Luis Arturo Ramos: un escritor sin concesiones

Vicente Francisco Torres

En una reciente ponencia, el autor reconoció la trayectoria creativa de un autor mexicano, veracruzano para decirlo de forma más precisa, a quien lectores y críticos no le han brindado la atención que merece. El recuento motiva una aproximación inmediata a sus obras, trátese de novelas, cuentos, ensayos u obras para niños.

19 protagonistas de la literatura mexicana del siglo XX,  libro de ensayos y entrevistas que publicó Emmanuel Carballo en 1965, es una guía imprescindible para entender las líneas más perdurables de las letras nacionales de la pasada centuria. Ateneo de la juventud, Colonialismo, Contemporáneos, Narradores de la Revolución y Posrevolucionarios quedaron, desde entonces, como coordenadas para ubicar, así fuera temporalmente, las directrices de la literatura de nuestro país. Ese libro no sólo es una herramienta de estudio sino un  homenaje a los escritores que,  cuando el libro se publicó, ya tenían  escrito lo más significativo de su obra. Así fue con Alfonso Reyes, José Gorostiza, Martín Luis Guzmán, Carlos Pellicer, Agustìn Yáñez y Salvador Novo, entre ellos. Los escritores jóvenes de entonces, Juan José Arreola, Rosario Castellanos y Carlos Fuentes  muy pronto fueron promesas cumplidas.

El ciclo en el que hoy participamos recupera el espíritu del libro de Carballo, pero lo enmarca en los siglos XX y XXI, tiempo en que se desarrolla la obra de Luis Arturo Ramos. Hoy reconocemos a uno de nuestros protagonistas más destacados pero también  una obra  hecha y derecha, independientemente de los libros que tenga en la computadora o en la cabeza.

¿Y cuál es el trabajo que merece reconocimiento? Según mis cuentas consiste  en 10  novelas, tres libros de cuentos, tres libros destinados a los lectores niños, un libro de crónicas y un volumen ensayístico sobre Juan Vicente Melo, amén del reagrupamiento que han tenido varias de sus narraciones. A esta obra literaria tengo que agregar su  tarea de promotor cultural: Ramos fue director de La Palabra y el Hombre, la célebre revista la Universidad Veracruzana y también director de la editorial de esa casa de estudios en cuya colección Ficción, que Fundara Sergio Galindo, publicaron Juan Carlos Onetti, Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, José Revueltas, Juan García Ponce y un largo etcétera. Tocó a Luis Arturo, como director de la colección Ficción, publicar los primeros libros de cuentos de Severino Salazar y Enrique  Serna. Nos es ocioso recordar que Las aguas derramadas y Amores de segunda mano son  dos de los mejores libros de cuentos que produjo la literatura mexicana a finales del siglo pasado.

Desde hace varios lustros, Luis Arturo fue a trabajar en la Universidad de El Paso, Texas, en donde ha animado la Revista Mexicana de Literatura Contemporánea y un congreso sobre la misma,  que ha reunido las más diversas corrientes de pensamiento artístico y académico.

Si numéricamente estamos ante una obra literaria consolidada, lo más importante es hablar de la calidad de sus libros, que son valorados por  lectores exigentes, que no transigen con los best sellers ni con las medianías que siempre asisten a las ferias del libro nacionales e internacionales. A menudo me he preguntado qué pensarán en otros  países que siempre reciben a los mismos autores con sus propuestas medianas. Y me respondo que no piensan nada porque llevan a los que escuchan nombrar a menudo pero no los han leído. Aquì se cumple el adagio de que sus críticos más feroces son sus lectores.

Cuando Ramos ya había publicado  Violeta-Perú (1979)  Intramuros (1983) y Los viejos asesinos (1981) escuché a Marco Antonio Campos  referirse a él como un escritor para escritores, dueño de una prosa sin concesiones y con propuestas narrativas complejas. Al aparecer sus libros para niños la nueva imagen causó extrañeza porque su escritura, siempre rigurosa y con exigencias para el lector, se proponía enganchar a pequeños  dispuestos a hacer un esfuerzo de comprensión. Sus libros para niños pronto se vieron acompañados por algunos ensayos que reflexionaban sobre la llamada literatura infantil y por ellos supimos que el autor aspiraba a escribir no sólo textos artísticos, sino  se había propuesto el rechazo a las historias ñoñas llenas de diminutivos. Sus libros  querían crear  conciencia ecològica pero también aspiraban a un incremento de vocabulario y a propiciar la reflexión.

Una de sus novelas, Mickey y sus amigos (2010), es fruto de su experiencia en  Estados Unidos y la que más señalamientos sociales hace sobre la vida de los migrantes que llenan las botargas de Disneylandia. Su único libro de crónicas,  Crónicas desde el país vecino (1998), es también producto de lo vivido en la cultura norteamericana. La novela es un tanto dolorosa por la condición de sus personajes, pero las crónicas vuelven a la sobriedad, salpimentada con algunos guiños humorísticos. 

Los recursos del relato policial siempre le fueron útiles desde sus primeras obras. Así lo muestran los cuentos de Los viejos asesinos (1981) y la novela Este era un gato (1988). Con el paso del tiempo y de los libros estos recursos se fueron depurando hasta llegar a las dos  novelas más recientes, Ricochet  o los derechos de autor (2007) y De puño y letra (2015). Esta última es una verdadera novela policial que recurre también a la parodia, otro de sus recursos caros y que vimos desde La mujer que quiso ser Dios (2000). De puño y letra  borda sobre el robo de un manuscrito pero también hay  un crimen; todo enmarcado en la atmósfera cultural que generó Octavio Paz, nombre que nunca aparece en la novela pero que todos identificamos, lo mismo que a las personas que giraban a su alrededor como satélites. A ese lector que le intriga la figura de Octavio Paz y sus acólitos le recuerdo que ya teníamos una novela, también policial, que usaba a Paz como personajes. Se llama Fisuras en el continente literario (2006) y trata del secuestro de Octavio Paz. La escribió Federico Vite.

Guardo en mi memoria los años de formación de Luis Arturo porque me llamaba la atención el magisterio primero  y la camaradería, después,  que sobre él ejercían Sergio Galindo y Juan Vicente Melo. Hay incluso una foto en la que aparecen los tres como muestra de dos generaciones de veracruzanos que hicieron excelente literatura. Sergio Galindo pesó por la cantidad de novelas y cuentos, por sus relatos alados y por sus personajes entrañables, pero Juan Vicente Melo por la sobriedad de su prosa, misma que caracterizó casi toda la narrativa de Ramos anterior a sus tres novelas más recientes. Esta empatía fue la que llevó a Ramos a escribir Melomanías (1990) su  único volumen ensayístico publicado y que siempre me dio la impresión de que buscaba descifrar la técnica prosística de Melo porque era, pienso, como mirar en el espejo su propia manera de narrar.

Esta evocación recuerda que Melo y Galindo, a pesar de la calidad de sus libros, no son los más conocidos de su generación, la del medio Siglo, en donde tendríamos que incluir a Emilio Carballido, otro excelente narrador  poco frecuentado. 

La obra de Luis Arturo Ramos forma parte ya de lo mejor de nuestra literatura y, aunque no publicara un libro más (ojalá me equivoque), aunque la fama no lo alcance, tiene asegurado un sitio entre los más destacados protagonistas de la literatura mexicana de los siglos XX y XXI.

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