Diario argentino: otra novela y otra película de Belgrano

En mi colaboración anterior para cambiavías mencioné que la Embajada de México en Argentina está en Belgrano, uno de los barrios del norte de Buenos Aires. Antes de convertirse en tal, fue una ciudad propiamente dicha: el partido de Belgrano (de acuerdo a la nomenclatura topográfica rioplatense), que incluso en 1880 llegó a ser asiento del gobierno federal. A esta importancia política se le suma una gran impronta cultural, entre otras cosas porque el célebre José Hernández, autor del poema épico nacional Martín Fierro, vivió y murió en la Quinta San José, sita en Avenida Cabildo, eje muy conocido y transitado de aquella parte de la ciudad.

De todas las obras literarias modernas que suceden (así sea parcialmente) en Belgrano, la más inquietante es La larga noche de Francisco Sanctis, de Humberto Constantini, publicada en 1984 por la Editorial Bruguera Argentina en su serie “Narradores Argentinos de hoy”. A pesar de no haber tenido la celebridad de otros autores de su generación, “Cacho” Constantini fue un miembro muy destacado de la diáspora que llegó a nuestro país huyendo de la dictadura cívico militar más reciente, y la novela que refiero es prueba irrefutable de ello, pues fue imaginada, planeada y redactada durante su exilio en México (1977-1983).

Ordenada en diecisiete capítulos que abren, con excepción del último, con una descripción sumaria de lo que tratará cada uno, como en muchas novelas escritas entre los siglos XVII y XIX, La larga noche… está relatada por un narrador muy entrometido con sus personajes; demasiado hablador, indiscreto y, por momentos, fastidioso, pues –ya desde los resúmenes antes referidos— deja caer gracejadas discordantes con el pulso argumental, correspondiente, como va descubriéndose, al de un thriller y no al de una azarosa historia de enredos y confusiones, como insiste en hacerle creer a los lectores la voz omnisciente. Si a esto se añade la insistencia en explorar las pulsiones psicológicas de los personajes y en aplazar calculadamente el punto de inflexión del relato, cursar esas páginas es un ejercicio que pasa por tramos laboriosos; hasta que, al aproximarse uno a la parte final de la obra, constata que el autor despliega los mejores recursos de su gran oficio para darle la fuerza épica necesaria a un final inolvidable.

No son muchos los personajes que emplea Constantini para tejer su narración. Francisco de Sanctis es un contador cuarentón, anodino, casado con una mujer que integró a su familia los dos hijos de un primer matrimonio antes de procrear con él un tercero, y que no espera mucho de la vida más que un ascenso en la empresa mayorista que lo explota a destajo y le escamotea cualquier atisbo de mejora salarial premiándolo, de vez en cuando, con una caja de víveres, por ser el mejor trabajador del mes. Lo más interesante de sus antecedentes es  haber sido seminarista y pasar por la Universidad con un discretísimo interés por la vida estudiantil de los años sesenta, hechos completamente anecdóticos, sin mayor repercusión en una existencia a todas luces ordinaria, estéril y empantanada en la grisura de un empleado de medio pelo.  

Este orden de cosas se ve interrumpido una tarde por la inopinada llamada telefónica de una tal Elena Vaccaro, vieja amistad juvenil, quien pretextando una historia muy absurda le pide a Sanctis encontrarse, sí o sí, esa misma noche, la noche del 14 de noviembre de 1977. Ella quiere pedirle autorización para publicar, en una revista venezolana, un poema que Francisco publicó bajo pseudónimo en sus años estudiantiles en un pasquín universitario, y, para explicarle de qué se trata todo, lo cita en uno de los cruceros cardinales de Belgrano, a la puerta de la por entonces muy conocida confitería Mignon, en la esquina de Cabildo y Juramento, donde ahora se encuentra una sucursal de las librerías El Ateneo.

La forma tan manida de Constantini para introducir el desorden en una cotidianidad rutinaria condenada a cadena perpetua toma, sin embargo, un giro espectacular cuando Vaccaro, después de un prolongado retraso, llega a la cita y hace subir a su auto a Sanctis para comenzar un periplo alucinado por Belgrano, Núñez, Saavedra y Colegiales: los barrios del norte de la capital porteña próximos a la Provincia de Buenos Aires. Para empezar, el contador apenas puede reconocer a su amiga, a la que siempre recordaba como una figura regordeta, agradable pero bastante paranoica, y que ahora se ha convertido en una muy atractiva mujer en su temprana madurez, quien lleva sus años con la prestancia de una “deportista, ayunadora, viajera, militante de peluquerías y salones de belleza, probablemente trampa y seguramente loca”, de acuerdo al narrador. Una “tilinga burguesa”, ahora casada con un oficial de la aviación militar argentina, que le pide, sin dar mayores explicaciones, memorizar los nombres y las direcciones de dos personas –perfectos desconocidos para ella— y avisarles de inmediato que esa noche, o mejor dicho, a la madrugada siguiente, van a ir por ellos.

La enorme tensión que genera esta brutal ruptura de la calma chicha en la que transcurre Sanctis es el mayor logro de la novela, pues a partir de ese momento comienza para el protagonista una deriva múltiple. Primero, es reflexiva: vale decir, demanda al personaje una serie de cuestionamientos acerca de lo que debe o no hacer, y por qué ha sido elegido para llevar a cabo una tarea de alto riesgo en la que estará absolutamente expuesto, sin saber bien a bien cómo realizarla. En segundo plano, y esto es parte fundamental del encanto de la obra, después de haber recibido y aceptado su misión, al no poder reaccionar negativamente, Sanctis comienza a vagabundear por la noche porteña en busca de una salida para la encrucijada que el destino, o la historia, la historia de su país, le ha impuesto. Constantini debe haber trabajado más con su memoria que con mapas de Buenos Aires al trazar todo ese flaneo noctívago, porque, como sucede en otras novelas –un ejemplo mayor es Los detectives salvajes, tanto en sus reconstrucciones de trayectos por el antaño DF como por los pasadizos de Viena, imposibles de realizar— la evocación realista de ciertos periplos por los recovecos del norte y noroeste de Buenos Aires termina siendo astillada por imprecisiones. Las últimas horas de La larga noche…, en sus tres capítulos conclusivos, son un angustioso zigzagueo por avenidas y calles despobladas que corresponde, más que a un acto heroico, a la búsqueda de una salida, cualquier salida, a una realidad oscura, fría y agobiante, ante la cual no parece haber salvación.

Los jóvenes documentalistas argentinos Andrea Testa y Francisco Márquez redescubrieron para los lectores de este siglo la novela de Constantini, al adaptarla como su ópera prima de ficción, un estupendo largometraje que les ganó el premio a la mejor película y al mejor actor (Diego Velázquez, en el papel de Sanctis) en la competencia del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI), en 2016, para después ser el único film latinoamericano proyectado en la selección “Un certain regard”, del Festival de Cannes de ese año. Es una obra de gran calado. No exagero al decir que es la más kafkiana de las películas del nuevo cine argentino; la que mejor transmite el miedo y la paranoia omnipresentes de quienes viven bajo una feroz dictadura militar. Si bien prescinde de la mayor parte de las referencias urbanas explícitas en el libro –en la película no se ve Belgrano, por ejemplo, no hay nada que nos permita reconocer a las claras alguno de sus rincones característicos— logra crear atmósferas muy contundentes desde la primera toma, en la que se ve el multifamiliar de clase media baja donde vive Sanctis (algo no descrito por Constantini), hasta el clima de pesadumbre y desasosiego de quien vaga por callejones oscuros que no conducen a ninguna parte. Una y otra vez, Sanctis busca la manera de llegar hasta la pareja bajo amenaza, y siempre se topa con un laberinto inquebrantable. A diferencia de la novela, el desenlace en la película es muy imprevisible.  Con muy escasos recursos de producción, y un empleo refinado de los tiempos muertos, la iluminación nocturna y el silencio ante la cámara, Testa y Márquez le dieron una dimensión audiovisual magnífica a una obra literaria que merece ser leída como testimonio de una época donde la indiferencia, el desgano y el mutismo de considerables sectores de la sociedad argentina contribuyeron, voluntariamente o no, al terror. [ C ]


La película La larga noche de Francisco Sanctis puede verse de manera gratuita en la plataforma del INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales de Argentina), en la página https://play.cine.ar/INCAA/produccion/4001