De Principios y Realidades

Pedro González Olvera

El 11 de mayo de 1988 y el 10 de junio de 2011 son fechas torales en la conformación de la plataforma doctrinaria de la política exterior mexicana. En ambas, la Constitución fue reformada, en su artículo 89, fracción X, a fin de incluir en ellas los principios de esa política llamados básicos: en la primera fueron incorporados la no intervención, la autodeterminación de los pueblos, la igualdad jurídica de los Estados, la solución pacífica de controversias, la proscripción del uso de la fuerza en las relaciones internacionales, la cooperación internacional para el desarrollo y la lucha por la paz y la seguridad internacionales. En la segunda, el respeto, la protección y la promoción de los derechos humanos. Cabe señalar, que la reforma de 1988 fue específicamente dedicada a la elevación de los siete principios mencionados a la carta magna, mientras que la de 2011 fue una reforma general por medio de la cual se agregó el tema del respeto de los derechos humanos a todo el aparato legal mexicano.

La iniciativa enviada por el presidente Miguel de la Madrid a la Cámara de Senadores esgrimía entre otros argumentos dedicados a modificar la Constitución, el papel que México desempeñaba en el contexto internacional y la perseverancia en el manejo de los principios de política exterior, además de que estos eran coincidentes con el espíritu del Constituyente. 

Los principios tradicionales no siempre se mencionaron como quedaron plasmados en la Constitución; un breve repaso a los informes presidenciales desde la época de Venustiano Carranza, incluso a la doctrina que lleva este nombre, indica con claridad que cada jefe de gobierno mencionaba algunos de los principios,  según su leal saber y entender. Lo cual no quiere decir que al menos los tres primeros no estuvieran siempre en la narrativa presidencial.

La consideración práctica que se hizo en su elevación a rango constitucional fue que así no habría manera de eludirlos a la hora de establecer programas y estrategias acerca de los vínculos de México con el exterior. Serían una especie de marco predeterminado de acción, del que no se podría salir. Lo que no pensaron los autores de la redacción final de los principios es que los presidentes podían darles la vuelta, cuando consideraran que en realidad se convertían en una camisa de fuerza a la hora de actuar en situaciones que requerían una actuación decidida frente a una situación internacional de emergencia. 

Y es que hubo varias oportunidades en que, ante una coyuntura inesperada o una situación que obligaba, según el presidente en turno así lo considerara, a dejar de lado un principio o a darle prioridad a otro, es decir actuar  pragmáticamente. Se procedía de esta manera con el criterio de que siempre que hubiera una “causa justa superior”, estimada así por el respectivo jefe de gobierno, era más importante apoyarla a pesar de que se contradijeran los principios de no intervención y, junto, el de la autodeterminación de los pueblos.

Lázaro Cárdenas fue el primero en hacerlo. Cuando Francia e Inglaterra formaron el Comité de No intervención ante la guerra civil española, Cárdenas, en cartas cruzadas con Isidro Fabela, señaló que el principio de no intervención no debía servir de pretexto para permitir el ataque por fuerzas internas y externas. De acuerdo a la interpretación presidencial, con la declaración del Comité de no intervención se escudaban determinadas naciones de Europa (Francia e Inglaterra, precisamente), en su negativa de ayuda al gobierno español legítimamente constituido. Añadía que México no podía compartir ese criterio, pues la falta de apoyo al gobierno legítimo era en la práctica una ayuda indirecta, pero efectiva, a los golpistas. La conclusión que sacaba el presidente Cárdenas era que así, este era uno de los modos más cautelosos de intervenir. La “causa justa superior” en este episodio histórico se encontraba en la defensa de un gobierno legítimo atacado por un golpe de Estado y por fuerzas externas. Apenas estrenada la Doctrina Estrada ya se le apartaba al no reconocer nunca al gobierno de Francisco Franco.

Años más tarde encontramos otras ocasiones de apartarse de la no intervención y la autodeterminación por ejemplo cuando México apoyó firmeza el proceso de descolonización en África y Asia y la campaña dirigida a terminar con el sistema del apartheid en Sudáfrica, aunque esta vez cobijado por resoluciones de la Organización de Naciones Unidas (ONU). Sea como fuere, se intervenía en asuntos que los imperios coloniales y el gobierno racista sudafricano consideraban de su exclusiva competencia, pero de nuevo se usaba el pragmatismo con el objetivo de que los principios no obstruyeran el apoyo a causas cuya defensa era indispensable a la comunidad internacional encabezada por la ONU.

De nuevo se olvidó la no intervención durante la presidencia de Luis Echeverría Álvarez. Ante el ataque y el derrocamiento del gobierno legítimo de Salvador Allende en Chile por parte de las fuerzas armadas de este país, con el apoyo poco escondido de Estados Unidos, el gobierno mexicano no sólo abrió sus puertas a decenas de exiliados chilenos, sino que rompió con el gobierno militar encabezado por el general Augusto Pinochet, relegando el principio de no intervención y hasta la Doctrina Estrada, dedicada al tema del reconocimiento de gobiernos.

Una situación semejante se vivió en el sexenio siguiente cuando el presidente José López Portillo decidió apoyar la revolución sandinista en Nicaragua y romper relaciones diplomáticas con el gobierno de Anastasio Somoza en mayo de 1979, debido al “horrible genocidio” que cometía el dictador contra el pueblo nicaragüense. El apoyo mexicano a la revolución fue determinante en su posterior triunfo. De nuevo es patente que la actitud mexicana fue intervencionista, esta vez no en favor de un gobierno legítimo sino de un proceso revolucionario., en tanto una vez más la Doctrina Estrada fue ignorada. 

No fue el único episodio de esta naturaleza en esa administración sexenal. el 28 de agosto de 1981, de manera conjunta los gobiernos de México y Francia decidieron emitir una declaración mediante la que reconocían “que la alianza del ‘Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional’ y del ‘Frente Democrático Revolucionario’ (era) una fuerza política representativa dispuesta a asumir las obligaciones y ejercer los derechos que de ella se derivan”. 

La medida fue distinta a la tomada respecto de la situación con Nicaragua, no hubo la iniciativa de romper relaciones diplomáticas, ni de una parte ni de otra, pero es obvio que el gobierno de El Salvador si mostró su perplejidad y su enojo, que hasta la actualidad la derecha de ese país sigue mostrando. El caso es que con la declaración mexicano-francesa de nuevo se manifestó, por cierto en una misma administración, que las “causas justas superiores” estaba por encima de los principios.

Durante la siguiente administración, encabezada por Miguel de la Madrid, México también tuvo una importante participación en la búsqueda de resolver los conflictos en marcha en Centroamérica. La conformación, el 9 de enero de 1989, del grupo Contadora, junto con Panamá, Colombia y Venezuela, fue la manera en que México decidió intervenir en asuntos que aparentemente correspondían solo a los países que contenían movimientos revolucionarios, pero que estaban incendiando toda la pradera centroamericana, al mismo tiempo que acercaban el fuego a territorio mexicano. 

Los trabajos del grupo contaron con el apoyo de la ONU, pero si somos estrictos encontramos, igual que en los casos anteriores, una “causa justa” en la intervención mexicana en asuntos centroamericanos. Es decir, pudo tomarse la decisión de dejar hacer y dejar pasar en Centroamérica, sin tomar medida alguna sobre el incendio referido. Se tomó una decisión contraria: intervenir con la noble idea de apoyar la pacificación regional, junto con la de impedir que los movimientos revolucionarios, por una parte, y oleadas de refugiados llegaran al sur de México por otra. En otras palabras se juntaron la “causa justa” de la paz, con la del interés nacional, preservar la integridad territorial de revoluciones con orígenes ajenos pero con situaciones propicias para que prendieran en México y evitar la llegada de miles de personas huyendo de los conflictos, como ya había sucedido con los guatemaltecos que se asentaron en el sur de Chiapas, sin recursos financieros en su atención integral.

Pasaron tres sexenios antes de que surgieran nuevas circunstancias ante las que un gobierno mexicano tuviera que reaccionar anteponiendo la multi mencionada “causa justa superior” a los principios de la política exterior mexicana. Fue en la administración de Enrique Peña Nieto cuando se criticó ampliamente al gobierno venezolano de Nicolás Maduro por su falta de democracia y los pleitos que la oposición de ese país mantenía con Maduro y sus huestes, acusándolo de no permitir la libre manifestación de las ideas políticas contrarias al régimen y de tener un trato inequitativo, cuando no dictatorial, violentando así sus derechos humanos, ambiente agravado por el encarcelamiento de varios políticos opositores.

En esta oportunidad, el gobierno mexicano fue un activo participante del llamado “Grupo de Lima”, que promovió incluso sanciones en Venezuela en el marco de la Organización de Estados Americanos, aunque no llegó al extremo de reconocer al auto designado presidente alterno, Juan Guaidó. Vale la pena recordar que, según expresión del tercer Canciller del sexenio peñista, Luis Videgaray, el principio de respeto, protección y promoción de los derechos humanos era el prioritario en esa administración. En consecuencia, la “causa justa” fue la defensa de los derechos humanos de la parte de la población venezolana, encarnada en la oposición.

En el gobierno que inició a fines de 2018, presidido por Andrés Manuel López Obrador, la actitud respecto de los principios ha sido contradictoria y confusa. Por una parte, se ha manejado la no intervención sobre la situación en Nicaragua, país en donde el antiguo revolucionario Daniel Ortega ha devenido en un presidente dictatorial, que ha encarcelado o exiliado a sus opositores y planea quedarse eternamente en el poder. En la OEA se ha abstenido en las votaciones mediante las cuales se pretendía sancionar a ese presidente y su régimen. No obstante, en una medida opuesta a la anterior posición, el embajador mexicano fue llamado a consultas, en una medida tomada con Argentina, al grado de emitir un comunicado conjunto en el que se decía que el gobierno de Ortega había puesto en riesgo la integridad y la libertad de varias figuras de la oposición, activistas y empresarios precandidatos presidenciales.

Pero el episodio más reciente de tal confusión, se encuentra en el apoyo ofrecido a Pedro Castillo, mandatario de Perú, porque según el presidente mexicano aquel estaba pasando un momento difícil. El apoyo consistió en el envío del Secretario de Hacienda, Rogelio de la O, y otros funcionarios, además del ofrecimiento de vacunas y combustible. 

No es extraño que esto suceda en los vínculos de México con sus vecinos de América Latina; es amplia la tradición mexicana en materia de cooperación internacional y la ofrecida a Perú se inscribe en esa tradición. Lo que sí se encuentra más allá de los principios de no intervención y autodeterminación de los pueblos son las declaraciones presidenciales, toda vez que López Obrador justificó este apoyo y otro más de carácter político, porque había “información de que han habido agresiones, incluso a militares. Vamos a estar pendientes, decirle a él que no está solo, también a nuestros hermanos peruanos. Quienes llevan a cabo estos actos de subversión no están pensando que se afectan los pueblos, (que se genera) más pobreza, más sufrimiento del pueblo. En qué cabeza cabe quitar a un presidente a dos meses, sólo por la rabia conservadora, por los intereses de las minorías”.  En otras palabras, se retoma la “causa justa” de defender un gobierno legítimo, electo democráticamente, relegando la no intervención y la autodeterminación. 

Sumado a lo anterior se encuentran sus declaraciones en torno a la posible regularización de 11 millones de migrantes por la administración Biden y la atención que se pondría en las votaciones de demócratas y republicanos, para hacer un señalamiento “respetuoso” en su momento. Aunque mencionó expresamente que no quería intervenir en asuntos internos estadounidenses, la realidad es que, al advertir sobre la realización de dicho señalamiento, respetuoso o no, es meterse en un tema, la votación del Congreso de Estados Unidos, que sólo les compete a sus integrantes, a pesar de que, por supuesto puede hacer todas las reclamaciones que sean necesarias para defender a los migrantes mexicanos, que es otro asunto.

La conclusión de los diferentes momentos históricos presentados hasta aquí es que los principios de la política exterior, en particular los de la no intervención y la autodeterminación de los pueblos, se dejan de esgrimir cuando existe una “causa justa superior” que al gobernante en turno mexicano le ha parecido de mayor relevancia. Puede ser la defensa de un gobierno legítimo, democráticamente electo, la protesta ante un golpe de Estado o ante los abusos en contra de la oposición de un gobierno. Incluso se ha dado el caso de que un principio se maneje como superior a otro. Estamos frente a lo que ya se conoce entre los especialistas e incluso funcionarios de carrera del Servicio Exterior mexicano, como el “manejo pragmático” de los principios de política exterior mexicana.