Vicente Francisco Torres (UAM-A)
Hay personas que creen ser escritores y a menudo repiten un desplante: cuando les piden su número telefónico solicitan algo con qué escribir porque, dicen, como son escritores, nunca traen pluma en el bolsillo.
Hay también quienes ostentan en la bolsa de la camisa el símbolo de una pluma cara y robusta –casi siempre un punto blanco, o una flor blanca sobre una tapa negra o vino–, de ésas que han convertido en joyerías a las tiendas que venden estilográficas. Ellos parecen decir que con esas plumas finiquitan en sus despachos jugosos negocios.
Sin embargo, y a pesar del auge de las computadoras, muchos escritores y hasta simples ciudadanos mortales disfrutan del suave rasgueo de su pluma fuente que se desliza sobre gruesos y porosos pliegos de papel celeste o color durazno. Qué decir del placer que dan las tintas color azul turquesa, burdeos o sepia, para no mencionar las verdes y las moradas. En su diario, Rudyard Kipling cuenta que él mandaba fabricar una tinta intensamente negra para disfrutar sus arduas horas de escritor.
Vanidad aparte, hay quienes gustan de las estilográficas antiguas y se les ve los sábados en un tianguis de Avenida Cuauhtémoc y los domingos en el de la Lagunilla. Buscan plumas raras que estén en buen estado para agregar otro placer al de las tintas y los papeles especiales.
Como el que busca encuentra, en la Lagunilla pueden hallarse hermosas ediciones de libros que hacen la historia de tan refinadas herramientas de escritura. Están llenos de fotos de tamaño natural que nos dicen que no hay nada nuevo bajo el sol: desde fines del siglo XIX, cuando se inventó la estilográfica, ésta se ha asociado al arte de la joyería porque, lo mismo que ahora, los fabricantes han puesto caballos, amazonas y aves del paraíso decoradas con pequeños diamantes sobre cilindros de oro y plata. Estas joyas de escritura que lucían los caudillos neoliberales y sus amantes, antaño se usaron para firmar tratados y armisticios. Pero como los comerciantes nunca duermen, siempre se las ingeniaron para dotar de plumas a las clases medias. Se las hicieron a base de ese caucho cuya extracción inspiró varios cuentos y novelas de la literatura iberoamericana.
Hoy las estilográficas con gruesos puntos de oro y clips con formas de cabezas de serpiente forman parte de las colecciones de los mafiosos. Son joyas que solo contemplan en fragantes expositores de piel, porque las miran pero no las usan. Nada necesitan rubricar. ⌈⊂⌋
Ciudad de México, 1953. Ensayista y narrador. Doctor en Lengua y literatura Hispánicas por la FFyL de la UNAM. Profesor-investigador en la UAM-A, donde ha sido coordinador de la Especialización en Literatura Mexicana del siglo XX y la Maestría en Literatura Mexicana Contemporánea. Desde 1998 es miembro del SNI (nivel II). Ha colaborado de Crítica, El Día, El Nacional, De Largo Aliento, La Palabra y El Hombre, Mar de Tinta, Memoria de Papel, Revista de Literatura Mexicana Contemporánea, Revista de Revistas, Revista de la Universidad, Sábado, Semanario Punto, Semanario Tiempo, Siempre!, Texto Crítico, y Tierra Adentro. Premio Internacional de Ensayo Alfonso Reyes 1997 por La rebambaramba (Monterrey, Nuevo León) y Premio de Periodismo Cultural INBA/Delegación Cuauhtémoc 1988 por Narradores mexicanos de fin de siglo.