Díaz Grey cerró los ojos un momento y sostuvo la frente con la mano, apoyado en el escritorio. Los abrió luego y volvió a leer la frase del historiador que había transcrito en su propia libreta.
A poco levantó la vista y miró a la pared frente a él: el reloj marcaba la una de la mañana con trece minutos. La noche había enmudecido y la vastedad del mundo parecía lejana. Se frotó los ojos con los nudillos, respiró profundamente y cerró su escritorio. Introdujo algunas cosas en su maletín y antes de abandonar el consultorio, apagó la luz.
Los elevadores estaban vacíos y en la Clínica reinaba el silencio. El rugido de algunos motores en la Avenida Insurgentes llegaba a la Clínica atenuado, sin fuerza.
En el vestíbulo, en la planta baja, privaba un sigilo cómplice. Varias personas dormitaban en los sillones anónimos e incómodos dispersos en aquel lugar. Una rápida inspección ocular le confirmó que no se hallaba nadie allí sin cubrebocas. A fin de cuentas, repetía Díaz Grey a los estudiantes que laboraban con él, la batalla es contra la peste. Ése es su nombre y al darle otro lo que hacemos, simplemente, es no entrar en la sustancia, evadir el fondo.
Grupitos más o menos ruidosos fumaban y conversaban en la terraza, en tanto que dos camilleros parecían ansiosos mientras aguardaban el elevador. El personal de limpieza se afanaba puliendo el piso.
-Buenas noches, doctor-, lo saludó el guardia apostado en la entrada.
Díaz Grey respiró profundamente el aire leve de la madrugada. En el cielo abundaba la claridad que osaban entorpecer un par de nubecillas grises y remolonas.
Ingresó en la avenida Insurgentes Sur y se mantuvo en ella un largo tramo, escuchando el noticiero de la radio. Enfiló en la salida a San Jerónimo y a pocos minutos entró a su casa.
Las noches y los días eran monótonos y reticentes. Se cuidó de no hacer ruido, su esposa y sus hijas dormían profundamente.
Díaz Grey cogió una manzana de la fuente de mimbre en la cocina y mientras la masticaba se quedó dormido, sentado en la sala. Así daba fin a la rutina cotidiana de un día que se sumaba a varios meses. Meses, además, en que no dormía cinco horas continuas.
Otra ocasión, cuando amanecía y la movilidad en la calle se aceleraba, Díaz Grey salió de la clínica. En las horas de crisis se vuelve al refugio seguro de una manía o de un vicio. Subió a la terraza de un hotel cercano, bebió café cargado y fumó con fruición un Marlboro. Sentado en una silla de cuerdas de plástico, Díaz Grey contemplaba en silencio esas cosas de toda la vida: la distancia, el cielo, el paisaje, las nubes…
…..
Una tarde de septiembre informé a Díaz Grey que su padrino –internado en la pieza contigua al consultorio- no había resistido. Varios días antes Diaz Grey había dispuesto su confinamiento, ante el cuadro clínico que mostraba, abatido por un malestar evidente, fatiga intensa, fiebre alta y dolor agudo de cabeza.
Tuvo una larga vida: setenta y ocho años. El contagio lo había sorprendido en un vuelo de Alitalia de regreso a México, a pesar de las previsiones y cuidados. La fortaleza de aquel amigo de su padre se derrumbó ante la invasión del virus y el desgaste pulmonar, luego de más de seis décadas de consumir tabaco.
Díaz Grey se mantuvo reflexivo ante el cadáver de aquel hombre generoso y sonriente al que tanto debía. Personalmente avisó a los familiares, y con un movimiento de la cabeza y una sonrisa entristecida se despidió de nosotros y salió de la Clínica.
….
Con cincuenta y nueve años y gran fortaleza física, el contagio fue repentino e intenso. Díaz Grey se desvaneció en su consultorio, abrumado por la epidemia. Lamas y yo, el equipo entero, nos abocamos a aplicarle el tratamiento. Transcurrieron casi cuarenta y ocho horas antes de que reaccionara.
Pero tres días más tarde estaba de vuelta con nosotros, habiéndose negado a tomar unos días de reposo. Sólo entonces conté a Lamas el temor que me mantuvo en vilo mientras convalecía Díaz Grey.
Su esposa y sus dos hijas lo persuadieron y cuando fue dado de alta -para asombro de todos los que lo conocemos- tomó un mes de vacaciones y viajó a San Carlos, Sonora, cuna de sus abuelos maternos, donde revivió días de la niñez jugando cada día en el mar, fundiéndose con la naturaleza y redescubriendo la cocina familiar.
Se reintegró al trabajo con renovado vigor y entusiasmo, y en los recesos nos refería lo que vio y leyó sobre la epidemia y otros temas durante aquellos días. Creía que las cosas tienden espontáneamente a degenerar de su esencia. La fragilidad humana se exhibe plenamente ante un fenómeno como la peste, repetía.
Un jueves permaneció hasta tarde en la clínica, observando un caso que le atrajo por ciertas características, retirándose alrededor de la medianoche. Al parecer, afirman, salió un poco ofuscado por el resultado de unos exámenes de esa paciente. Meditó mientras conducía, hasta que una sonrisa inundó su expresión a la altura de San Ángel. Había encontrado la solución. No le alcanzó la vida para aplicarla.
El teléfono me despertó poco antes de las cuatro de la mañana.
Abatido y con la voz quebrada, Lamas me contó que un par de adolescentes en motocicleta habían detenido a Díaz Grey cuando se hallaba próximo a su domicilio, para robarle su automóvil. Díaz Grey intentó dialogar con ellos, pero en un movimiento en en falso los malevos lo acribillaron, con siete disparos.
Guanajuato, Mexico, 1952. Diplomático en retiro desde 2016. Es autor de los libros Guerra privada (Verbum, 2007); Los pasos del cielo, Ediciones del Ermitaño, 2008); Paisaje oriental, Editorial Delgado, 2012); Las horas situadas (Monte Ávila Editores, 2015). Ha traducido cuentos de Raymond Carver, John Cheever, W. Somerset Maugham y Guy de Maupassant. Fue colaborador de La Jornada Semanal y actualmente participa en la revista ADE (Asociación de Escritores Diplomáticos).