Samuel Maynez Champion
De las tres “I” (inseguridad, impunidad e inequidad) mencionadas recientemente como los principales retos para el próximo gobierno de México, el autor comparte su infortunio respecto a una de ellas, confirmando que en el momento actual nadie está a salvo.
Desde el momento en que los captores me extendieron las manos para sellar el pacto, supe que tenía que devolver con obediencia el privilegio de seguir con vida y, además, manifestar mi agradecimiento acatando con docilidad sus ordenanzas. Sus últimas palabras tejieron una urdimbre de nubarrones: “Mucho cuidado con pasarte de listo… Sabemos dónde vives… Ya vimos las fotos de tus hijos… No canceles las tarjetas hasta que hayamos vaciado tus cuentas…”
¿Cómo negar que había sido objeto de un trato “preferencial” -según los propios agresores, a una víctima anterior que intentó defenderse le dieron tal golpiza que, esperando que concluyera, suplicaba que fueran a su casa para apoderarse de todo- para que las erupciones de rabia no sepultaran mis certezas? La respuesta yace en un miedo que humea los recuerdos y nubla la conciencia.
Fui liberado un martes en la madrugada en las cercanías de Plaza Loreto, al suroeste de la ciudad de México, después de haber sido revolcado por las mareas que suscita un secuestro exprés. Conforme a lo descrito por el síndrome de Estocolmo, en los días que siguieron sufrí ataques de euforia, arranques de ira, amagos de depresión, mutismo, autocompasión pero, sobre todo, un estremecimiento en las vísceras cada vez que me reprochaba haber cometido la imprudencia que desató la pesadilla.
Incurrí en el desatino de hacerle parada a un taxi sobre la lateral de Periférico Sur al salir de un concierto en la Sala Ollin Yoliztli y olvidé, llanamente, que era imperativo acertarse de su legalidad. Un revoloteo de melodías ocupaba mi atención; acaso miré el reloj que marcaba las nueve de la noche. ¿No creía yo que la música envuelve en un manto protector a todos aquellos que la habitan?…
A los pocos metros de haber avanzado, el taxista anunció que el clutch le estaba fallando y me pidió permiso para bajarse a revisarlo. Fue el momento en que debió de hacerles una señal a sus cómplices para que éstos, una cuadra más adelante, se materializaran como una aparición siniestra. Bastó una fracción de segundo para advertir que la existencia había dejado de pertenecerme y que era inútil oponer resistencia. Parece que el cielo se resquebraja al improviso y lo que queda alrededor son relámpagos de orfandad.
Hasta que me acostumbré a mantener los ojos cerrados el interrogatorio procedió a ritmo de puñetazos: “¿Cuánto ganas? ¿Dónde trabajas? ¿Cuánto vale el violín?” Revelada mi identidad de maestro del Conservatorio despuntó una pregunta que, en pleno encierro, habría de atizar mi psicosis: “¿Te sabes Las Mañanitas? Va a ser cumpleaños de un sobrinito…”
En mi estulta candidez quise suponer que me tendrían dando vueltas en el vehículo hasta las primeras horas del día siguiente —es parte del modus operandi merced al cual se pueden realizar dos retiros de dinero, casi consecutivos, en un cajero automático— y ofrecí acortar el “paseo” a cambio de todo lo que tenía en el banco. Ante la inviabilidad de mi oferta propuse entonces que me llevaran a mi casa para hacerles un cheque, topándome nuevamente con su negativa. Disponían de un código ético que les impedía inmiscuirse con hogares o familiares ¿…? La perspectiva de una “conversación” prolongada por tantas horas me empujó, en el colmo de la desesperación y el desparpajo, a invitarlos a cenar. Unas risas glaciales fueron su respuesta. Me tenían reservado algo distinto.
Llegamos así, después de haber subido durante muchos kilómetros, a lo que intuí que era su centro de operaciones. En una construcción todavía en obra negra aguardaba un contingente humano que ‒lo sabría después‒ se encargaba de las custodias. Ayudantes de segunda, recibían órdenes y la parte magra de los robos. Mientras me conducían hacía el interior alcancé a oír: “a éste no le toquen nada…” Fui despojado de violín y billetera; resonaba una cumbia grotesca cuya letra versaba sobre alguien a quien iban a “basculear”. La bienvenida musical estaba a tono con mi circunstancia.
Me introdujeron en el vano de una escalera al que le habían improvisado una puerta. Antes de que me sentaran levanté la mirada y noté, para mejorar mi ánimo, que había rastros de sangre en la pared que tenía enfrente. Escuché el crujir de una cadena y el clic de un candado que se cerraba a mi espalda.
Con un desasosiego que se ahondó en la tiniebla, pasó a segundo plano mi incomodidad por encontrarme acompañado de ratas a las que escuchaba roer algo en descomposición al fondo del escondrijo. Al cabo de un rato, el candado volvió a crepitar y reconocí una voz que exigía —avalada la exigencia por la punta de un lápiz dirigida hacia la córnea de uno de mis ojos— que le revelara los nip de mis tarjetas. De resultar falsos ya se me había anticipado la modalidad del castigo. Un aplomo ajeno a mi persona me hizo escupir uno a uno los caracteres de los números de identificación personal, pero nunca estuve seguro de decirlos correctamente…
El tiempo se volvió inabarcable y la calidad de mis pensamientos degeneró en una paranoia galopante. ¿No estaba fresco el relato de un colega a quien no sólo le robaron el contrabajo, sino que lo colgaron como a una res para usarlo de punching bag, abandonando después el cuerpo, al que creían inerte, en el canal del desagüe? ¿No era cierto que a un violista de la OFUNAM, a quien le encontraron encima una credencial de la Marina, padeció tal brutalidad que estuvo varios meses incapacitado para tocar su instrumento? ¿No sabía yo de amigos, de familiares y de vecinos liados en situaciones análogas con consecuencias, a menudo trágicas?
En un ápice del marasmo llegué a evocar a Silvestre Revueltas cuando recibió una cuchillada en el rostro al impedir que los asaltantes le arrebataran su violín…
La salida que evitó los flagelos autoimpuestos por los excesos de una imaginación desbocada fue la música. Sólo así, con el repaso mental de un repertorio memorizado a furia de repeticiones, conseguí serenarme. Particularmente efectivos resultaron los caprichos de Paganini pues no dejan espacio para divagaciones…
Ya encaminados hacia los rumbos de mis querencias se entabló un diálogo sin cortapisas. Si el secuestro no representaba una ganancia material ¿había incolumidad para los involucrados? Respondieron que en su actividad los altibajos eran la norma y que los momentos infructuosos daban el promedio… La incredulidad empujo las palabras: “No me frieguen, ¿si yo no hubiera traído un centavo encima no se habrían ensañado conmigo?” Su actitud esquivó la respuesta: “Oye manito, ya cuídate, ¿no?” Escapó atónita mi pregunta: ¿Se puede saber cómo carajos se cuida uno?
—“Cuando te subas a un taxi baja los seguros y, por favor, no andes con todas las tarjetas en la bolsa”
El apretón de manos me frunció por dentro pero era inevitable como forma de reconocimiento de un trato contraído. Me fue devuelto el violín junto con un billete de cien pesos. Pululaba el destino en los muros de la noche. Mi liberación avino a pocos metros de la antigua fábrica de Loreto y Peña Pobre y, frente a la lejanía de mi domicilio, los maleantes querían asegurarse de que tuviera dinero para poder pagarme otro taxi . Ö

Ciudad de México,1963. Estudió en el Conservatorio Nacional de Música de México, en la Escuela de Música de la Universidad de Yale, en el Conservatorio Verdi de Milán y en la Academia Chigiana de Siena. Es Doctor en Estudios Mesoamericanos por la UNAM. Sus creaciones incluyen la obra de teatro Antonio Lucio, la música de Dios y la Cantata escénica Un ingenioso Hidalgo en América. Es también autor de una reelaboración en claves mexicanistas de la ópera Motecuhzoma II de Antonio Vivaldi y actualmente trabaja en la cantata Cuitlahuatzin.