Leandro Arellano
De la pléyade de grupos que emergieron durante la denominada “década prodigiosa” una banda inglesa que surgió en 1967 cobró singular importancia debido a su innovador sonido, lo mismo psicodélico que progresivo. De eso no habla el autor en esta remembranza sonora.
Hondos recuerdos de fugaces días…
A veces aparecen en la memoria sonidos, ritmos o tonadas que nos escoltan con persistencia. Aun contra nuestra voluntad. Van liadas a la mente y a nuestras sensaciones con obstinación, como reliquias de experiencias amadas que en algún momento fueron. ¿Pertenecen a lo que la psicología llama asociación de imágenes? Un día en la vida, La casa del sol naciente; Alto, más alto; Juntos esta noche; No hay leche hoy; La señora Robinson; Enciende mi fuego; Como piedra rodante y muchas otras, son rolas ligadas a vivencias y recuerdos arraigados.
El rock resonó en el planeta y vivió su apogeo en la década de los sesenta, el siglo pasado. A los nacidos en la posguerra nos acompañó de la mano. Crecimos y nos formamos con esa música que conmovió a la sociedad entera y revolucionó todo o casi todo. Se trataba de una invención, de un nuevo género artístico ruidoso e iconoclasta, a la vez que de una irreverente manifestación cultural montada en el flujo de la música culta pero colmada de elementos propios y de mezclas, resonancias y acordes de la popular.
Abanderaba el rock el carácter libertario de la juventud de todas partes y de todos los estratos sociales. No es retórico decir que no importaban lengua, raza o religión. Significaba también una forma de reconocimiento, una suerte de credencial que amparaba una sensibilidad renovada y envolvía una visión fresca de la sociedad, renuente al establishment.
El entorno de anhelos y emociones en que se vivía estaba abierto a un caudal de novedades. Escuchábamos rock en los entretiempos de los debates de la Guerra de Vietnam y de la filosofía existencialista. Aunque los aficionados sumáramos millones, aquella música alcanzaba para todos y era compartida sin recelo. Representaba un lazo de unión, de comunión entre los jóvenes. Cada quien se acogía y amparaba en un grupo favorito, igual que abrazaba sus piezas preferidas.
La segunda mitad de los sesentas fue especialmente pródiga. Cada semana surgían novedades que se disputaban los primeros sitios en las listas de popularidad, en estaciones radiales de todas partes. En la Ciudad de México competían varias radioemisoras por atraer a los jóvenes a su programación enteramente dedicada al rock y a la música pop. A Radio Exitos, La pantera de la juventud y Radio capital, las recordamos con afecto. Radio Universal inició actividades algún tiempo después. Las ondas alcanzaban la provincia con menor intensidad que al Valle de México. Las captábamos no sin contratiempos y veleidades de la sintonía. Pero no cedíamos ante esas adversidades.
Luego de colmar rincones y espacios en todos los rumbos se esparció transformado en distintas corrientes, cada una con multitud de aficionados. De la constancia reciente, recabada aquí y allá, colegimos que el rock sobrevive –todavía- y se expresa donde puede. En las cosas del espíritu siempre es lo que una vez ha sido, dice Alfonso Reyes.
El gozo recordado
Juan Humberto era arriesgado, jugaba al todo o nada. Lo que planeaba o hacía era en dimensiones pantagruélicas, sin excepción. Entonces creíamos que llegaría a puestos altos e importantes en las esferas del poder político. Por lo pronto su planilla –de la que yo formaba parte- había arrasado en las elecciones de la “Sociedad de alumnos” del Instituto Celayense, donde cursábamos bachillerato.
Aquella tarde de otoño del 70 también lo fue. La convocatoria para celebrar el triunfo reunió a lo más visible y activo del estudiantado. La fiesta tuvo lugar en casa de los padres de Juan Humberto, un inmueble maduro con un patio amplio y acogedor, en el centro de la ciudad. No reparé en cómo fluyó el alcohol, pero sí en el baile, que se tornó peculiar y lo mejor de la noche. Resultó asombroso, casi demencial, que sólo una pieza sonara en el tocadiscos durante todo el evento. Una y otra vez. Treinta o cuarenta veces. Nadie lo lamentó, al contrario, parecían felices los que bailaban y los que no. Estos conversaban en corrillos con vasos de plástico en la mano o debutaban fumando bajo la escalera, en un ala del patio.
Era y es una obra de arte, una joya del más refinado rock de aquella época, la pieza que sonó incansablemente. Una tonada cautivadora, de música novedosa de jóvenes para jóvenes, inspirada en J. S. Bach en opinión de algunos. Lanzada al mercado el 8 de junio de 1967, se anunciaba y se conoció en la radio en México como Una pálida sombra o Cada vez más pálida, del grupo inglés Procol Harum. Se impuso abrumadoramente en la preferencia de los jóvenes apenas circuló.
Hoy, más de medio siglo después, la pieza mantiene su vigor y su frescura. Es una obra de culto que sigue conmoviendo a quien la escucha, como el primer día. Aun en los legos, la pieza remueve sensaciones profundas. Todo en ella confluye en la tranquila y melancólica sonoridad del conjunto. El órgano encabeza al grupo y la melodía, a la que se acoplan con armonía e intensidad en su naturaleza, la batería, el bajo y la guitarra. El tono áspero de la voz de Gary Brooker entra y sale al compás de la guía prodigiosa y sutil del órgano, comandado por Mathew Fisher.
En el prólogo a uno de los cuadernillos de Material de Lectura que edita la UNAM (No. 48, La Poesía en el Rock), Rafael Vargas juzgaba con razón, hace décadas, que se cometería una traición si se traducían las canciones de rock. De haber ocurrido eso con Una pálida sombra la traición se habría magnificado, pues se trata de un texto nada fácil de captar por entero aun en su propio idioma. Un texto complejo escrito por Keith Reid, letrista del conjunto. Y por si no bastara, la pieza es creación de un grupo cuyo nombre también da lugar a debate: Procol Harum.
Obra portentosa, lírica y cargada de melancolía, quién sabe cuánto más sobreviva. La propaganda anuncia que se han vendido muchos –se habla de ochenta- millones de copias, volumen que ninguna otra pieza de rock ha alcanzado. Por lo que no deja de ser una ironía que un grupo con tal calidad y tan dueño de su oficio sea recordado por sólo esa canción.
Mas, como toda creación humana, está sometida a los designios del tiempo y de la veleidosa memoria colectiva. Por lo pronto, ha ocurrido con ella algo similar a lo que sucedió con Agustín Lara, a decir de José Emilio Pacheco: “Lara pasó de moda pero escribió tan bien que ya es un clásico”. ⌈⊂⌋
Noviembre de 2019
Guanajuato, Mexico, 1952. Diplomático en retiro desde 2016. Es autor de los libros Guerra privada (Verbum, 2007); Los pasos del cielo, Ediciones del Ermitaño, 2008); Paisaje oriental, Editorial Delgado, 2012); Las horas situadas (Monte Ávila Editores, 2015). Ha traducido cuentos de Raymond Carver, John Cheever, W. Somerset Maugham y Guy de Maupassant. Fue colaborador de La Jornada Semanal y actualmente participa en la revista ADE (Asociación de Escritores Diplomáticos).