Felipe Sánchez Reyes

La huella que dejará la actual pandemia será diferente para todos. Como fenómeno nunca visto, además de estupor y miedo, dejará dolor para quienes la afrontaron de manera directa. Este testimonio, además de homenaje a un ser querido es un llamado a la solidaridad humana en el momento actual.

Para mi hermana y sus hijos, mayo 2020

En los tres primeros días de ese mes, yo dormía una noche en mi cama. Como a las dos o tres de la mañana, sentí que alguien se me acercó e insufló estas palabras al oído: “En el verano tendrás una pérdida irreparable”, y se fue la voz. Yo me quedé rumiando  esa frase, la escribí en mi agenda y se la repetí a mi Gaby, para eliminar lo fatídico entre nosotros y mi familia.

Ella considera que soy afortunado, porque me anuncian con anticipación la muerte de un ser querido. ¿Sí? ¿Será cierto? Sin embargo, estuve intranquilo los días posteriores, pues me anunciaron con anticipación la partida de un ser querido, un familiar cercano, y no sabía por dónde iba llegar la pérdida. Seguramente ustedes se sentirían inquietos como yo: sin salida, sin saber qué hacer o cómo impedir ese suceso. Así estuve varios días inquieto, pensando quién sería de mis familiares, ¿de aquí o del pueblo? Cuando me enteré que Juan estaba enfermo, jamás pensé que el sería el anunciado, pues estaba joven y con una salud envidiable, aunque siempre decía, “¡ahora sí me va a llevar la chingada!”, y enseguida soltaba su carcajada.

Sólo supe que era él, cuando mi hermana Chela habló por teléfono a Gaby Cruz. Ésta subió como rayo al departamento de mi Gaby, me preguntó cómo me encontraba y me informó: “falleció anoche Juan en el hospital. ¡Qué Juan! ¡Tu cuñado! ¡el ‘Tapado’!”. A partir de ese momento, intenté comunicarme con mi hermana, pero no contestó. Entonces hablé con Lety, mi hermana mayor,  quien me confirmó la versión, “¡Sí, hermano, es cierto. Sus hijos se están haciendo cargo de él!”.  Así vino el virus y se lo llevó. El Juanillo cerró el ciclo de su vida la noche del viernes 15 de mayo de 2020, día del Maestro, se liberó y reintegró al manantial de la vida, como denomina Heráclito a la muerte.

Entonces recordé con mis Gabys dos momentos que compartimos de jóvenes él y yo. Primero. Un día fuimos a jugar futbol a Ciudad Serdán, Puebla, después del temblor que asoló la región, y alguien nos tomó una foto a los tres sentados, al final del partido. En ella nos encontramos los cuatro sentados: al frente, Juan Martínez con un cigarro en la mano derecha, vestido con el uniforme del equipo, y su brazo derecho descansando en la pierna del ‘Tapado’; atrás de él estamos sonrientes, desnudos del torso y con la mirada a la cámara, Juan, el ‘Tapado’, en short, agarrando sus rodillas; junto a él, yo paso mis brazos por el cuello del Martínez; junto a mí, el Miguelillo, mira distraído a otro lugar. Enseguida un niño parado, vestido, y las aguas del río, cristalinas y poco profundas que se llevan su mirada.

Para ese entonces, él, “El Tapado”, y el Miguelillo, el famoso goleador lateral, “El Flautas”, ya se habían casado con mis hermanas Malu y Lety; y a mí me puso Ricardo –hermano del Migui-, de cariño, “el Lobito”. En el partido del domingo, ellos dos tenían la foto, donde aparecíamos los tres, y discutían porque ambos querían quedarse con ella. Yo me acerqué a ellos en plan conciliador, para evitar una trifulca. Pregunté la causa del pleito, me mostraron la foto, se las pedí para fungir de árbitro en la discusión y me la dieron, sin que lo sospecharan, me quedé con la foto bajo la protesta de ellos, ante su “¡hora sí éste nos salió más chingón!”. Así fue como me quedé con esta foto que tengo en mis manos y que ahora miro con detenimiento, donde los tres éramos jóvenes, entrañables amigos y jugábamos en el mismo equipo.

Segundo. Cuando llegamos a Las Águilas, ninguno de nosotros tenía casa. Sólo terrenos baldíos donde vivíamos con nuestra numerosa familia: Miguel, Ricardo y mi compadre Javier, Juan Pérez y Juan Martínez, Charín, Porfirio, Dimas y Sotero, el Chivito, los Lalos, y otros más. Entonces nos unía la juventud y amistad, el futbol y la solidaridad. Cuando alguien juntaba dinero, con muchos aprietos y ahorro, e iba a echar la losa de su casa, para no pagar peones, todos los que conformamos el equipo de futbol, el Italia, acudíamos a cimbrar el techo y hacer los amarres de varillas.

Al otro día, domingo, unos paleábamos, otros boteaban y subían la escalera improvisada de tablones, para echar el colado de la losa, mientras que mi compadre Javier, como maestro albañil, nos indicaba el momento en que necesitaba “¡más mezcla, maistro; apúrate, cabrón guevón!”. Todos terminábamos cansados, llenos de mezcla. Pero eso sí, con el ánimo alegre, porque levantábamos la casa que tanto habían ansiado tener nuestros padres y al fin les cumplíamos su deseo.

Eso hicimos con cada una de las casas de nuestros padres -de origen pueblerino: Puebla, Oaxaca, Michoacán-, más de siete casas, pues la mayoría de ellas tenían techo de asbesto y los tabiques encimados circundaban la propiedad. Cuando nos tocó ayudar al colado para la casa de los padres de Juan, don Pérez y doña Lourdes, otra vez acudimos todos. Pero el ‘Tapado’, después de terminar el colado cansados y sucios de mezcla, comer y tomar nuestra cerveza o refresco, nos dijo molesto: “¡no mamen!, ustedes no me ayudaron a colar mi casa, ayudaron a mi papá”. Todos a coro le respondimos: “¡No maaames, Tapaado! ¡Como si tu papá fuera más amigo nuestro que tú. -¡Ora sí te la jalaste, o no, mis cabrones! -¡Pos claro!”. Entonces, no hizo más que soltar su risa, todos lo zapeamos en la cabeza, seguimos charlando y bromeando, como si nada hubiera pasado.

Después pasó el tiempo, cada uno agarró su camino por la vida. Unos se quedaron en Las Águilas, como el D. T. del equipo, el Rickys, otros compraron lejos su terreno, tuvieron más hijos y compromisos económicos o marchamos a otros lugares. Porque allí se rompió una taza, mecate o jerga y cada uno se fue a buscar su casa: Charin y Sotero, a los niuyores; Juan, Miguel y Javier, al Puente Rojo; el Porfis, a la Floresta; yo me casé y me fui acercando más al centro de la ciudad, hasta llegar a donde ahora vivo. Con el paso de los años, nos distanciamos por la lejanía de nuestras casas. Nos apremiaron más los problemas familiares o compromisos personales. Nos convertimos en seres formales, obligados por las circunstancias, diferentes a los que éramos y confirmé la frase de Neruda: “nosotros ya no somos los de entonces”.

Llegó la noche del domingo 17 de mayo y me fui a dormir. Después de la medianoche, escuché otra voz que me decía: “Ahora sí vi el pasillo, la luz blanca y pasé el umbral. ¿Te acuerdas de nuestra solidaridad cuando éramos jóvenes y construimos las casas de nuestros padres con nuestras manos, amor y esfuerzo? Yo siempre supe que contaba con tu amistad, solidaridad y respeto, Richard, en las buenas y en las malas. ¡Gracias, Richard, por toda tu amistad y apoyo desde entonces! Acepto que descuidé mi salud, porque no le temí a la muerte, pero nunca pensé que fuera tan rápido. Dile a tu hermana que al principio ella y yo compartíamos nuestras complicidades, pero no supimos en qué momento ocurrió el distanciamiento y la frialdad entre ella y yo. Siempre la quise y la quiero mucho, aunque jamás se lo dije. Siempre creí en nuestro amor. Tú eres mi portavoz”. Así me dijo la voz  que apenas llegó, se esfumó como el viento, y así cumplo con su encargo ante ti, mi querida hermana, tus hijos y nietos. ⌋