Cuestión de Piel

Samuel Máynez Champion

Este texto confirma una veta narrativa inédita –mélange de música, veracidad y ficción- que resulta deleitosa, igual que reveladora. Lo más valioso son los hitos en la historia de la música mexicana que el autor comparte con sus lectores.

Hubo una vez un pianista tan prodigioso que las opiniones de todos aquellos que lograron escucharlo coincidieron en que su desagraciada persona era la manifestación bizarra de un espíritu superior. Inauditas para la mayoría, sus proezas no podían explicarse sin atribuirlas a una intercesión divina o a una fuerza equívoca de la naturaleza. Además de componer en pleno escenario y de hacer acrobacias como voltearle la espalda al teclado para ejecutar con las manos invertidas trozos enteros de música, el pianista tenía una memoria que desafiaba a la razón. Era capaz de reproducir cualquier obra, por larga que fuera, con escucharla una sola vez y a petición popular le agregaba los bajos a cualquier melodía al tiempo que iba oyéndola para después improvisar variaciones sobre la misma. Conformado por millones de notas en secuencias horizontales y bloques verticales, su repertorio superaba las 7 mil composiciones. Frente a semejantes portentos el arrobo de los espectadores estaba garantizado; y las ganancias materiales también, sobretodo éstas.

Sin embargo, el pianista a quien llamaremos por su nombre de pila incurría en manías extrañas. Antes de cada concierto Tom se escondía y juraba que no saldría a tocar. La estratagema que empleaba su apoderado para disuadirlo era ofrecerle caramelos y asegurarle que nadie se burlaría de su desangelado aspecto. Una vez disuadido recibía aquellas palmaditas en la espalda que siempre lo habían reconciliado con su condición existencial. Las excentricidades se amplificaban sobre el palco escénico: Al concluir sus ejecuciones, Tom se aplaudía a sí mismo aún con mayor vehemencia que el más entusiasta de sus admiradores. Otras veces terminaba de tocar y se tapaba los oídos como si los aplausos de terceros le perforaran la conciencia. También su andadura denotaba un claro desequilibrio emocional. 

Podría decirse que su voluminosa figura era suficiente para que el espectáculo fuera irrepetible; de hecho, Tom se bastaba a si mismo y rara vez compartió el escenario. Durante sus conciertos podía interrumpirse para hablar solo ‒o con algún alma errante‒ o para deletrear palabras incomprensibles. Los que asistían por vez primera a alguna de sus presentaciones se quedaban con una impresión agridulce; los que ya habían catado al fenómeno habrían de regresar, pues aparte de las perplejidades que suscitaba su aspecto, la sonoridad que aquel ser viviente le arrancaba al piano era esencia de hermosos mundos imaginarios. 

Cuando Tom pisó Paris, Daniel Auber ‒el director del conservatorio parisimo‒ quiso desenmascarar su charlatanería, ya que le resultaba inconcebible que un individuo con esas características físicas pudiera venderse como un gran músico. Con un auditorio repleto Auber se sentó al teclado para que el probable embaucador escuchara su última creación. Nadie lograría repetirla con una sola audición y era imposible que alguien la conociera de antemano. Para regocijo de los presentes el supuesto charlatán hizo acopio de concentración y repitió una a una de las notas de la obra del señor director, incluso imitó con maestría los desajustes rítmicos y el toque disparejo del viejo maestro. Sometido a pruebas semejantes Tom invariablemente reconfirmaba sus extraordinarias dotes para que su apoderado incrementara sus ganancias. Para esa gira europea se le había impuesto el nombre de François Sexalise por ser más eufónico, por ende más comerciable…1

Los recitales de Tom incluían composiciones suyas en alternancia con el repertorio habitual de la época, es decir, alguna sonata, un par de estudios de alto virtuosismo y obras pequeñas como mazurcas y galops de los autores en boga. Hubo jornadas en que llegó a tocar cuatro conciertos de fila. En una nota aparecida en un periódico de San Francisco un hombre de letras escribió: “Juega como si fuera un autócrata con las emociones de sus oyentes; con las piezas de bravura las barre como una tempestad para mecerlas de nuevo con tonadas tan apacibles como aquellas que escuchamos en sueños… En ciertos pasajes se lanzó en estrambóticas imitaciones de arpas y violines desafinados, en otros simuló el quejumbroso resollar de las gaitas para convertir al extasiado silencio en tormentas de risas…” 2

Debemos señalar otra de sus señas particulares: Tom nació ciego y tuvo que atravesar el umbral del reino de los sonidos sin ayuda de nadie. De ahí que su caminar fuera incierto y que su desarrollo musical se hubiera cimentado sobre sus colosales facultades auditivas. Nunca asistió a la escuela y al ser interrogado sobre su aprendizaje respondía que sus maestros habían sido Dios y sus criaturas. El viento, la lluvia y los pájaros le habían enseñado a construir melodías. 3

En los cartelones publicitarios se le mencionaba simplemente como Blind Tom; aunque también se le conoció como Tom Bethune y al final de su vida como Thomas Wiggings. ¿Quién era este personaje que recibió vejaciones de esa humanidad que juzga la apariencia y condena lo que no entiende? ¿Cuál fue la causa de sus trastornos de personalidad? Las respuestas recaen sobre el enigmático apoderado.

Para desvelarlas es necesario trasladarnos a la Ciudad de México en el año de 1847. Sobre un costado de catedral algunos soldados norteamericanos practican tiro al blanco sobre la Piedra del Sol mexica que ahí reposa. Uno de ellos se llama James Bethune quien dice ser coronel. Horas antes el militar ayudó a izar la bandera yankee sobre Palacio Nacional. Día glorioso para la Patria. Convertido en héroe, Bethune regresa a su plantación de tabaco en el estado de Georgia para dedicarse con el espíritu enhiesto a la expansión de su fortuna. Si quería realmente alcanzar cifras respetables le ocurría más mano de obra de aquella que se subasta en las plazas. Con la suerte en su cenit acierta en elegir a una pareja que bien vale su peso en dólares. Él se ve tan manso como fornido, y si no lo fuera para eso está el látigo. Ella acaba de dar a luz a un bulto de carne que además nació ciego. En un acto de benevolencia el negrero le dice al coronel que sería inhumano separar a la criatura de su madre y opta por regalarle esos kilos de más en la compra. Al fin y al cabo de ese bebé negro no podía salir nada bueno…   


Notas-.

1 Ver el frontispicio de la partitura adjunta.

2 Se trata de Mark Twain quien firmó la nota en 1869.

3 Se recomienda la audición de su nocturno para piano Rêve charmante y de su vals de concierto Wellenklänge (La voz de las olas)