¿Para qué se mira un ciego?

Miguel Ángel Echegaray


Tomando la ceguera como móvil, el autor confirma el sinnúmero de explicaciones y el espectro amplio de disertaciones que ésta genera, transitando de lo súbito a lo inesperado.


“Centinela es el de la cantilena de que esta noche nada se  ve….”

Se construye un personaje para derivarlo narración. Para tramar una novela insólita. Amémonos a la carta. El librero Yair le propone a su amada Miriam sostener una relación exclusivamente epistolar. Tal excentricidad es el disparador, de alguna manera original, para tejer una sucesión de cartas en las que el personaje se explica su existencia sentimental a sí mismo y luego pasa a compartirla con una mujer a quien apenas conoce. Un guerrero en medio de un campo de batalla de papel, en el que ni será vencedor ni tampoco vencido, pues la consumación corporal de ese amor de letras es imposible por decisión anticipada de ambos personajes.

Pero advierto que en “Tú serás mi cuchillo“, David Grossman desliza una sugerencia que puede ser traducida del siguiente modo: amar requiere de palabras, demanda que sean escritas para querer más a la mujer elegida o raptada de su realidad enamorada. Pocas frases, pocas cartas cruzadas, restan intensidad emotiva a la construcción  del amor, aunque este ejercicio sea producto de una excentricidad. Sin palabras no se ha amado lo suficiente en la vida.

Como no pretendo adentrarme ni develar los misterios del amor, debe conformarme con esbozar el armado general de la narración de Grossman, la que además, para ser verosímil, no podría ser de otro modo para conseguirlo, inserta los tonos excesivos y edulcorados de las misivas que dicta el corazón desde hace siglos. Sin embargo, me distrae de todo el hilo del relato un párrafo breve, la observación de un mero incidente, de un pretexto o el relleno de un hueco en una de las cartas de Yair.Transcribo:

“Óyeme, hoy, frente al trabajo, en la zona industrial, a media mañana, en el momento de máxima luz, había un ciego sentado en la parada del autobús. Tenía la cabeza gacha y el bastón entre las rodillas apretadas. Ha llegado un autobús y otro ciego ha bajado de él, y cuando éste ha pasado por delante del que estaba en la parada los dos se han erguido repentinamente y las dos cabezas se han movido a la vez. Yo he permanecido allí de pie sin moverme. Después los dos han tanteado el aire, se han descubierto y por un momento se han aferrado el uno al otro, como petrificados. Eso habrá durado un segundo, no más, en medio de un completo silencio, para al momento soltarse y separarse, pero a mí se me ha puesto la piel de gallina, como si mi cuerpo entero pronunciara tu nombre, y he pensado para mis adentros, ¡eso es!“

 “El amor es ciego“, según el refrán. Sé que, engarzado en el sentido de la carta, parece un mero incidente el que Yair recrea. Pero si lo apartamos de su afán idílico, quedan esos instantes donde se logra apreciar una ceguera íntegra y seca:  primero el comportamiento mecánico, después un reconocimiento apasionado entre los dos invidentes. Queda también la comprobación de que los ciegos existen y andan rondando por ahí con sus bastones desplegados. Que se mueven en silencio, acaso como fantasmas de ocasión, perceptibles sólo cuando por casualidad fijamos los ojos en ellos ¿Sabemos mirar a un ciego?

En otra parte y en otro libro. Ana, mujer que, entendemos con cierta dificultad, lucha por mantener completo el esqueleto de su género, pues así parece describirla Clarice Lispector en su cuento Amor. Apunta: “En cuanto a ella misma, formaba parte, oscuramente, de las raíces negras y suaves del mundo. Alimentaba anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y lo había elegido“.

Ha salido a comprar comestibles. Mientras viaja en un tranvía, de nombre y deseo inciertos, sucede lo inesperado:

 “El tranvía se arrastraba, enseguida se detenía. Hasta Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando observó al hombre detenido en la parada.

La diferencia entre él y los otros era que estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era un ciego.

¿Qué otra cosa había hecho que Ana se retrajera desconfiada? Algo inquietante estaba sucediendo. Entonces vio, el ciego mascaba chicle…un hombre ciego mascaba chicle“.

La corta narración de Lispector está por agrietarse en la cabeza de su personaje.

“Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos vendrían a cenar– el corazón le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego intensamente, como se mira lo que no se ve. Él masticaba chicle en la oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento de masticación lo hacía parecer sonriente, luego no sonriente, sonriente y luego dejando de sonreír– Ana lo miraba como si la hubiese insultado. Y quien la viera tendría la impresión de una mujer con odio“.

Hasta aquí el relato parece que no se desbocará. Un error. Ana se obsesiona con el invidente que masca chicle como si lo hiciese a propósito para sacarla de quicio. Pero en realidad es el tranvía el que se desboca y logra fraguar el desfiguro por el que Ana se siente ridícula y exhibida, pues sus comestibles salen rodando por un frenazo del vehículo. Huevos rotos, frutas y vegetales regados por doquier. Todo pasó, el espectáculo improvisado terminó, entonces, después de las risas que solapa la cotidianidad que tolera lo inesperado, ” el tren se  sacudía en las vías y el ciego masticando chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal estaba hecho“.

La verdad es que el desenlace es confuso. Ana culpa al ciego de algo que antes se denominaba mal agüero y se acusa a sí misma de una debilidad, pues “un ciego mascando chicle había sumergido el mundo en una oscura impaciencia. En cada persona fuerte había ausencia de piedad por el ciego y las personas la asustaban por el vigor que poseían“.

Se rendirá a lo que cree es un simple desconcierto, “ella había apaciguado tan bien la vida, había cuidado tanto que no estallara. Mantenía todo en serena comprensión, separaba una persona de las otras, las ropas estaban claramente hechas para ser usadas y se podía elegir en el diario la película de la noche : todo hecho de tal modo que un día sucediera al otro. Y un ciego masticando chicle despedazaba todo. Y a través de la piedad, a Ana se le aparecía una vida llena de náusea dulce, hasta la boca“.

Es probable que a Ana se le crisparan los nervios al pensar que los ciegos viven en la inconciencia o que en realidad no saben precisamente en cuál mundo viven. Lo ordinario adquiere traslaticiamente la condición de extraordinario. En una parada de autobús en este momento puede estar esperando un invidente, sí, esperando, es probable, varias miradas o ninguna. Pero hay que preguntarse también qué le importaría a un ciego ser visto, qué ganancia vital obtendría por ello. Habría que indagar, más bien, cómo ese ciego percibiría a los que estamos obligados a ver, cuánta piedad invertiría en su percepción. No nos vería . No sólo por imposibilidad orgánica, sino porque, acaso, él no sabría con certeza cómo vernos.

La ceguera es un don para mascar chicle a placer y sin presiones de ningún tipo. Para escuchar y no para concentrar la mirada en las atrocidades de que somos testigos a diario. Privado de la vista, se pierde lo que hay que ver en el mundo, pues no estás obligado a lo que quieres mirar ni tampoco a lo que no quieres mirar, diría Guimaraes Rosa.

Hace un buen número de años, en España , Amado Nervo escribió que en un tren –¡no se espere otra aparición de un ciego¡– una mujer le contó que una parienta suya ,que era intratable por su carácter neurótico, se había transformado cuando perdió la visión: “se volvió angelical“. Nervo razona: “quienes me lean saben, sin duda, de muchos casos y confirman in mente lo que digo. Sí, señor; los ciegos son casi siempre alegres, los ciegos son casi siempre felices“.

Para reconfirmar su creencia, el poeta ofrece otros argumentos: “¡Cómo podríamos adivinar los paraísos interiores de aquellos a quienes está negada la visión de la vida¡ ¡ Las cosas son tristes, sí, y la visión de las cosas es acaso la que nos conturba y llena de melancolía¡ Tras de mirarlas y remirarlas, la angustia se nos entra muy hondo. Cuando ya no las vemos, la angustia se va con la luz…“.

Cómo convencernos de que el mundo solamente puede ser visto con “estos ojos que se comerán los gusanos“, dicho inapelable. Ramón Gómez de la Serna confiesa en una líneas: “mi lucha es no querer dormir, hacer por no acostarme, por no dejar de ver lo que se me ha dado en opción para ver, para seguirlo viendo hasta que ya sea ciego a todo“. No necesito ni quiero ver nada y, además, no puedo ver nada; deseo verlo todo, todo, lo que sea, hasta el día en que unos dedos piadosos se ocupen de bajar mis párpados, es una repentina postura. Pero no podemos olvidarnos del tercero excluso: un tuerto que, más que rey en tierra de ciegos, es una pobre víctima de dos mundos que, por la confusión reinante, son incomprensibles.