Samuel Máynez Champion
El funcionamiento cerebral sigue siendo un dilema para la humanidad. No obstante los avances científicos, hay aspectos inexplicables que afloran con el comportamiento de las personas. El efecto de la música en nuestro interior representa solo un filón en este universo y de ello nos habla Samuel Maynez en esta entrega.
En su paso por la escuela primaria, Einstein fue un estudiante mediocre. Se aburría con frecuencia y su capacidad de atención era prácticamente nula. Lo relevante del asunto es que, de repente y casi por milagro, hubo en él una notable mejoría en su rendimiento escolar, pudiendo ser constatado con estupefacción por sus profesores del “Gimnasio” de Liutpold en Munich. ¿Qué pudo haber sucedido de semejante magnitud?…
Pues simplemente que Albert inició sus clases de música y que, merced a ellas, descubrió por sí mismo que el arte sonoro configura, ni más ni menos, el absoluto y lo invisible, como ya lo había dilucidado, cinco siglos atrás, Leonardo da Vinci. Y paralelamente, o quizá como consecuencia, con este descubrimiento pasmoso al niño le surgió una irrefrenable pasión por las matemáticas, ya que un ingeniero tío suyo logró encausar su deficiente atención al trascender el usual método de enseñanza que rara vez pone en relieve la recóndita belleza del lenguaje abstracto de los números. El tío usó su propio entusiasmo como catalizador para el eficaz aprendizaje de su talentoso sobrino, amén de que las conexiones con el ordenamiento numérico de los sonidos acabaron de destrabar el interés del futuro científico.
El instrumento musical que acompañaría a Albert hasta el fin de sus días sería el violín y su compositor preferido sería, sin lugar a dudas, Wolfgang Amadeus Mozart. Años después Einstein declararía que la inspiración para muchos de sus trabajos científicos le había llegado escuchando la música del inmortal austriaco, de quien se volvería un experto, y que la única tregua vivificante que se permitía durante sus agotadoras sesiones de trabajo era la de hacer música con sus amigos, tocando en pequeños grupos de cámara o, si no había más remedio, solo.
¡Qué lejos hemos estado de sospechar que nuestra actual concepción sobre el tiempo y el espacio –además de las teorías einstenianas sobre la inercia de la energía y la interpretación geométrica de la fuerza de gravedad‒ esté en deuda con el legado mozartiano! ¡Y más lejos aún hemos estado de suponer que las vibraciones del violín pudieran haberse sincronizado con las ondas cerebrales de aquel sujeto genial que pudo sentirse cómodo imaginando el infinito! ¡Y todo eso gracias a la música que es capaz de crear impalpables universos interiores en el hombre! ¡Y todo eso, recalcamos, como resultado de nuestra asombrosa capacidad auditiva, la misma que nos ha humanizado y que no hemos aprendido a valorar y defender en su justa medida!
¿Mera coincidencia o es un hecho verificable que el estudio de la música mejore las capacidades del razonamiento intelectual –entre muchas otras habilidades y beneficios‒ del ser humano?
Partiendo de esta premisa e inspirados por el ejemplo de Einstein como asiduo amante e intérprete de la música de Mozart, la psicóloga Francis Raush y el neurobiólogo Gordon Shaw de la Universidad de California comenzaron en 1993 sus experimentos con cientos de individuos. Su primera prueba consistió en dividir a 36 estudiantes en tres grupos y someterlos, respectivamente, a la audición de la sonata para dos pianos Kv. 448 de Mozart, a la de música ideada para la relajación y a la escucha del silencio, antes de realizarles pruebas de razonamiento espacio/temporal. El resultado fue categórico: los estudiantes destinados a la sonata de Mozart superaron por 8 y 9 puntos en la escala del coeficiente al resto de los oyentes…
Escepticismo y críticas no se hicieron esperar, pero los resultados empezaban a validar una creencia arraigada en el inconsciente colectivo en el sentido que la música tiene efectos que ya habían sido postulados por los griegos, es decir, que el tipo adecuado de música es un poderoso instrumento educativo que puede transformar la personalidad de los que la estudian, induciéndolos a alcanzar la armonía y el orden interiores. Por analogía, el tipo inadecuado de música puede tener efectos nocivos en quien la escucha, que es, justamente, lo que no acabamos de entender.
Platón escribió en el Timeo: “Percibimos todos los sonidos musicales audibles gracias a la armonía, que contiene movimientos similares a los de las órbitas de nuestra alma y que, como sabe cualquiera que haga un uso inteligente de las artes, no debe de utilizarse, como se cree vulgarmente, para generar placer irracional, sino como un aliado celestial que nos ayuda a reducir a orden y armonía cualquier desarmonía de las revoluciones que se producen en nuestro interior. El ritmo, insisto, nos fue concedido por la misma fuente celestial, con el fin de ayudarnos de igual forma; pues la mayoría de nosotros carecemos de mesura y gracilidad.”
En 1999 el citado doctor Shaw y el neurobiólogo Marc Boden ampliaron los experimentos al cotejar imágenes obtenidas por resonancia magnética de la actividad del cerebro de varios estudiantes mientras escuchaban música pop, insulsas baladas románticas y más música de Mozart. El resultado era previsible, pero se volvió irrefutable: solamente la música mozartiana activa las áreas de coordinación motora fina, la visión y otros procesos cerebrales superiores involucrados en el razonamiento espacial.
Los experimentos de la Universidad de California crearon una reacción en cadena que desembocó en el llamado “Efecto Mozart”. En el estado de Georgia de la Unión Americana, por ejemplo, se promulgó una revolucionaria iniciativa nunca antes adoptada de manera institucional: en todas las clínicas de maternidad del Estado las mujeres recién paridas se llevarían consigo discos compactos con recopilaciones mozartianas para alimentar “cerebralmente” a sus críos. En los jardines de infantes y los kinders públicos se tendría que destinar obligadamente una parte del día para que los pequeños alumnos estuvieran en contacto con ese tipo de música.
El “Efecto Mozart” ha rebasado hoy en día los confines de la ciencia y se ha convertido en un hit de las disqueras que venden CDs con obras mozartianas para toda ocasión: Mozart for Morning coffe, Mozart on the Menu, Mozart at Midnight, Mozart for Meditation, Mozart for the Mothers-to-be, Mozart for Massage, Mozart for your Mind, Mozart for Merry Christmas entre muchos otros largos de enumerar.
Mas dejando de lado los fines de lucro y las campañas publicitarias, podemos decir que afortunadamente ha comenzado un proceso de concientización en gran escala de los efectos terapéuticos de la buena música, pues sus efectos ‒ahora sí comprobables‒ pueden derivarse de la obra de cualquier creador musical que haya sabido convivir con sus sentimientos, que haya poseído una inteligencia superior y que haya dominado el lenguaje musical al margen de las convenciones estilísticas y las restricciones materiales de su tiempo aunque este punto, conviene aclararlo, ha sido desde siempre sujeto de discusiones infinitas dada su gran componente de subjetividad.
El enigma del porqué de la atracción, la curiosidad y la predilección de melómanos y científicos sobre la producción mozartiana reside, quizá, en que las obras de Wolfgang Amadeus poseen un equilibrio perfecto entre los efectos relajantes y vigorizantes que puede generar toda música con calidad de obra de arte.[1]
Análogamente, una transformación educativa se desató en 1948 en Japón dónde, gracias al método Suzuki, infantes de la más tierna edad entran en contacto con la música –a través del subconsciente primero y posteriormente a través de su propia manipulación del instrumento musical‒ y logran proezas que antaño eran atribuidas al capricho de los dioses. Reparemos en que acorde con los japoneses, el niño tiene que encaminarse desde los 4 años a lo que hará como adulto, es decir, la creación de redes neuronales debe iniciarse cuando la plasticidad del cerebro lo permite. ¿A qué edad se implanta el estudio de la música en los países del Tercer Mundo, si es que en realidad se implanta…?
Dejamos de ser simios por nuestra capacidad auditiva. Nuestro oído creó un lenguaje y, por ende, un sistema de pensamiento. ¿Queremos seguir negando la preeminencia educativa que le corresponde a la música y seguir atiborrándonos de basura sonora? La decisión es nuestra, pero también de los gobiernos que nos imponen su ilimitada estupidez y su perenne cerrazón institucional… ⌈⊂⌋
[1] Audio: Wolfgang Amadeus Mozart – Allegro del Quinteto para cuerdas en mi bemol mayor KV 614 (Trío Grumiaux & invitados. PHILIPS, 1991)
Ciudad de México,1963. Estudió en el Conservatorio Nacional de Música de México, en la Escuela de Música de la Universidad de Yale, en el Conservatorio Verdi de Milán y en la Academia Chigiana de Siena. Es Doctor en Estudios Mesoamericanos por la UNAM. Sus creaciones incluyen la obra de teatro Antonio Lucio, la música de Dios y la Cantata escénica Un ingenioso Hidalgo en América. Es también autor de una reelaboración en claves mexicanistas de la ópera Motecuhzoma II de Antonio Vivaldi y actualmente trabaja en la cantata Cuitlahuatzin.