Pablo Gálvez
Ve por tu futuro
El ejecutor de una empresa atroz
debe imaginar que ya la ha cumplido,
debe imponerse un porvenir que sea
irrevocable como el pasado.
J. L. B.
Yo amo con el hígado, le dijiste; al corazón le dio cirrosis. Ella —menudita y esbelta, de diecimuchos o veintipocos— se rio como si oyera un chiste, como si estuvieran sobrios y no fueran las tres de la mañana; como si no supiera que iban a terminar revolcándose justo ahí, en el jardín, y no sospechara desde los primeros besos mordelones que te gustaba jugar rudo, y que tras resistirse algunos minutos colmaría tu paciencia y acabarías por someterla entre la hierba; por desgarrar su blusa, arrancarle las pantaletas y penetrarla a tus anchas: camino al paraíso todo es lo tierno de esas tetas, la firmeza bien torneada de los muslos, el olor a hembra en brama que impregna la madrugada, que baña con su rocío el pasto, y tú, y tú… llegaste. Veías ese rostro desencajado por el gozo, gimiente; ebrio ahora de lujuria saciada, te regodeaste en los gritos, sin reparar en que terminarían por escucharse más que la música, y fue entonces que la fiesta se convirtió en un calvario, porque vino su hermano y salpicó los arriates con tu sangre, te tumbó tres dientes, te quebró dos costillas y te dejó tan maltrecho que no pudiste caminar por semanas.
Tuviste que conseguir médico y abogado: el uno te prescribía tortuosos tratamientos, presupuestos de piezas dentales; el otro te azuzaba a contrademandar, alegando que podía probarse que fue consensual, y que el energúmeno ése había sido el verdadero agresor; te extendieron un estimado de sus honorarios: no podías pagar ninguno. Como siempre, cada que el mundo te rebasaba, mejor te pusiste a beber. El arraigo domiciliario fue una burla más que otra cosa: te era por completo imposible huir. Mientras sanabas, única razón por la que no te arrestaron, seguías con las ascuas de la espera: más que la fecha del juicio, dabas ya por sentada tu condena, y podías oír el culpable del tribunal a coro. Te sentías inerme totalmente; en un limbo de zozobra, en el purgatorio.
Pasaron dos meses y su hermano vino a verte. Temeroso, le ofreciste tu última cerveza. El mocetón ni se molestó en rechazarla; te lo soltó en seco: está embarazada; cásate con ella y te retiramos los cargos. Te atragantaste con el sorbo que tenías en el cogote y sin querer le escupiste unas gotas en la mejilla. Si dices que no, hizo tronar sus nudillos como final de la frase. Resultó que ella era la hija de una familia pudiente, de perfil público, político; una que no podía permitirse un escándalo. Borracho, con terror de que esta vez fueran la quijada y el costillar enteros y, sobre todo, con la perspectiva milagrosa de que tus huesos no irían a dar a la cárcel, accediste sin reparos.
A la voz de acepto, te alcanzó el futuro; ni lo viste venir, te cayó encima como jauría de un solo cancerbero, y de repente ya estabas en el infierno. El momentáneo alivio de no haber ido a prisión se extinguió en el acto; te fulminó la certeza de que, después de todo, no pudiste conservar tu libertad. El presente nunca fue tan tenso y pesado como este ahora frente el altar: el pasado realmente había caducado, te abandonó para siempre y supiste justo entonces que las cosas no volverían a ser lo que fueron hasta ayer. Ella, en su ajuar blanco abultado por el vientre, le sonreía nerviosa a su parentela y evadía tu mirada, como adivinando lo que pensabas: que ésa que en aquella noche beoda te pareciera la muchacha más guapa del mundo, era desde ya una Moira aborrecible. Tras descarnarte a dentelladas, el futuro volvió a huir más allá de tu vista con la sentencia del cura: hasta que la muerte los separe.
* * *
Desde luego, tú no querías casarte con ese adefesio alcohólico y chimuelo que te ultrajó. No: no te amo y nunca podría hacerlo, anhelaste responder. Sí, dijiste; acepto, tuviste que pronunciar.
Esa maldita fiesta acabó por sellar tu triste destino, puso el último clavo de tu ataúd (“matrimonio y mortaja…”, pensaste): esto de ahora ya no podía llamarse vida. Un mal chiste, eso era. Sólo querías sentirte como una muchacha normal, salir a divertirte y olvidar por una noche las cuitas de cada día. Liberarte: no ser más una muñequita de porcelana, la niña mimada y sobreprotegida. Y qué pasó: nada más confirmaste que todos los hombres son la misma porquería. Que tú no eras, a sus ojos, sino un vil trozo de carne, jamás una persona. Te ilusionaste en exceso al recibir la invitación: te llevó horas ante el espejo retocar el peinado, aplicar colorete, plisar cada flanco de tu vestido nuevo. Tan acicalada y bonita, tanto esmero para sentir como un baldazo de agua helada, cuando al despedirte de tus padres, te anunciaron que sólo saldrías si tu hermano te acompañaba; al parecer estabas condenada a cargar siempre con ese lastre. Aunque esta vez iría para protegerte de hostigamientos, y no como el acosador que era.
Al final, en efecto te rescató de las zarpas del idiota con que ahora te obligaba a casarte: llegó furioso en tu auxilio, mientras él, tu reciente esposo, se daba gusto entre tus piernas, como él, tu hermano, lo hiciera muchas otras veces desde que empezaste a embarnecer. Le rompió la cara, la madre entera esa noche; la multitud los rodeaba, sin intervenir, y tú sólo extendías los girones de tu vestido pringado de semen y pasto, tratando de arropar tu magullado cuerpo, cubierto de saliva etílica.
Se armó la grande en casa: tu madre lloraba inconsolable, y el viejo, lleno de rabia, movía sus contactos para proceder con tanta contundencia como discreción. Estaban muy orgullosos de su hijito; sin embargo, también previeron la posibilidad de una contrademanda, y que enfrentar un proceso sería desfavorable para la imagen del funcionario. El severo castigo no fue nada comparado con la humillación; te seguías sintiendo sucia, sin importar cuántos baños tomaras. No obstante, dos días después empezaste a menstruar, aliviada. Y, semanas más tarde, cuando comenzabas a olvidar, a superarlo, vino aquél; se metió en tu cuarto para otra noche de incesto, en tu cuerpo para cortar ahora sí tu periodo, y hacerte revivir el incidente con su palma en tu boca, mientras jadeaba cuánto te quería, lo buena que estabas, y una vez que terminó, se puso a mascullarte disculpas: que los anabólicos y esteroides, que lo enloquecían las hormonas, que el ejercicio no bastaba para calmarlo. Luego te abofeteó, ¡por provocarme!, midiendo su fuerza: no quería dejar marca.
Y tras confirmar el embarazo con una prueba casera, ni tardo ni perezoso, decidió cuál sería tu futuro, la manera de conservar a salvo el suyo, y se lanzó a la caza de aquel imberbe chivo expiatorio que, ahora, tenía su mano sudorosa atada a la tuya; frente el altar y ante ti, ensombrecía el semblante, como a fuerza de bisbisear ese funesto acepto. Un beso mustio clausuró la ceremonia.
***
En la recepción ni siquiera te apetecerá beber; muy pocos invitados del lado del novio y nada que celebrar. Aun así, comenzarás a empinar el codo, y nada: tu adorado alcohol, el único y real amor de tu vida, te fallará; por eso, automáticamente sentirás que ésta, tu vida, te abandona también; que ya no te pertenece. Si bien arrepentirte a estas alturas es más que imbécil, no podrás evitarlo. Siempre te dijeron: ve por tu futuro; estudia, consíguete un buen empleo, no desperdicies así tu tiempo. Preferiste huir de casa, desfalcar a tus padres para dedicarte a la juerga ininterrumpida, cuyo espinoso porvenir te prometía mil aventuras y nunca madurar, ni mucho menos sentar cabeza; vivir “forever young”. Hubo muy buenos momentos, eso no se puede negar; sin embargo, la suerte cobró su factura esa madrugada, cuando acabaste violando a la mujer con quien estarás condenado a compartir mesa y cobijas de hoy en adelante. Todo por haber sido invitado a esa condenada fiesta, por ponerte hasta la madre y abusar de esa muchachilla loca, cuando todo hubiera podido ser tan plácido y consensual. Hubiera.
Habrás de sonreír y condescender a cada abrazo, de agradecer hipócritamente todas las felicitaciones que los extraños te prodiguen; de clavar la mirada en lo que tengas más a la mano cuando tus suegros, y sobre todo tu cuñado, se aproximen; de contribuir, dócil, a la farsa encubridora que se empeñan en representar, con tal de que no te refundan en la cárcel, de que ese mastodonte no vuelva a ponerte la mano encima; de que, con suerte, ahora como miembro de la familia, pagarán tus facturas dentales; todo por aparentar normalidad y dicha, por mantener la reputación intacta. Habrás, a cambio, de darle nombre, techo, educación y lo demás al hijo que, en realidad —aunque nunca sabrás eso—, no le diste existencia.
***
Más bien será, para ti, como aquella vez cuando viste cómo arrollaban a tu gato: desde la ventana de tu alcoba, le gritaste al hombre del camión que por favor frenara; al felino que corriera, pero se quedó ahí, pasmado a media calle. Y enseguida, ese maullido horrísono, reventando; ya no había gato, sino un manchón sanguinolento e hirsuto. Y luego vino tu hermano, para aplacar tu histeria, a consolarte; resollaste contra su pecho y él se azoró con los tuyos, florecientes; pasó de lo encandilado a lo fogoso en un santiamén, y antes de que supieras qué ocurría, ya estabas tendida sobre tu cama, con él encima. Y entonces no fue dolor anímico sino físico, no ya por tu mascota sino por ti misma, no por la mancha roja en el asfalto sino por la de tu colcha, todavía estampada con motivos de tu caricatura favorita. Y una vez consumado el acto, él, que era el encargado de cuidarte mientras sus padres salían a procurarles un buen futuro, se deshacía en disculpas y excusas, para de inmediato amenazarte de muerte si se te ocurría decir una palabra al respecto.
El peor día de tu corta vida, la inauguración de tu fatalidad. Siguieron muchos similares, si bien ninguno tan amargo como aquel; enclaustrada, sin escapatoria, aguantándolo. Y ahora, con el parto en puerta, con ese zafio borracho por marido, la realidad se te antoja mucho más atroz que la pesadilla de ese día, la que aún te hace despertar a veces, ahogándote con tu llanto acallado. Víctima perpetua. Tu pasado parece cíclico. Tuviste la fugaz esperanza de que algo cambiaría, de que “no hay mal que dure cien años, que por bien no venga”. Y no: lo mismo, empeorando. Estancada en el presente, sin más qué ver, a dónde huir.
Será, pues, tu vida siempre así. Una mancha en el pavimento, en la cama, en el espejo. De todas las vidas de mierda que hay, pensarás, por qué tenía que tocarme ésta.
***
Andarás a ciegas, sin moverte. Un porvenir carente de alcohol te partirá el hígado; con la sobriedad (y la obligación de la criatura) a cuestas, tendrás el espíritu quebrantado antes de percatarte; será como anticipar la vejez, peor que ayunar aire. Hasta te habituarás al síndrome de abstinencia: la sensación de sudar hielo entre temblores y vértigo; ocasionales convulsiones al pasar delante de un bar. Ni siquiera habrá sexo; dormirán dándose la espalda. Tu esposa te lo prohibirá todo, amparada en amenazas. Del precario sueldo que obtendrás como “asistente” de tu suegro, ella no te dejará un solo centavo, alegando que es para nuestro bebé, cuando de sobra saben que nada le faltará gracias a sus abuelos. Fantasearás con matarla, cada vez más a menudo. Dada la prospectiva, la cárcel y la golpiza ya no te parecerán tan terribles: habrías sanado y vuelto a las calles algún día; esta condena sí es perpetua, pensarás luego de un par de semanas fingiendo que la quieres, que son una familia. Preferirás estar en una celda: ahí por lo menos cabría la posibilidad de contrabandear una cerveza; de que, si las cosas se pusieran la mitad de insoportables que ahora, podrías ponerte ese nudo gutural en torno al cuello, en vez de la maldita corbata para ir diariamente a que el viejo te mangonee. Gozarías de esa libertad.
La vida carecerá por completo de sentido. Nada más que remordimientos y nostalgias, la vista fija en el pasado. Y en un instante cualquiera llegará a ti, como una epifanía. Sólo verás esa salida; te afanarás en ir por ella. Ve por tu futuro: la frasecilla insulsa cobrará un nuevo sentido para ti, una dimensión desmesurada. Deja de contemplarlo desde tan lejos y tómalo: es cosa de que vayas por él, no de que lo veas. Y luego, aquella otra sentencia vendrá a tu mente: hasta que la muerte los separe.
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En la casa nueva, gracias a su repelente compañía, te sorprenderás extrañando el hogar paterno y, más increíble aún, al patán de tu hermano. El padre de tu hijo. No querrás ese bebé en absoluto: te repugna la idea de parirlo, lo cual redunda en un desprecio hacia ti misma. Resultará que el mañana que tanto anhelabas, para escapar de tu reclusión incestuosa, nada tendrá de redención. Odiarás a tu marido casi tanto como a ti misma; fastidiarlo de sol a sol será lo único que te dé un poco de gusto. La vida conyugal te sienta pésimo; es casi peor que… “Nadie sabe lo que tiene hasta que…”; cómo es posible, te preguntarás a cada rato, acostumbrarse a la resignación, o resignarse ante la costumbre.
Además, el feto crecerá a un ritmo alarmante; estarás convencida de que son gemelos, antes del quinto mes. El ultrasonido lo desmentirá: un solo bebé, de peso y tamaño considerables; el médico ordenará extremar precauciones, sobre todo, tomando en cuenta la complexión materna, se trata de un embarazo de alto riesgo. Demasiados cambios, todo muy abrupto; decepcionante y terrorífico. Ojalá se pudiera volver atrás, que las cosas retomaran su sitio, desearás, sin verdadera convicción en el fondo, pues te asfixiará la certeza de que ya es muy tarde. Pese a tu mejor disposición para enfrentar el lúgubre panorama, tendrás que reconocer que el fuerte siempre ha sido tu hermano; que lo necesitas más de lo que te gustaría admitir.
La primera vez llamarás a casa como si fuera algo casual, sólo para saludar; conseguirás colgar antes de que se te quiebre la voz. La segunda y las demás, cuando conteste tu madre la despacharás con un te quiero protocolario, y le pedirás que te comunique con él, y al poner el auricular contra su oreja diciéndote hola, romperás en sollozos y gritos que espetándole que todo es su culpa; que ya no aguantas un segundo más, porque ese maldito imbécil con quien te obligó a matrimoniarte es un auténtico asno que te saca de quicio por todo; que más que un bebé te nacerá un monstruo, y que tantas hormonas te tienen los nervios crispados, el humor de perros; que te sientes el fondo de una depresión de la que ya ni siquiera estás segura de querer salir. Que te ayude. Lo oirás callar, solamente escuchará en silencio. Y al final repondrá con desgana que sí, que está bien, que te calmes… lo odiarás más que nunca, que a nadie. Tardará más de un mes y una docena de llamadas en venir.
***
¡Vamos, pues!, te dirás a media voz esa mañana, ya con todo listo; las pistas falsas sembradas y el plan repasado hasta el cansancio: fingirías tu muerte, procurando inculparla y hundir así a toda su aberrante familia; causarás una avería en los frenos, y el coche que tu suegro te ha prestado para que lleves a su hija al hospital, acabará en el fondo de un barranco, a mitad de la nada. Nunca hallarán tu cuerpo. Volverás a ser libre y ella acabará tras las rejas. Y si algo fallara, te daría igual: morirte de verdad o que tus parientes políticos quedaran sin castigo era irrelevante.
Harás la rutina ordinaria, cual si fuese un día común de los corrientes, como si de verdad hubieras asumido ya tu papel de esposo y futuro padre abnegado. Y entonces, mientras ella y tú desayunan sin cruzar palabra, sonará el timbre de la puerta. Qué sorpresa: el bruto de su hermano ahí plantado, con aire conciliador y, sobre todo, con un paquete de cervezas bajo el brazo. Te extenderá una, pidiendo hablar contigo a solas. Ella no necesitará oír otra cosa, enseguida saldrá a dar un paseo. El primer trago bastará para que quieras echar por los suelos tus maquinaciones, posponerlas.
Apenas se haya marchado, él te pondrá al tanto del motivo de su visita: te confesará acerca de las llamadas, todo lo que ella le ha dicho; querrá entonces que le provoques un accidente, nada muy grave, que la haga perder al bebé —ingéniatelas, dirá—, para que luego se divorcien con ese pretexto, y por fin te alejes de ellos definitivamente. La muerte que los separaría. Te ofrecerá una oportunidad de resarcir el error, de zanjar el daño y recuperar sus vidas. Sé que lo harás bien, y más te vale porque no tienes opción; ¡salud! Brindarás sin contestar, porque sí, claro que habrá opción: nadie tendrá que morir de verdad, sólo tú fingirás tu propio deceso, otra farsa a representar. Y obtendrás tu venganza. Así es que no, contestarás; no haré nada de lo que dices… se lo diré a ella…
Sin más, su puño te cerrará los ojos; te inmovilizará su antebrazo en tu cuello, tu espalda contra el muro. El pasado retornará; el futuro volverá a enseñar los dientes. Lo único que podrás hacer será encararlo con aplomo: aún aferrarás la botella de cerveza en tu mano; se la sorrajarás en el rostro y luego, como por inercia, le clavarás en la tráquea la flor de vidrios que empuñas.
Te lo buscaste, le murmurarás afónico, con una sonrisa falta de tres dientes, mientras él se desvanece y salpica todo de sangre. En lugar de contemplarlo agonizar, correrás a la habitación, sólo para cambiarte los zapatos mal ahormados por tus tenis viejos y rotos; para quitarte la corbata. Al final no fuiste por tu futuro: él vino por ti.
***
Cuando vuelvas a la casa, desde la esquina, lo verás salir a toda prisa, con una cerveza en cada mano. Huirá en dirección opuesta a la tuya; no abordó el coche, notarás, qué raro. Un mal presentimiento te hará apretar el paso, tanto como te lo permite tu descomunal barriga. Apenas abras la puerta, lo verás enredado con el cable del teléfono, sin poder articular palabra; con una mano en el cuello y la otra extendiéndote el auricular pegajoso de sangre. La conmoción dará paso al sosiego con increíble rapidez; la respuesta improvisada que saltará de tus labios parecerá fría y metódicamente ensayada: disculpe, señorita, mi niño descolgó el teléfono y marcó por error, no hay ninguna emergencia. Y colgarás; arrancarás la conexión de la pared.
“La burra no era arisca…”; si me implico con la policía y los forenses, esto será cuento de nunca acabar, pensarás mientras retrocedes hasta el sofá para contemplar mejor cómo se arrastra y palidece, embadurnando sangre en la moqueta, y vendrá a tu mente aquel viejo recuerdo del gato, y no podrás evitar una sonrisa ante la certeza de que el pasado con tu hermano y el presente con tu esposo están clausurados: que tienes luz verde y carta blanca para hacer lo que quieras; que por fin… un cólico agudísimo te hará aullar como nunca, sentirás claramente que te desangras por dentro. Tengo que llegar al hospital; qué bien que ese imbécil no se llevó el coche, pensarás, al tiempo que te encaminas lo más rápido que puedes al vehículo, donde tu breve futuro ya te espera, te ha esperado desde siempre.