¿Me pasas la sal?

Apenas una semana antes de su aniversario número 60, le diagnosticaron cáncer. El primer cáncer de lo que sería, más pronto que tarde, una secuela de muchos e invasivos males tumorosos. Desde un inicio, las temibles metástasis acechaban. Vendrían 20 años de lucha. Ella no lo sabía aún. Esa tarde, el doctor se limitó a lo que los más toscos en la profesión siempre se limitan: “señora, la biopsia arroja resultados negativos”, le sentenció. “Tiene usted una irrupción concatenada de tumoraciones con diagnóstico dañino en el riñón derecho. Tenemos que hacer más estudios… Lo que sí, es que lo más probable es que tengamos que operar. Mucha gente vive con un solo riñón. La van llevando. Así que, de momento, no hay de qué alarmarse”. La verdad es que el pronóstico médico era malo, muy malo.

Ella no se alarmó; para nada. Era fuerte, estaba llena de fe en su Dios y en todas sus representaciones sin excepción posible: desde la estampita de Santa Catalina de Siena, supuestamente traída desde la misma Siena, aunque se notaba que era de un taller local, hasta una cruz ferrosa, rara y antigua, venida de la iglesia tewahedo de Etiopía, cuya presencia en su bolso, luego averiguó, podía ser ilegal… Pero “Dios lo quiso así”.

Apenas cuando salió de aquella consulta, saboreó extensa la compañía de sus dos hijas que sí parecían demolidas por las palabras del doctor y otras pesquisas que habían escuchado aparte. Ellas eran Edna y Esther… Ambas casadas, ambas profesionistas exitosas. Mujeres logradas en su juventud. Perfectas. De las que las amigas llamarían: “triunfantes campeonas en sus respectivas familias”. Entre ambas, le habían dado a mamá cuatro nietos. Era un número par repetido en generaciones: una proporción ideal al conformar una pirámide equilátera para la preservación de la especie, tal y como los organismos internacionales lo hubieran recomendado. Juntas caminaron silenciosas codo con codo. La tomaron a diestra y siniestra. Sostenían sus brazos convirtiéndose en muletas y queriendo hacerla flotar. Creían, quizá, que alguien muy arriba les había instruido que, a partir de ese momento, mamá requería de su más invariable y dedicado apoyo.

Ella les pidió que la soltaran por un momento. No era para tanto, aún podía sola y podría por mucho tiempo más. Se detuvo y las miró de frente. Las miró como se miran las manos abiertas, húmedas y achocolatadas a la hora de preparar una gran masa para el pastel familiar. Les aclaró que, a ambas, a sus dos hijas, las amaba por igual. Sin quererlo, sin embargo, pensó en sus riñones y en que uno entre ellos la habría de abandonar. No quería más a un riñón que al otro. Así se quiere a las manos y a los dedos, sin preferencias. ¿Por qué le tocaba a ese riñón morir y no al otro? Es como con los hijos… que no nos pongan a decidir a cuál sacrificar, jamás.

Lo siguiente en su vida fue la brega espeluznante y durísima de los enfermos que se empeñan en ganar: las operaciones se encadenaron una tras otra en periodos de entre 3 o cuatro años: después del riñón extirpado, le sacaron unos nódulos en el pulmón junto con varios ganglios; luego un tumor que se extendía muy petulante, como para crecer a ritmo de un champiñón fertilizado, en su estómago, y un cáncer negruzco de mala calaña en la nariz que a pesar de ser bastante externo fue una de las operaciones más dolorosas. Finalmente, de nuevo, una operación en el otro pulmón. Parecía nunca terminar.

Todo ello estuvo acompañado de estudios complicados, medicamentos repletos de contraindicaciones, inyecciones, oxígeno, radiaciones y quimioterapias: la quimio agresiva que le arrancaba el pelo en los “pre” y los “post” operatorios y la quimio blanca, constante, que se prescribía administrada de manera perene para acompañarla en los meses de recuperación. Así la iba llevando hasta la llegada maldita de un nuevo mal diagnóstico y la necesidad de otra intervención de los bisturíes y las pinzas quirúrgicas. Desde esa primera cita, los vómitos y las diarreas serían su tema infalible, preferido, en largas conversaciones con las amigas y las hijas; ¿Cuántas, dónde, de qué color, con qué agresividad… todo sobre la mierda con lujo de detalle? Añadía a su sufrimiento una presión alta, totalmente inusual, afecta a los vaivenes más tropicales. Y para culminar el cuadro: una diabetes melitos de las que no sientes, que son más fantasmales que la macroeconomía explicada en los diarios, pero que te la recuerdan los doctores y los pinchazos diarios en los dedos y en los brazos como un regaño severísimo de un sargento en el cuartel.

En los primeros años, la lista de sus especialistas creció hasta lucir más amplia que un directorio de hospital. Ella la podía presumir en un calendario grandote de pared, con citas apuntadas con tinta roja: revisiones semanales, mensuales y trimestrales,  con internista, oncólogo, nefrólogo, anestesiólogo, endocrinólogo, geriatra, dermatóloga, terapista, nutrióloga, hematólogo, neumóloga, cardiólogo, psiquiatra, psicóloga, cirujano torácico, especialista en rehabilitación… y cabe añadir que por causa de la sapiencia y el nervio de una de sus hijas, también visitó una sola vez a una tanatóloga que no le dijo nada de utilidad. Ella se adaptó. Lo supo manejar. Tenía la fe enorme de una beata de convento en el Amazonas y siempre afirmó: “Dios es el que decide cuándo; por lo demás, yo sigo las indicaciones y la voy llevando”.

Y la fue llevando por encima de todo augurio. Lo más difícil no estuvo en esos 20 años de enfermedades acechando. Estuvo en el manejo que sus hijas tuvieron del sufrimiento: ellas habían recibido desde un inicio el pronóstico fatal. Tenían que irse haciendo a la idea de que un cuadro de cáncer extendido, diabetes y pésima situación cardiovascular no daba para esperar que su mamá, ya sin un riñón, las acompañara por encima de unos tres años… cinco a lo sumo. Cumpliendo 20 años de tratamientos, estaba claro que mamá ganaba la partida, incluso la ganaba al Señor. Pero no hay mal que dure 100 años, ni enfermo que lo aguante… Peor aún, no hay pariente de enfermo que aguante tanta saga en la feroz batalla contra el cáncer.

El primer pleito entre las hijas fue, por su puesto, detonado por las 28 cuartillas que conformaban la cuenta de honorarios médicos y servicios hospitalarios de esa primera “nefrectomía compleja con tecnología de Cella”. La lista traía vericuetos inesperados: cobraron doble hasta por las cajas de pañuelos desechables y tres sondas que más parecían equipo para tratar un cáncer de próstata. Dividir los gastos y las reacciones enfurruñadas de los respectivos maridos, un tanto resentidos por la dolorosa reducción de sus ahorros, pusieron los nervios de punta en cada esquina de la familia perfecta. Luego vinieron reclamos por las horas de atención: ¿qué es más jodido, cuidar a la enferma de mañana cuando molestan los repartidores y las visitas inesperadas de la tía X o la concuña Y, o de noche cuando mamá duerme serena y se despierta apenas una o quizá dos veces para pedir la medicina de las 3:30 am?

Las siguientes querellas que llevaron a Edna y Esther a esgrimir sus espolones fueron por la repartición de las vacaciones. Y también surgieron querellas por mostrarse como la más apegada a la enferma, la campeona, la más sacrificada; por revelar quien llora más, quien entre ellas exsuda desasosiego y dolor mejor que la hermana. También por el tamaño del refrigerador que habrían de comprar y donde deberían guardarse los alimentos especialísimos y las ampolletas de insulina. Sus ladridos fueron incluso en razón de la dureza del colchón de la cama donde se convalece mejor de lado o boca abajo después de una operación de pulmón; o por las dimensiones recomendables de la gaza que cubre la herida, por la técnica para limpiar las infecciones que la diabetes detona aletargando el tiempo de cicatrización. Peleaban por todo.

Pronto, con la ayuda de amigos y otros parientes, se logró que mamá ingresara al sistema médico público y los gastos aminoraron como para enfrentar las siguientes operaciones… Pero el mal estaba sembrado. Las hermanas necesitaban impetuosamente reprocharse algo entre sí. Salieron a colación los agravios de la primera infancia. Una muñeca de trapo rota que Edna valoraba sobre cualquier otra cosa en su niñez y que murió descabezada en un sacrificio supuestamente organizado por Esther, más aficionada a jugar a soldados, excursiones en la selva y cosas de niños. Esther no recordaba la muñeca ni el ritual de decapitación. Pelearon por libros prestados que nunca habían leído y que no habrían de leer. Aludieron a comidas asquerosas puestas en el plato ajeno cuando tenían siete, quizá nueva años; heridas crueles, físicas y mentales, supuestos robos de novios, ocultamiento de llamadas para invitar a una fiesta o cuando una de ellas manchó con pintura indeleble para uñas el vestido favorito de la hermana que había resguardado para unos 15 años, donde Ulises, “el más guapo”, estaría presente.

Con la madre enferma y las obligaciones de atenderla, los años pasaban infectando más cada entraña de Edna y Esther…, lo suficiente para sacar a flote hasta el último detalle, real o inventado, y mostrar que la familia equilátera perfecta era, por el contrario, cacariza como un queso roído por los ratones de la memoria que se niega a desaparecer. Sus respectivos maridos comenzaron a jugar su parte: uno se sentía molesto, no por haber pagado más gastos extra (muchos extras que le rogó Esther cubrir), sino porque nadie se lo agradecía. El otro se manifestaba igualmente asqueado de la situación porque, en su filosofía del matrimonio, las hermanas y sus respectivos salarios tenían que ser únicos responsables del pago de doctores y hospitales. Uno de ellos cambió de equipo de futbol para marcar una diferencia: adoptó otros colores con rallas rojas y blancas en todos los objetos de su vida y ¡a la chingada el color amarillo! El otro renegó de la vulgaridad del deporte de masas, inició lecciones de ajedrez y compró libros de misticismo y filosofía. El primero se apropió una dieta tórrida en sabores picantes, mantecas sazonadas y varios drinks fuertes y cervezas para bajarla a su intestino. El otro, sin llegar a vegetariano, dejó la bebida y llenó el refrigerador de yogurt natural, oleaginosas de cultivo orgánico. Repudió fanático las conservas y adoptó una suspicaz afición por el extracto de jengibre, cada mañana, preparado “from the scrach”.      

Ya en los años más avanzados de la enfermedad de mamá, cerca de la operación de cara, la misma filiación política motivó insultos y agravios entre las familias de Edna y Esther: una se tornó oficialista y fervorosa en sus apoyos al gobierno en las redes sociales; la otra crítica intransigente y asqueada por tantas estupideces del gobierno. Ambas hijas, a solas, se lo reclamaban a mamá: “ya viste lo que publicó Edna… sólo falta que vaya mañana y le lama las patas al pendejo del presidente…, si no es que otra parte”. Incluso, confabuladas con sus respectivos maridos, se afiliaron a partidos opuestos, comenzaron a vestirse en las antípodas: la de negro y la de blanco. La que nunca se maquilla contra la que remarca las horas departiendo nimiedades en el salón de belleza. Una engordó mórbida… la otra languideció anoréxica. Los nietos perplejos se comunicaban entre sí evadiendo, ante todo, el tema de la enfermedad —las enfermedades, cabía aclarar— de la abuela. Esquivaban a toda costa los asuntos de política y futbol.  Todo era peligro; todo era bomba a punto de estallar. Bien sabían que sus familias caminaban hacia las antípodas como en esos duelos a pistola donde los rivales cuentan 20 pasos para voltear y ejecutar la obligada limpieza de su honor. Pero aguantaban por el bien de la abuela.

Finalmente encontraron el silencio; quizá lograron un paraje más severo y misterioso que el mismísimo silencio total. Después de la operación de nariz de mamá, las hijas ya solo se transmitían mensajes de texto con contenido escueto, objetivo, fáctico y orientado a sobreentendidos. Evitaban a toda costa cualquier uso de pronombres: ya nunca más usarían el “tú” o el “yo”. Jamás un verbo conjugado en primera o segunda persona: “Mamá tiene fiebre; 39 y medio”. “Mamá siente dolor en el costado izquierdo; tres centímetros debajo de la costilla. El lugar exacto está marcado con una equis con plumón azul”. “El doctor ordenó Demerol, costó $2000 pesos la caja de 10 ampolletas”. Así dirimían las cosas, mientras las envolvía un mutismo pegostioso como las nubes al filo de la tormenta. Ni una palabra con sentido humano, ya nunca: total ausencia de un gesto; nunca más un guiño que denote debilidad. Si cruzaban en la puerta, lograban al unísono ese rostro, tan hosco como impávido, que tienen los boxeadores cuando el réferi les canta las reglas antes de la pelea.

Edna fue la que alguna vez, tiempo antes, había afirmado aparte ante su mamá: “ya no hablo con Esther, lo único que nos mantiene como hermanas, eres tú, mamá. No queda nada más entre nosotras. El día que te mueras, Esther no volverá a saber nada de mí”. Eso no elimina que, en aquel silencio total, Esther también haya dicho en corto lo propio: “No sé, má, pero cuando tú ya no estés, te aseguro que cambio todos los teléfonos, todas las direcciones y mi hermana desaparece de mi vida”.

Mamá era muy consciente de todo aquello. Le dolía más que el cáncer, más que los vómitos, el cansancio y la diarrea. Sabía muy bien que no podía morir, porque eso haría que la bomba estallara. Su ausencia significaba la caída de un machete enorme al medio de sus hijas, al medio de su familia. Su mayor deseo era que nada de aquello hubiera pasado y que la estampita de la Virgen de Siena y el fierro etíope, ese raro indumento con forma de cruz que había llegado a su bolsa, no le hubieran dado tantos años y tanta fuerza para luchar contra el cáncer y las quimioterapias. ¿No hubiera sido mil veces mejor haber muerto a la primera señal de un riñón enquistado? ¿No hubiera sido lo correcto desfallecer esa misma tarde en que salió del médico y con las hijas, aun amigas, encaramadas a sus costados como queriéndola cargar? ¿Mejor hubiera tropezado y cruzado a media avenida para que un camión le volara la cabeza como muñeca de trapo? ¿Quién le mando tener tanta fuerza? Todo para ver a sus hijas pelear como gatas de arrabal y no tener fecha posible para verlas quererse otra vez.

En el cumpleaños 80 de mamá las familias tuvieron que llevar comida y pastel para celebrarla. Por cierto, fueron dos pasteles: de chocolate negro y de vainilla. Llevaron vestidos negó y blanco como las caracterizaba y los maridos con camisetas a rallas, uno, y amarilla —un poco afeminada— el otro. A un lado de la mesa, hubo comida casi vegana, sin aditivos de ninguna clase, rica en oleaginosas orgánicas y con harta ensalada de lechuga, brócoli y nueces; aceite ultra virgen y vinagre balsámico en aceitera y vinagrera de cristal. También, al otro extremo de la mesa, extendieron unas bolsas con huarachas rojas y verdes, adobadas también con chile guajillo que picaban como los mil demonios, unas coca-colas tamaño familiar destapadas, así no más, con todo y botella en la mesa, sopesitos de los que venden en el tianguis y una mezcla muy surtida de tacos de barbacoa presentada en bolsa sudosa de plástico: de maciza, de relleno y de víscera.

Mamá, muy serena y dominando la escena desde su cabecera, comió de todo, a pesar de su enfermedad. Quizá exageró.

Esther fue la primera que se distrajo al ver aquel acomodo de la mesa. Le hizo gracia. Lo mismo pudo haber pasado en la mente de Edna. Los unos y los otros a cada lado de mamá terminaban por combinar. La sonrisa de Esther fue el primer gesto diferente de aquella tarde y lo que más la motivaba era, sin duda, el cuadro que formaban los cuatro nietos allá al fondo: hablaban bajito entre ellos después de haberse colocado todos juntos al lado norte, en la otra cabecera, distantes del estratégico y silencioso acomodó familiar. Esther vio a su hermana: creyó que sonreía. Su decisión fue rápida, sin pensar.            

“Edna, ¿me pasas la sal?”…

Mamá murió rápido. Con una sola convulsión. Como que quiso hablar. No pudo. Como que levantó las manos por igual, simétricas, porque algo iba a cantar sonriendo de oreja a oreja. Su cabeza calló de golpe, con la frente muy centrada en la mesa. Quizá feliz.  [ C ]