La creación como gusto: 100 años de Juan Soriano

Leandro Arellano

Siempre es grato recordar a los artistas cuyo legado nos es próximo por el sentido de su obra o por la amistad que tuvimos con ellos o sus allegados.  El autor comparte su propia interpretación de Juan Soriano, trascendiendo lo evidente y destacando momentos inéditos del pintor.

Viena, Viena

Con todo y su formalidad, Viena no cesa de ofrecer sorpresas. Una tarde de otoño Patricia Barreda nos anunció que Marek Keller y Juan Soriano la visitarían. La amistad de Soriano con las Marín es legendaria, en tanto que la relación de nosotros con Patricia y Carmen Marín –abuela de Patricia- se remontaba a nuestro arribo a Austria.

La obra de Soriano la habíamos descubierto durante nuestra etapa universitaria, en alguna de sus exposiciones en la Ciudad de México. La primera vez pudo ser en 1976 o 1979 y el sitio, el Museo de Arte Moderno.

De ese primer encuentro conservamos en la memoria y en nuestro afecto dos o tres convicciones. Juan cultivaba varios géneros y en todos relucía. Nos había cautivado su sencillez, sobre todo. El retrato, el autorretrato y el dibujo, ejercicios plásticos dilectos del pintor, nos emocionaron. Los dibujos constituían piezas de arte memorables.

En la correspondencia epistolar –un privilegio que han sepultado las tecnologías digitales- Juan agregaba a su texto algún dibujo inspirado.

Hay pocas dificultades mayores a la de traducir en palabras los valores plásticos. Un cuadro no se expresa sino en su propio lenguaje, escribió Luis Cardoza y Aragón. Así, no tanto explicar sino recordar y celebrar al pintor es la intención de esta nota, al cumplirse su primer centenario.

El tiempo de Juan

Como a todos los hombres buenos y sinceros, una aureola infantil lo envolvía. Su actitud, su mirada y su sonrisa, todo en él, invitaba a quererlo. Sonreía como un niño descubierto en una travesura y de algún modo evocaba a otros artistas que como él, conservaron la inocencia a pesar del mal y la desdicha.

¿Cómo no recordar aquella tarde fría de Viena cuando nos pidió Juan, casi ruborizado, que lo lleváramos a Demels, a comer los pastelillos famosos de esa casa?

Soriano nació el 18 de agosto de 1920, en Guadalajara y comenzó a pintar a los 14 años. Hacia 1932 conoció a Barragán y en 1935 emigró a la Ciudad de México, una ciudad exaltada y con intenso movimiento cultural en aquella época. A los 25 tuvo su primera exposición individual en la Galería de Arte Mexicano.

Como otros artistas afortunados, Soriano recibió a temprana hora la influencia enriquecedora y la descarga de colores de Chucho Reyes. Concertada la amistad, Soriano trabajó y aprendió técnica con él.

A la racha de colores siguió la explosión de amistades y afinidades: un inventario artístico de México en carne y hueso. Luego, cuenta Juan –en la biografía que es el libro de Elena Poniatowska sobre el pintor: Juan Soriano, niño de mil años, Plaza y Janés, México, 1998)- cómo por azar conoció a Lola Alvarez Bravo, a María Izquierdo y a José Chávez Morado y los presenta con Chucho Reyes.

Martha, su hermana, lo introduce con los escritores: Villaurrutia, Lazo, Nandino… Comienza a exponer muy joven, al tiempo que va conociendo a otros pintores del país: Roberto Montenegro, Raúl Anguiano, Jesús Guerrero Galván y estudia con Santos Balmori.

Acude a las tertulias del Café París, donde se reúnen Los Contemporáneos, Lupe Marín, Frida Khalo. A la vez trabaja como escenógrafo y diseñador de vestuario. En 1938 traba amistad con Octavio Paz, quien se convirtió en uno de sus mayores amigos. En 1941 realiza su primera exposición individual en la Galería de Arte de la UNAM.

Por dos temporadas vivió en Roma: de 1951 a 1953 la primera y de 1969 a 1975 la segunda. Se establece en París al dejar Roma y allí permanece el resto de su vida, alternando las estancias con la Ciudad de México. En París conoció a quienes allí habitaban: Antonio Saura, Julio Cortázar, Milan Kundera, Pedro Coronel y Alberto Gironella…

Los años y el trabajo no transitaban en vano: Juan obtuvo una serie de premios por su obra, la cual coronó en la última etapa de su vida. En 1989 realiza varias esculturas monumentales: Paloma, para el Museo Marco de Monterrey, a solicitud de Ricardo Legorreta y en 1993 la Luna, para el Auditorio Nacional.

Juan mantuvo su independencia alejado del ambiente que cultivaba la mayoría de los artistas mexicanos de su tiempo; “su talento artístico fue de la mano de su propia necesidad compulsiva de expresión”, apuntó un crítico. Su obra evolucionó permanentemente con el crecimiento artístico del pintor, quien a la vez maduró durante sus fecundas estancias europeas.

Si la vitalidad creativa la expresa el artista a través de la pintura, el dibujo, el grabado, la escultura, el tapiz, etcétera, su expresión plástica brota más del conocimiento afectivo que intelectual.

Los mil y un retratos de Lupe Marín

Juan era un hombre feliz. Su sonrisa nacía, le brotaba del espíritu, de su entendimiento con el mundo. Su regocijo se derramaba sobre todos los que se acercaban a él.

¿A quién no? Juan los pintó a todos. Fue febril su pasión por los retratos. A su madre y su hermana Martha en primer lugar, luego a los Contemporáneos y a Luis G. Basurto, Isabela Corona, Elena Garro, Rafael Solana, Lola A. Bravo, Carmen Barreda –quizá más guapa que Lupe.

Casi desde el principio –escribe Carlos Monsiváis- Soriano se interesó en el retrato y en el autorretrato… Un retrato para Soriano es un paisaje autosuficiente, dijo también. Y las personalidades con quienes Juan convivía eran fuertes, intensas. Retratarlos era conocerlos, creía el pintor. De Lola Alvarez Bravo decía que su presencia era demasiado física.

Entre los retratados se cuenta también a María Asúnsolo, Zarina Lacy, Diego de Mesa, su hermana Rosa, Marek, las hermanas Misrachi, María Zambrano Alberto Pani y muchos otros. Asombro es la sensación que nos despierta la contemplación del retrato que hizo de Pita Amor, semidesnuda.  En ese torbellino Lupe Marín se convirtió en el ideal, en la modelo emblemática del retrato de Juan. Hacia 1961 – 1962 acometió la mítica serie de retratos sobre ella, que colman una historia particular, una época y un universo.

Nunca he pintado para ser conocido ni para ser famoso, sino porque me gusta. Tal fue la convicción de Juan sobre su trabajo. Si un cuadro no tiene un espectador, ¿cuál es su sentido?, se preguntaba con naturalidad.

Más allá del debate ideológico, cuando el muralismo era todopoderoso y avasallador,  Soriano supo mantener su independencia, de esa corriente y de cualquier otra. No perteneció a ninguna escuela, manteniéndose libre siempre. Como muestra bastaría enlistar a esas maravillas misteriosas que son las constantes “ventanas” que pintó el artista.

Poesía en voz alta

Un aspecto poco estudiado de la vida artística de Juan fue el tiempo, la energía y la pasión que dedicó al proyecto de Poesía en voz alta, al mediar los sesenta. Sobre todo porque los mismos  participantes de aquel ensayo de poesía teatral lo reconocen y señalan: Juan fue el alma del proyecto. Héctor Mendoza, Jaime García Terrés, José Luis Ibáñez, Octavio Paz, Juan José Arriola, Antonio Alatorre, Margit Frenk, Elena Garro, Sergio Fernández, Diego de Mesa y otros fueron apoyos entusiastas y colaboradores activos de aquella especie de cruzada artística.

Poesía en voz alta consistió en una serie de propuestas teatrales promovidas y ejecutadas por varias de las mayores inteligencias artísticas de México en aquel momento. Crearon furor entre los aficionados y en la comunidad cultural. Poesía en voz alta es un momento liberador del teatro, escribió Carlos Monsiváis.

Juan gozó el trabajo durante esa etapa, desplegando su imaginación como escenógrafo y diseñador de vestuario, con gran sorpresa de todos. José Luis Ibáñez –animoso colaborador del proyecto- declaró que Juan “Era un hombre queridísimo y solicitadísimo y tenía una especie de reunión permanente a su alrededor…”

Juan fue el factor decisivo de lo que como imagen dejó Poesía en voz alta.    

Soriano en Corea

Desde los días de Viena, con Marek Keller conversamos a menudo. En la actualidad, a la dicha de verlo se añade la ventaja de la vecindad en la Colonia Roma. Con él, en noviembre de 2007 levantamos en la Galería de la Fundación Corea, en Seúl, la exposición que habíamos instalado semanas atrás.

Para aquellas fechas la Embajada de México había concertado la exposición con la Fundación Corea. Con ella en perspectiva arribó el tiempo de preparar algunos textos: el del catálogo, el de la inauguración y algún otro, en seguimiento del protocolo. Del Catálogo  (Juan Soriano en papel, tapiz, bronce y plata. Seúl 2007) transcribimos un par de párrafos:

“En las obras de Soriano los colores y las formas trascienden el mundo normal. Cada pieza del Maestro lleva en ella el germen de todas las demás, como encarnación simultánea de la individualidad y del sentido de la fuerza colectiva. Soriano, a quien Octavio Paz llamó el poeta pintor, es un poeta originalísimo, si por originalidad entendemos el significado que le da Carlos Fuentes: el arte de regresar a los orígenes sin ser reconocido.

En su obra, elemental y figurativa, los mitos clásicos forman una pléyade jubilosa que permea buena parte de su iconografía. Su pintura –ha dicho Sergio Pitol- es la expresión de un mundo enteramente individual, de una cultura personal, de una manera propia de transformar sus percepciones en imágenes visuales. A su vez, las esculturas del Maestro Soriano abordan directamente las tensiones inherentes a la dicotomía entre la forma viva y las sustancias estáticas.

Esta exposición itinerante, compuesta de esculturas en plata y bronce, óleos y tapices, pertenecientes a la Fundación Juan Soriano-Marek Keller, ha viajado del Centro Cultural de Miami a Nueva Delhi y Mumbai, y de Seúl continuará su ruta hacia Singapur, Hong Kong, Shanghai y Tokio”.

El vuelo de la Paloma

Desde su niñez Juan deseaba extraer de los elementos naturales, las formas que se le ocurrían. Como convertir un trozo de madera en objeto. Mantuvo esa obsesión toda la vida, siendo permanente su pasión por el trabajo. Dibujaba, retrataba, pintaba, tapizaba y se ocupaba de sus virtuosas incursiones en la escenografía y el diseño teatral. Algo marcadamente importante reservó para su vejez, no obstante, como fue el regreso a un género que había cultivado varias décadas antes: la escultura.

Mi afición por lo visual se revela en mis escritos y en mi apego al cine y los paisajes. Sin embargo, creo en la dificultad –imposibilidad le llama Sergio Pitol- de traducir en palabras los valores plásticos. Todo ello para decir que la emoción y un asombro gozoso nos envuelven ante la contemplación de cualquiera de las esculturas monumentales con las que la mano de Juan ha adornado espacios públicos y privados en muchas partes.

Cercana a nuestras preferencias, un sitio adelantado entre las categorías estéticas lo ocupa la Paloma, cuyo “original” se levantó en el Museo MARCO de Monterrey.  Una imagen de esa Paloma ilustra la portada de nuestro libro: Los pasos del cielo, de Ediciones del Ermitaño.

La Luna, otra estructura monumental, se halla frente al Auditorio Nacional de la Ciudad de México. El Toro, en Tabasco; la Ola, en Guadalajara; el Caracol, en Puebla. Pero Juan creó también, la Mano, Dafne y una lista no corta de aves y otras figuras, reconocibles por su estilo inconfundible. Todas ellas poseen una energía que las torna formas vivas, aleteantes.

Marek Keller mantiene viva la memoria de Juan. En su carácter de Presidente de la Fundación Juan Soriano, Marek no sólo se ha ocupado de exhibir la obra del pintor alrededor del mundo, sino que ha creado santuarios para la permanencia y conservación. Ocurre así en Lesna, en las cercanías de Varsovia, donde Marek estableció el Jardín Escultórico, lo mismo que el Museo Morelense de Arte Contemporáneo Juan Soriano, en Cuernavaca.

A un siglo de su nacimiento recordamos a Juan. Su regocijo, su sonrisa y su obra: la del artista que irradia dicha, color y luz. ⌋ 

CDMX, junio 2020