Nahui Olin – Un sol en movimiento

Vicente Francisco Torres

En este tránsito biográfico, el autor exhibe a una mujer ajena a su tiempo y a sus contemporáneos. Su gran belleza y carisma le permitieron trascender como modelo y creadora, además de que motivó delirio entre quienes transpasaron su velo erótico y emocional.

Dibujante, pintora, grabadora y poeta, Marìa del Carmen Mondragón Valseca (1893-1978), hoy conocida como Nahui Olin, según la bautizara el Dr. Atl fue, antes que nada, irrenunciable dueña de su cuerpo y sus ideas: se pintó desnuda con diferentes amantes y las fotografías de sus desnudos fueron proverbiales en su tiempo; ella misma organizó una exposición en la azotea que habitaba en  Cinco de febrero número 18.

De junio a septiembre de este 2018, en el Museo Nacional de Arte, vimos una exposición de todos los campos artísticos que esta mujer de múltiples talentos cultivó. Su nombre fue Nahui Olin, la mirada infinita, y su curador fue Tomás Zuriàn Ugarte, quien a los estudios que ya nos ha regalado sobre la pintora, en el catálogo de la exposición entregó un compendio totalizador: “Nahui Olin, el despertar”. En este ensayo, el maestro Zuriàn deja claro que esta polémica mujer nunca fue protagonista pasiva de la cultura que vivió porque, por ejemplo, cuando la fotografiaban, ella asumía sus posturas y elaboraba  paralelismos entre sus imágenes y material iconográfico célebre

Nahui pintó al pueblo que frecuentaba el circo, las ferias, el burlesque, las corridas de toros y los salones de baile; también plasmó bautizos y celebraciones de día de muertos. Su trabajo pictórico, que tanto ha sido cuestionado,  Zuriàn lo define de manera inmejorable: “Enmarcarla exclusivamente en las características estilísticas de la pintura naif sería insuficiente, porque es incuestionable que su lenguaje pictórico puede ser ingenuo, pero no intrascendente, primitivo pero no arcaico, vivencial pero no anecdótico, y rebasa con una mayor capacidad creativa las limitantes en que se circunscribe este estilo. En Nahui Olin se produce una tensión estética entre el estilo naif y su propia naturaleza alejada de las restricciones académicas (…) El fauvismo es otro de los ismos en el que se ubica, y esta precisión tiene sentido absoluto, porque Nahui Olin sentía una verdadera pasión erótica por el color; por esto concebía sus pinturas en función de poderosas tensiones cromáticas; yuxtaponiendo los colores con una rara habilidad y modulándolos con una novedosa visualidad”.

Las tantas pinturas y desnudos de esta hermosa mujer se deben, nos dice Zuriàn, a que gozaba ávidamente su imagen. Y Como prueba nos entrega  el fragmento de una carta que Nahui le escribió al Dr. Atl, uno de sus tormentosos amores: “Pero a mí nada me distrae, estoy reconcentrada en mí misma, en casa lo único que se me ocurre hacer es desnudarme delante de un espejo y admirar mi belleza, que es tuya”.

En la vida novelada de Nahui que preparó Felipe Sánchez Reyes vemos que  tuvo todo para vivir feliz pero el destino y la sociedad le arrebataron la oportunidad que su condición familiar le había procurado. Fue hija de  Manuel Mondragón, un prominente político y militar porfirista que la mimó hasta el grado de conseguirle al apuesto marido que a su niña ojiverde le había gustado. Pero la  niña no sospechó lo que un día antes de su boda se le reveló como un relámpago: su marido se besaba con un hombre y eso no presagiaba nada bueno. Le dijo a su madre que no se casaría pero la señora le dio un ultimátum: el altar o el convento,  porque qué iba a decir la sociedad. Tomás Zuriàn sugiere una razón más: como Victoriano Huerta no invitó al padre de Carmen a la boda de su hija en la iglesia de San Cosme, ni a la suntuosa fiesta en su residencia, Mondragón quiso que en la boda de su hija brillara la belleza que no hubo en la de Luz Huerta,  hija del usurpador.

Así, Carmen Mondragón se vio atada a un hombre  que no iba a satisfacer sus ansias amorosas y sexuales que, hay que decirlo, eran  muy grandes. La condición política de su padre le permitió vivir, con todo y marido formal, en París, en donde ya había pasado su infancia. Aquí conoció a algunos artistas plásticos mexicanos que, como Diego Rivera, iban a la Meca de la cultura de entonces.

En París vivió consumida por sus deseos y de las greñas con su marido Manuel Rodríguez Lozano. Volvió a México para seguir con los mismos pleitos pero acá sufrió su caída de Damasco: conoció a Gerardo Murillo, (bautizado por Leopoldo Lugones como  Dr. Atl), un hombre bajito, mucho mayor que ella (él tenía 47 años y ella 29), pero que la deslumbró con su prestigio y su talento, porque había hecho la bohemia parisina, era vulcanólogo, pintor y escritor pero, sobre todo, mujeriego irredento al fin, un buen amante. Ella enloqueció por él al grado de abandonar a su esposo sin haber conseguido el divorcio e iba en busca del pintor a un cuarto de azotea del convento de La Merced.  No le importaba ser amada sobre un camastro de tablones. Él fue quien le adjudicó el sobre nombre con que pasó a la historia de la cultura: la llamó Nahui Olin, cuarto sol, por su belleza resplandeciente.

Pues así y todo, el Dr. Atl le hizo ver su suerte. Él para ella era todo; pero ella  para él era sólo una mujer más. Las muchachas subían como hormiguitas hasta su estudio de la azotea; Nahui se dio cuenta y le armó escándalos sin fin que, cosas del arte, sirvieron para que  escribiera páginas adoloridas y enfebrecidas que se convirtieron en el material de sus libros de poemas. Su estancia parisina y su relación con el Dr. Atl le permitieron tratar con los más destacados intelectuales de los años veinte, cuando se forjó el nacionalismo con José Vasconcelos, José Clemente Orozco, Diego Rivera, Tina Modotti, Jaime Torres Bodet etc. Seguir las huellas de la escritora y pintora, y armar el contexto en que vivió son algunos de los méritos del libro de Sánchez Reyes, porque el mayor es mostrar, como en una novela, la vida amorosa y trágica de Nahui Olin.

Su forzado matrimonio con  Rodríguez Lozano, que duró ocho años,  y el malogrado hijo que con él tuvo, la hicieron abominar de la familia, y de la maternidad, que convierte a las madres en esclavas de  hijos y maridos. Estos hechos y lo que sucedió en las artes plásticas europeas de finales del siglo XIX, le permitieron tomar conciencia de que era dueña de ella misma, que era bella y tenía un cuerpo  hermoso, digno de ser pintado y fotografiado. Y empezó a posar desnuda, causando revuelo en la sociedad y, particularmente, en su familia. El hecho de que las monjas del colegio de su infancia le prohibieran mirarse en los espejos acentuó la delectación que sentía por  las formas de su cuerpo, pero también su rebeldía, su narcisismo, su sensualidad y su menosprecio de las normas sociales. Como el inconsciente nunca duerme, debe apuntarse que su mirada siempre permaneció triste, aún en los días más despampanantes de su triunfo.

Nahui Olin habitó el mismo tiempo  en que otra mujer, Tina Modotti, posaba desnuda para su pareja, el fotógrafo norteamericano Edward Weston,

Su relación con los artistas que bajo la férula de Vasconcelos crearon un impresionante magma cultural no la redujo a mera espectadora, porque escribió poemas futuristas que la acercaron a poetas como Germán Lizt Arzubide, abanderado de los estridentistas. También fue una pintora  cuyas obras recuerdan el estilo de los ex votos, esas laminillas prófugas de la nota roja que fueron tan populares antes de que Vicente Fox y su domadora pusieran de moda a san Judas Tadeo, que ya les dio el milagro de un pozo petrolero y esperan que les dè un campo de mariguana.

Para sacarse de la mente a Gerardo Murillo y sus desprecios, establece un romance con Matías Santoyo, un jovencito  que tenía 22 años cuando ella cumplía 34. Él la acompaña a probar fortuna en Hollywood de donde regresa con la convicción de que no se va  a prostituir por un papel secundario. Decide también que no está para cambiar pañales y deja a su joven amante para buscar de nuevo al Dr. Atl.

Otros pleitos y nueva búsqueda amorosa que culmina, venturosamente, en la persona de Eugenio Agacino, un capitán de navío que la hace vivir días y noches de intensa pasión en alta mar y en los puertos de distintos  países. Siempre se amaron en el barco o a orillas del Mediterráneo, mientras aguardaban los viajes de regreso a México. Cada mes lo esperaba ella en Veracruz, como una Penélope rediviva. Pero como la dicha no era para ella, un día se queda esperando en el puerto jarocho a su marino que no llega porque había muerto en medio del océano después de intoxicarse en Cuba.

Vuelve sonámbula a la ciudad de México y empieza su derrumbe. Ronda los espacios que habían sido sus escenarios de gloria: en la Alameda Central encuentra a Tina Modotti, tan avejentada y decaída como ella; en Niño Perdido se topa con el Dr. Atl, quien la sube a su nuevo estudio y le da unos cuadros para que los venda y se ayude. Ella no puede venderlos, regresa, se los vende  a él mismo y luego lo acusa en la delegación de que no le pagó. El Dr. Atl paga, sin saber que esta es la última trastada que le hace la mujer que lo balaceó, lo arañó y se cortó la cabellera por él. El famoso pintor le da la espalda y se va a comer con dos muchachas a un restaurante del barrio chino, que sería el escenario de El complot mongol, la célebre novela de Rafael Bernal.

La vida le dará el extraño privilegio de ser longeva para vivir la decrepitud terrible; su cuerpo hermoso de antaño termina hecho una ruina. Escribe Felipe Sànchez Reyes: “Ella, que siempre lucía su corte, ojos, labios seductores; que vestía a la moda con telas finas, transparentes que se le adherían como segunda piel y acentuaban su grácil andar; que poseía una figura armoniosa, codiciada por jóvenes y retratada por artistas; ahora tiene el pelo pajizo y el rostro arruinado, vestidos corrientes, ceñidos, con una flor grande de papel en el pecho, cuerpo obeso, piernas varicosas y los hombres la evaden, como ella a su realidad.

El maestro Tomás Zurián recuerda que,  cuando Nahui ya no pudo ir a alimentar los gatos de la alameda en los que había volcado sus afectos, los echó en un costal y los llevó a su casa de Tacubaya. Cuando alguno moría, lo disecaba para que siguiera con ella. El pintor Raúl Anguiano le contó  que cierta vez estuvo en la casa de Nahui y vio que tenía una colcha elaborada con pieles de gatos, que todavía conservaban la cabeza. Si alguien pudiera pensar que esta situación alucinante era fruto de un trastorno   de su experiencia vital, le sugiero que repiense esa idea mirando el libro Ricas y famosas, que publicó la fotógrafa priista Daniella Rossell. Destaco lo priista porque  en la foto de la solapa ella posa bajo el escudo de ese partido. Aquí podrán ver a jóvenes mujeres cuyas alfombras son de piel de cebra, duermen entre osos polares, leones  y alces disecados y sus tapetes aún conservan las cabezas de los pumas. Ellas también evaden su realidad.

La recreación novelesca de la vida de Nahui y de su época es uno de los méritos del libro de Felipe.  Otro es la traducción de los poemas que su autora dejó en francés y Felipe tradujo para apuntalar su texto, de tal modo que el lector intuya qué pensaba Nahui cuando atravesaba por una experiencia específica.  Y la calidad de la prosa de Sánchez Reyes es palpable en la descripción de los encuentros sexuales de Nahui, e incluso cuando ella se procuraba placer a solas.

Este autor  hace un balance literario para clarificar qué pudo aportar la autora a nuestras letras; desliza  observaciones que obligan a reflexionar sobre lo establecido en la historia de la literatura mexicana. Me explico: si tradicionalmente se acepta que Los hombres del alba (1944), de Efraín Huerta, es el primer libro de la poesía mexicana en donde irrumpe la  ciudad moderna, Felipe recuerda que Óptica cerebral, de Nahui, fue publicado en 1922 y ya había dado paso a la ciudad estridente. No faltará quien hable de calidad, quien diga que el libro de Huerta es uno de los grandes libros de la poesía mexicana. Yo simplemente estoy apuntando un dato que puede modificar la percepción de cómo han evolucionado nuestras letras. Además, puede apreciarse el asunto seriamente ya que Óptica cerebral fue reseñado con entusiasmo por José Gorostiza en México Moderno, el primero de septiembre de 1922.

La vida  le reservó a Nahui el suplicio de enterrar a todos sus conocidos cuyas esquelas fue recortando: Rivera, Orozco y el mismísimo Dr. Atl.  Los funcionarios de Bellas Artes la fueron a buscar y allí estuvo, junto al cadáver del pintor que recibió los honores con una pierna menos. ¡Qué tormento para esta mujer vivir 85 años con plena conciencia de la miseria humana! Tengo que coincidir con Tomás Zuriàn cuando afirma que Nahui escogió la manera de terminar sus días. Se salió de un mundo que la rechazaba y, en la decadencia, ese mismo mundo ya no la dejó entrar. Podía comer opíparamente una vez a la quincena con un cheque miserable, pero el resto de los días debió comer entre menesterosos, en un dispensario de salubridad.