¿Negar un Abrazo?

En la tarima estaban sentadas Claudia López, alcaldesa de Bogotá, Carmenza, víctima del secuestro y asesinato de su esposo Guillermo por la guerrilla de las FARC-EP en el año 2008, y Sandra   Ramírez, excombatiente de la misma guerrilla y hoy senadora de la República, en virtud del Acuerdo Final de Paz firmado en el año 2017. Todas con su mascarilla y guardando el debido distanciamiento que exigió la pandemia de coronavirus.

Después de la presentación de uno de los programas desarrollados por el gobierno para garantizar proyectos productivos a los excombatientes que entregaron sus armas, Sandra se levantó de su silla y le pidió un abrazo a Carmenza, como muestra de perdón por el dolor que la guerrilla le causó. Carmenza, sin levantarse, dijo que no era fácil y que su perdón dependía de la verdad sobre qué le pasó a su esposo, “una verdad justa, una verdad honesta con la que nos podamos sentir un poco en paz”.

Los inquietos ojos de Sandra no sabían para dónde mirar y a los televidentes nos quedó una pregunta: ¿las víctimas están obligadas a perdonar?

La historia de la violencia resuena cuando se camina por Colombia y, complejo como el territorio de este país, es el efecto de ese largo episodio en las víctimas, quienes participaron activamente en la estructuración del Acuerdo Final y que son ahora la pieza fundamental para engranar la verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición pactada.

De ahí la importancia de los espacios para que las víctimas y los responsables de los delitos cometidos en el marco del conflicto puedan ser escuchados, pues son esos relatos los que explican las impresionantes cifras de desplazamientos internos, el altísimo número de personas desaparecidas, los eventos en que el mismo Estado fue el perpetrador de los crímenes y la construcción de un entorno apto para la resocialización que evite un nuevo conflicto en el país. Con todo y ello, quienes no somos parte de esos procesos de reconstrucción de la verdad, ¿podríamos pedirle a Carmenza que abrace a Sandra?

En el año 2005 desapareció la hija de Pastora y años después su hijo menor fue asesinado. Un día, después de visitar la tumba de su hijo, se encontró con un joven herido gravemente después de pisar una mina antipersonal. Junto a su hija lo llevaron a la casa y pidieron atención médica de una vecina enfermera, quien logró darle la atención inicial de emergencias. El herido le preguntó quién era el muchachito de las fotos y Pastora le contestó que era su hijo. En shock, él confesó que había participado en ese homicidio. Pastora tuvo tiempo para pensar que nada le retornaría la vida a su hijo y solo le prestó el celular y le pidió que llamara a su mamá a avisarle que estaba bien. Años después, a Pastora le entregaron los restos de su hija, la verdad le llegó en un cajón. ¿Debería también abrazar a Sandra?

Son esas víctimas las que quieren enterrar a sus muertos, las que esperan la llamada de la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas para que les cuente dónde están sus hijos, las que necesitan que el Estado admita la ocurrencia de los llamados falsos positivos[1] y puedan librar la memoria de sus hermanos, los que exigen la restitución de tierras para que sus padres puedan retornar al campo, y son también las nuevas víctimas: las familias de excombatientes que le apostaron a la paz y hoy están siendo asesinados sistemáticamente.

Claro, hay un proceso de justicia transicional, indemnizaciones monetarias de por medio y diferentes modalidades de reparación, incluyendo monumentos que preserven la memoria de lo sucedido y disculpas públicas ofrecidas por agentes del Estado. Sin embargo, la desolación por la degradación a que fueron sometidas tantas personas, a quienes la dignidad humana les fue arrebatada de manera injusta, tiene su propio peso y ahora resulta sometida a un proceso de reconciliación.

Esas víctimas, para quienes la reparación económica o las excusas públicas resultan irrelevantes y que solo persiguen la verdad, caminan altivas y con un andar firme ignoran esas porcelanas llamadas perdón y el olvido.


[1] Con esta expresión se hace referencia a los homicidios de civiles ilegítimamente presentados como bajas en combate por parte del Ejército Nacional de Colombia, que al año 2021 sumaban 6.402 víctimas. Según el Informe Final Hay futuro si hay Verdad – Hallazgos y Conclusiones de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, “[l]os miles de casos de ejecuciones extrajudiciales conocidas como «falsos positivos» solo se empezaron a ver en 2008, cuando las madres de Soacha hicieron públicas las denuncias de que sus hijos habían sido reclutados por miembros del Ejército o engañados con una promesa de trabajo, y aparecieron luego como supuestos guerrilleros muertos en combate. Mientras tanto, las denuncias de los crímenes de Estado no fueron reconocidas, a pesar de los enormes esfuerzos de las víctimas y organizaciones de derechos humanos por hacerlas. Solo algunos casos, tras un tremendo esfuerzo y lucha de las víctimas, pudieron avanzar en la investigación judicial y mostraron esas verdades ocultas o distorsionadas.”