado, una pequeña banda de guerra animaba a las marchantes y del otro, sonaban las canciones “Un violador en tu camino” y “Hoy Hundimos el Miedo” de Las Tesis, el colectivo chileno que nos dio un himno a todas las feministas latinoamericanas.

También hubo arte en las pancartas y carteles. Fue impactante leer y sentir lo que decía cada uno de ellos. Estaban aquellos que expresaban el hartazgo de tener miedo: “Valientes ya somos, ¡queremos ser libres!”, “Yo sólo quiero vivir sin miedo de no volver a casa”, “Harta de avisar que llegué viva”.

Abundaban los que denunciaban los 3 mil 439 feminicidios y homicidios dolosos de mujeres tipificados por las autoridades en 2023 en la Ciudad de México; a nivel nacional, la cifra sube a un promedio de entre 9 y 10 mujeres asesinadas cada día[1]: “Si nosotras somos las ‘nazis’, ¿por qué somos las que morimos?”, “10 de nosotras hoy serán desaparecidas o asesinadas en este país feminicida”, “Por las que salieron a estudiar y no volvieron para graduarse”, “Somos el grito de las que ya no tienen voz”.

No eran menos aquellos dirigidos a la denuncia del acoso sexual: “No es piropo, es acoso”, “Yo protesto porque cuando me pasó a mí sentí culpa”, “Hoy grito porque de niña tuve que callar”, “Ella no está vestida como puta, tú estás pensando como violador”.

Estaban los que exponían la falta de acceso a la justicia para las mujeres: “¡Tengo miedo a denunciar por temor a mi vida y mi familia!”, “Si te acosan prende un porro, así sí viene la policía”, y la desigualdad laboral: “Estoy harta de que los hombres me expliquen cosas. No subestimes mi trabajo”, “Ni señorita, ni nena, soy Enfermera”.

Pero a la par de estos, se alzaban a la vista muchos carteles de sororidad y de amor propio: “Sola no voy a cambiar el mundo, pero juntas sí”, “Mamá, no te preocupes, hoy no ando sola”, “Cúrate mi niña, con amor del más bonito. Y recuerda siempre que tú eres la medicina”, “El amor propio es un acto revolucionario. ¡Ámate!”.

Entre las personas que componían la marcha había madres y padres que siguen buscando a sus hijas desaparecidas, niñas que perdieron a sus madres por feminicidios, y hermanas, primas y amigas de mujeres que han sido asesinadas y cuyos delitos no han recibido justicia. Van entre las marchantes con sus fotografías, la mirada triste, la voz iracunda, contando su historia, reclamando y exigiendo justicia junto con el coro que se suma a ellos.

Porque la marcha del 8 de marzo también consiste en eso, en compartir historias, en empatizar y solidarizar con las pérdidas y el dolor que no deberían sernos ajenos; en cuestionar qué historia interna estamos reprimiendo por vergüenza o miedo; preguntarse ¿qué nos llevó a ser parte de las cientos de miles de mujeres que marchan cada año?

Una historia singular

Pensé en mí y en mi historia. Cuando se me prohibía correr a la par de mis primos varones porque yo, siendo una niña, muy seguramente iba a tropezar y lastimarme; cuando me enseñaron desde chica que con los niños no se juega porque son más fuertes y muy seguramente terminaría lastimada. Cuando en la pubertad se evitaba a toda costa dejarme a solas con mis tíos o primos; yo a esa edad no entendí que era un mecanismo para protegerme de potenciales acosadores. Cuando ya iba en la preparatoria, la calle y el espacio público eran (y siguen siendo) hostiles, porque significaba exponerse a las miradas penetrantes y lascivas de los hombres, a piropos ofensivos y silbidos incómodos, a las miradas reprobatorias de mujeres adultas si portaba falda o vestido.

Una tarde camino a casa, en un microbús lleno como en hora pico, sentí una mano en mis glúteos. Pensé que, como en descuidos anteriores, serían roces incidentales propios del día a día en el transporte atiborrado de esta ciudad, pero no. La mano seguía ahí, desvergonzada, firme, apretándome. Un bochorno instantáneo me cubrió el rostro, me paralicé, ¿qué debía hacer? ¿gritar y evidenciar ante todo el camión aquella transgresión hacia mi persona? Hasta la fecha me pregunto si alguien me habría defendido. Lo único que pasó fue que me bajé del autobús y caminé el resto del trayecto a casa con todas mis cosas a cuestas, preguntándome y reprochándome por qué no tuve el valor de, por lo menos, ver a la cara al dueño de esa mano asquerosa.

Por eso decido marchar. Porque cada acoso, violación y feminicidio que ocurre, a una misma, a una mujer querida o a cualquiera que anda por la calle, nos objetiviza, nos quita la dignidad, la paz y la felicidad, nos hace vivir en una alerta constante. Porque el peligro no se limita al crimen organizado o a un hombre desconocido en la acera, infinidad de veces resulta ser un miembro de la familia, alguien “de confianza”, alguien que se supone que ama a esa mujer a la que violenta. ¿Quién puede andar con seguridad por el mundo cuando se debe de cuidar de todo y de todos?

Historias en 4a persona

Así, cada una iba con su historia a flor de piel. Llevábamos más de tres horas cargándola, por supuesto que eso agota, baja los ánimos, provoca lapsos en los que no puedes gritar las porras y los cantos tan alto como al inicio; van pesando el cansancio, el hambre, la insolación y la sed.

Pero entonces, la gran Avenida Juárez se reduce a una sola calle estrecha con altos edificios custodiando cada lado, y cada uno de ellos resguardado por una alta y gruesa valla de acero. Es el clímax de la marcha. Lo que antes dispersaba el viento, lo que se distendía en el amplio espacio, ahora debía contraerse, retumbaba y se elevaba al cielo.

Éramos las trescientas entrando a nuestra propia Persia. El barullo se convirtió en estruendo, los golpeteos en las vallas cimbraban las ventanas de los edificios, las almas y los corazones; las consignas dispersas se unificaron en un potente himno. Éramos un auténtico ejército morado y verde que llevaba más de seis horas fluyendo sin parar por la calle de 5 de mayo hacia el Zócalo. No hay palabras que puedan transmitir la emoción de ese momento, pero al ver el rostro de mis amigas, de mis hermanas de lucha, supe que las invadía también.

Alzamos todas el rostro y vimos a más mujeres en los balcones y ventanales asomándose, agitando paliacates morados, animándonos, agradeciéndonos, sonriendo porque ellas no tenían miedo de que los antiguos edificios del centro cimbraran, podía más la alegría de presenciar a tantas mujeres unidas en una sola causa. En uno de esos edificios había una mujer con su bebé, de cuando mucho un año de edad, y la pequeña traía un pañuelo atado a su pequeño brazo. En ella tampoco había miedo, no había llanto ni sorpresa, nos miraba. ¿Entendería que esta lucha era también por ella, para que tuviera una vida libre del miedo que nosotras tenemos cada día? Escojo pensar que sí, que este 8 de marzo será determinante en su desarrollo.

Finalmente, más animadas y eufóricas que nunca, llegamos al Zócalo. Lo que encontramos me encantó: grupos de mujeres abrazándose, sentadas en el suelo compartiendo una fogata recién hecha, realizando más perfomance, tomándose la foto de rigor orgullosas de haber llegado. Todas lo habíamos logrado, la marea enardecida había inundado la Plaza de la Constitución.

Más de 180 mil personas asistentes fue la cifra oficial que dieron las autoridades capitalinas. Las noticias cubrieron lo de siempre: destrozos, cifras, imágenes de encapuchadas haciendo disturbios, monumentos pintarrajeados y un montón de mujeres gritando sin contexto. Pero a mí, a las cientos de miles que marcharon en ésta y en otras ciudades de México y del mundo, a ustedes que han llegado hasta este punto de la crónica, nadie nos tima: la marea verde-morada (y de todos los colores que sean necesarios) existe, se mantiene y crece. Nos vemos el próximo 8 de marzo que cae en sábado. Sábado, con S de Sororidad. [ C ]


[1] Rea, Daniel, et. al., Las huellas de los feminicidios en CDMX, ONU Mujeres, 7 de marzo 2024.