Leandro Arellano
Asiduo identificador de temas para su escritura, siempre ágil y esclarecedora, Leandro Arellano elige esta ocasión el astro nocturno para mostrarnos su efecto inspirador.
¿Quién no mantiene una relación personal, íntima y callada, con los astros? Cada uno, a su manera, la atesora y la cultiva. El sol, la luna, las estrellas, todo ente que puebla el firmamento ha dado pretexto al ser humano -desde tiempos ancestrales- para encaminar su fe y confiarle sus temores y lealtades, de mostrar sus ilusiones y fracasos, sus intuiciones y creencias y, en fin, para confiarle sus ansias y cuidados.
La vida tiene misteriosos contrapesos y desquites. Una dichosa sensación nos arrebata cuando descubrimos a los seres dotados de la gracia para conversar con las estrellas.
Acaso por la vecindad y cercanía, por su ubicación allí nomás arribita de nosotros, la luna ha sido y es objeto de las formas más variadas de alabanza entre los pueblos. Figura en todas las mitologías como una divinidad -masculina o femenina- y es venerada como el símbolo de luz en la espesura de la noche.
Los grupos humanos de todas partes la han festejado y cada mitología la bautizó con nombre propio: hebreos, carios, frigios, indios, fenicios y otros pueblos de Asia Menor, igual que romanos, escandinavos, incas, mayas, aztecas… Los antiguos mexicanos la asociaban con varias deidades y con un caudal de elementos y fenómenos naturales.
Desde temprano fue adorada por los griegos y loada por sus poetas. Abundan los mitos y leyendas sobre su potestad y su embeleso. ¿No cayó a un pozo el filósofo Tales por ir mirando las estrellas? La llamaron Selene o Mené y su paternidad fue atribuida a los titanes Hiperión y Tea. Igual que los griegos, los poetas latinos la veneraron indistintamente como Luna o Febe.
En el Noreste de Asia la significación, el respeto e intimidad en el trato con la luna son permanentes y comunes. La cortejan como a algo más que una realidad poética. El calendario chino –al que se atienen también otras naciones vecinas- es regido por el movimiento lunar. El volumen de fábulas y leyendas con ese astro como protagonista o deidad es inagotable.
¿Y quién, por más ajeno o alejado que se ufane, no ha forjado o guarda en la mente o en la fantasía –bien que parezca una extravagancia- su propia imagen o concepción de esa estrella? “A mí, por ejemplo -nos refiere un amigo médico, con metáfora un tanto caprichosa-, me da la impresión de ser un queso redondo y gigantesco en cuyo interior un oso sentado medita en cómo salir del cautiverio en que se encuentra”.
Montada en el espacio sideral va descubriendo cada noche sus facetas: cuando se llena, cuando adelgaza, cuando ilumina a medias, cuando se encierra en ella misma. Su influjo magnético sobre determinados cuerpos es real, pero no lo son todos esos designios esotéricos que le atribuyen la superstición y la hechicería.
Astro discreto y silencioso que nos alumbra y reconforta cada noche, su cara es iluminada por el sol desde las partes del globo que ya no son tocadas por sus rayos. Satélite de la tierra, su constitución se compone de elementos como silicio, oxígeno, aluminio, calcio, hierro, magnesio, titanio, sodio, potasio y algunos más.
Con la imaginación poderosa de Julio Verne el hombre viajó a la luna el siglo diecinueve. Se sucedieron desde entonces un sinfín de tentativas y viajes –reales e imaginarios- en pos de su conquista, hasta que la hazaña real, el alunizaje, fue consumado en julio de 1969 –medio siglo ha transcurrido ya- por un equipo de astronautas de Estados Unidos.
Transmisora de paz y de quietud, un halo sentimental la envuelve. Acaso porque está asociada con la noche y a la noche pertenecen los misterios y las cosas del amor. Con plegarias, los enamorados se acogen a su advocación y abrigo y la Luna de miel encamina el sendero de los recién casados. Entre nosotros, la población la elogia mediante un caudal de vistosas ceremonias y tributos, tales como algunos sentidísimos boleros. Luz de luna, Luna de octubre, Celos de luna son tres ejemplos que asoman al recuerdo mientras redactamos este texto y colman el ejemplo de su arraigo popular.
Es inevitable anotar que es invocada por creadores y artistas de todos los oficios y procedencias; que magnos compositores se inspiran en ella y le ofrendan algunas de sus más hondas creaciones; igual que ocurre con el historial de las artes plásticas, cuya puerta eludimos tocar porque tornaría esta nota inacabable.
Pero es ineludible una cita con la literatura, son demasiados los autores que la han agasajado. Para los poetas -en todos los rumbos y tendencias- la luna ha constituido una referencia poética, desde el despertar de la humanidad. Uno entre ellos, en los albores del siglo pasado y desde Buenos Aires, proveyó a la vasta literatura en español de un poemario vanguardista y precursor, celebratorio de la luna y sus contornos.
Con Lunario sentimental (1909) Leopoldo Lugones ensayó mil y una posibilidades metafóricas inspiradas en la luna. Fue un extraordinario gimnasta verbal, anota Enrique Anderson Imbert (Historia de la literatura hispanoamericana). Abonó el patrimonio de nuestra lengua y nuestras letras.
Confiado, agradecido y juguetón, el enorme poeta irrumpe así en la leyenda con su Himno a la luna:
Luna, quiero cantarte,
¡Oh ilustre anciana de las mitologías!
Con todas las fuerzas de mi arte.
Y canta a la Luna maligna, a la Luna ciudadana, a la Luna bohemia, a la Luna crepuscular, a la Luna de los amores… Al discurrir sobre nuestro individualismo, Borges señala –Otras inquisiciones– que en el primer siglo de nuestra era, Plutarco se burló de quienes declaraban que la luna de Atenas era mejor que la luna de Corinto.
Asumido el argumento individualista nada nos impide seguir adelante y declarar nuestra intención,
que anhela una hazaña más modesta y recatada. Aspira a cortejar a la luna que se despliega refulgente cada noche en las serranías de Guanajuato, un sitio nada cerca geográficamente a Atenas o a Corinto.
Allí, agotados los contornos de la tarde y al abrigo del silencio ensombrecido de las horas, nos apartamos a invocarla. Nos acercamos quietamente, despojados ya de apremios terrenales. Hay que sobreponerse a la emoción, a fin de no perder el tono medio, ante el temor de que alguna deidad en el cielo se despierte.
CDMX, junio de 2019
Guanajuato, Mexico, 1952. Diplomático en retiro desde 2016. Es autor de los libros Guerra privada (Verbum, 2007); Los pasos del cielo, Ediciones del Ermitaño, 2008); Paisaje oriental, Editorial Delgado, 2012); Las horas situadas (Monte Ávila Editores, 2015). Ha traducido cuentos de Raymond Carver, John Cheever, W. Somerset Maugham y Guy de Maupassant. Fue colaborador de La Jornada Semanal y actualmente participa en la revista ADE (Asociación de Escritores Diplomáticos).