Vicente Francisco Torres (UAM-A)
América, tierra lejana y exótica, pródiga en elementos naturales, no podía ser ajena a Emilio Salgari (1862-1911). Así lo demuestran La reina de los caribes, Honorata de Wan Guld. La reina de los antropófagos, Yolanda. La hija del Corsario Negro, Morgan, El hijo del corsario rojo y Los últimos filibusteros.
Cuando se habla de este maestro de la novela de aventuras siempre se dice que no conoció las selvas, los mares, los desiertos o los polos, escenarios de sus aclamadas obras. En la única entrevista literaria que le hicieron, dijo a Antonio Casulli: “Fui a Venecia para los estudios náuticos. Y después de tres años fui capitán de altos mares. Tenía unos veinte años: era el 82 o el 83. Y viajé, viajé…he visto el mundo. Siempre en veleros, observando y fumando montañas de tabaco. En un viaje estuve seis meses en navegación con una sola parada en Ceylán, porque estaba atacado por los roedores”.[1]
Aunque Salgari se irritaba con quien cuestionara su vida viajera (llegó a herir en duelo a un periodista que lo incordiaba tildándolo de marinero de agua dulce), lo cierto es que no pudo hacer carrera marítima por su baja estatura (medía 1.50 m.). Varios testimonios niegan la supuesta errancia del escritor pero, como sabemos, el arte literario es más cosa de imaginación y palabras que de experiencias legitimadoras de lo narrado. Sin embargo, los tiempos positivistas que vivía el autor así parecían solicitarlo. Escribió Eleonora Arrigoni: “Entre 1881 y 1882 se embarca en la nave mercantil Italia Una, que navega durante tres meses por Venecia, Dalmacia y Brindisi, quizá como mozo o como simple pasajero. Las aventuras que Salgari amaba contar sobre su vida de mar no tenían base biográfica. Hay numerosos testimonios de conocidos los cuales aseguran que nunca se alejó de Italia. Sin embargo, es posible que entre 1881 y 1882, periodo durante el cual se perdió su rastro, haya seguido el viaje en la Italia Una hacia oriente por el Mediterráneo”.[2]
Al margen de la polémica, sabemos que Salgari fue asiduo de archivos, hemerotecas y bibliotecas públicas, en donde se informaba para la ambientación de sus obras y leía entusiasmado a los viajeros del siglo XVII: Cook, Bouganville, Krusenster… Era un hombre culto que hacía crónica teatral y traducciones. Una de las más conocidas fue su versión de la célebre novela de aventuras titulada Las minas del rey Salomón, de Henry Reader Haggard.
La reina de los caribes tiene escenarios centroamericanos y su argumento desemboca en nuestro país. Inicia en Puerto Limón, Costa Rica, continúa en Nicaragua y concluye en la laguna de Tamiahua, en el norte de Veracruz.
El Corsario Negro, que en realidad es Emilio de Roccabruna, señor de Valpenta y de Ventimiglia, no resulta un simple bucanero. Viste de seda negra, con desusada elegancia; sus armas y la pluma que orna su sombrero son también del color de la noche. El camarote de su barco El Rayo es un gabinete acogedor, con tapetes persas, sillones y cojines de seda. Posee en Italia tierras y castillos, por eso nada toma de los botines que se obtienen después de los saqueos. Vino desde Europa (Flandes) en busca del duque Van Guld, asesino de sus hermanos (los Corsarios Rojo y Verde), quien llegaría a ser gobernador de Maracaibo, Venezuela.
Los marcos históricos, culturales y geográficos de las novelas de Salgari son elementales. Los argumentos menudean en batallas navales, abordajes, saqueos, duelos, luchas contra animales feroces, cacerías y breviarios culturales sobre flora y fauna regionales. Se informaba, pero no exhaustivamente; no se detenía a elaborar lo que en la novela histórica se conoce como arqueología, es decir, la construcción minuciosa de escenarios y la consignación de hechos documentados y personajes reales. Cuando se internan en la laguna de Tamiahua, ésta les parece la morada de Belcebú. Los recibe un concierto de simios llorones y el narrador explica que sus potentes aullidos se deben a que tienen doble laringe.
Entre los hombres cercanos al Corsario Negro está Moko, un africano que conoce la naturaleza y a menudo los saca de apuros. No ignora las bondades de la carne de armadillo, los salva de los cocodrilos y les descubre las bondades de una planta que mana agua potable (tamai caspi). Gracias a él, cazan un manatí, animal emblemático que debido a sus notorias ubres (se le conoce también como vaca marina) los europeos quisieron ver en él a las sirenas que traían en su imaginación. Como postre, Moko los llevó a un hormiguero para que aplastaran a las myrme cosistus mellinger, que estaban llenas de miel.
Se ha destacado el elogio de las virtudes morales que pregonan las novelas de nuestro autor, pero poco se ha dicho del humor sencillo que lo acompaña:
— El agua es una buena bebida, pero he notado que las lágrimas de ese tami caspi solo sirven para lavar los intestinos. Si tú, Moko, eres realmente una persona decente, debes encontrarnos algún otro árbol que suministre algo más sólido (…) Entonces, querido Moko, busca otro tami caspi que llore pollos asados, por ejemplo.
–¡Te vuelves exigente, compadre blanco! –dijo el negro. ¡Ni aún en África he visto plantas que den pollos asados![3]
Un rasgo de la prosa de Salgari consiste en su adjetivación, a menudo grandilocuente, que suele impactar al lector poco avezado: “Pero cuando oyó hablar al Duque, su rostro, habitualmente dulce y bello, había tomado un aspecto tan salvaje, tan feroz, que daba miedo. Sus grandes ojos límpidos habíanse tornado tétricos: cruzó por ellos una llamarada de odio, mientras su frente se fruncía borrascosamente”.[4]
En Honorata de Wan Gud. La reina de los antropófagos, el grupo de corsarios que, en la novela anterior, habían quedado en la laguna de Tamiahua, llegan al puerto de Veracruz, dando un rodeo por Xalapa. ¡Y todo en siete horas!, unas a pie y otras a caballo. Ya se ha dicho que Salgari se informaba librescamente para ambientar sus narraciones; de aquí el error de cálculo. Además, los corsarios y su joven protegida, Yara (una indígena que vivía en las selvas del Darién, hasta donde llegó el duque Wan Guld para asesinar a su familia), espían un campamento de indígenas que tienen 20 caballos. En plena época colonial (la novela se desarrolla en 1683) era muy difícil, si no imposible, que los aborígenes vivieran libres y fueran poseedores de tantos equinos.
En Veracruz, los bucaneros ¡asaltan el fuerte de San Juan de Ulúa!, pero el duque Wan Guld, a quien habían ido a perseguir hasta allí, se les escapa hacia la Florida. Hacia allá continuará la persecución y la búsqueda de su hija, Honorata, de quien estaba enamorada el Corsario negro.
Por las dos novelas aquí mencionadas podemos inferir que Salgari había leído a Bernal Díaz del Castillo y a Hernán Cortés, a Darwin y a Humboldt, y a otros cronistas porque pone énfasis en algunos elementos que llamaron la atención de los europeos: el canibalismo, las iguanas en particular y, en general, animales y plantas referidos por sus nombres científicos. Si observamos la ruta de los bucaneros hacia la Florida quedará claro que leyó con atención Los naufragios, de Alvar Núñez Cabeza de Vaca.
El exotismo y la aventura, elementos que dieron éxito a las novelas de nuestro autor, ya estaban dados. Faltaba el amor, que aparece al final de esta novela cuando el Corsario Negro encuentre a Honorata, su gran ideal e hija de su más encarnizado enemigo, quien sucumbió en una batalla, en alta mar.
Pero resulta que Yolanda, hija del Corsario Negro (quien muere en los Alpes en un combate contra los franceses) y de Honorata de Wan Guld (quien fallece al dar a luz a la niña) tiene un tío en Maracaibo, Venezuela: el gobernador, que es hijo de una marquesa mexicana y del terrible Wan Guld que, como no puede llevar su verdadero nombre, aparece como conde de Medina y Torres. Yolanda es secuestrada en alta mar, durante su viaje a América con el que pretendía reclamar la herencia que le correspondía por su abuelo. Esto da origen a Yolanda. La hija del Corsario Negro. Aquí observamos que los argumentos de Salgari se tejen de libro a libro y no solo en el interior de cada novela.
Tal como sucede en las ficciones del autor, encontramos detalles típicos de la cultura regional, como peleas de gallos, huracanes y plagas de mosquitos.:
Eran los mosquitos jejenes y zancudos tempraneros, que caían en espesas nubes sobre la chalupa y picaban feroz y dolorosamente a los dos aventureros. Son los tales bichos un verdadero azote de aquellas regiones. A ciertas horas del día aparecen los primeros; por la noche son los segundos los que se ponen en campaña y montan guardia, como dicen los indios caribes. ¡Y qué dolorosas son sus punzadas! Tanto, que los pobres indios, que van desnudos, prefieren hacer frente a un jaguar antes que pasar entre una nube de zancudos…[5]
Morgan, fiel seguidor del Corsario Negro, va al rescate de Yolanda en un barco cuyo camarote es tan lujoso como el del padre de la muchacha. El pirata que vemos en escena se acoge a los estereotipos que construía Salgari pues es fuerte, feroz, apuesto y, con su generosidad, pregona los valores morales que tanto interesaban al novelista veronés. En sus Memorias afirmará que los detalles sentimentales denotan una belleza de alma.
Esta novela concluye con un naufragio frente a las costas de Venezuela y, en la última página, leemos: “La acción de esta novela continúa en la titulada Morgan…”, porque Salgari elaboró sagas no solo sobre regiones geográficas (mar, selva, polos, desiertos), sino sobre personajes que han quedado en la memoria de sus lectores.
Morgan es uno de los más notorios ejemplos de la novela de aventuras pues poco se afinca en una realidad histórica y sus baterías están enfocadas a combates, abordajes, saqueos, arañas peludas, jaguares y fieros aborígenes. Se ubica en Venezuela y, notablemente, entrega las voces de la selva:
Mil rumores se alzaban, bien bajo los islotes y bancos de la laguna, bien entre las tupidas malezas que proyectan densa sombra en la orilla.
Eran graznidos de batracios, de las enormes pipas, silbidos de reptiles acuáticos o terrestres, aullidos agudos que repercutían bajo la bóveda, lanzados por los simios rojos y las cebras, a los que, de tiempo en tiempo, hacían eco los gritos roncos de las panteras y de los macacos. Yolanda se esforzaba por estar tranquila; pero a cada aullido del jaguar se acercaba a Morgan palideciendo y creyendo siempre verse ante aquel formidable depredador, al que el hambre debía, tarde o temprano, arrastrar hacia el campamento.[6]
No podía faltar la referencia a uno de los más caros animales de la fauna imaginativa de los europeos, el manatí:
Un animal de grandes dimensiones, surgido inopinadamente entre las hojas de los mucu-mucu que cubrían gran parte de la laguna, retozaba removiendo las aguas con su cola larga y plana.
Por la forma se parecía a una foca, estando también provista de una especie de patas; pero la cabeza no era redonda, sino aplastada y con pelos largos y rudos que parecían bigotes alrededor de la boca.
En el pecho tenía dos grandes ubres que recordaban las de las famosas sirenas de la antigüedad.
Debía de pesar un par de quintales, a juzgar por su tamaño, que excedía de dos metros y medio.[7]
Yolanda, la hija del Corsario negro, se casa con Morgan; el matrimonio se establece en Jamaica.
El hijo del Corsario Rojo tiene lugar en Santo Domingo, en donde el conde de Ventimiglia se enamora de la princesa de Montelimar, viuda de un viejo marqués que murió combatiendo a los filibusteros; los odiaba porque se habían propuesto destruir las colonias españolas en el Caribe. Salgari incurre en el serial: el hijo del Corsario Rojo viene a América en busca de su media hermana porque su padre había procreado una niña con una princesa americana, nieta del cran cacique del Darién. ¡Sus héroes importantes siempre son nobles![8] Más adelante la acción se desplaza a Panamá, no sin que antes el autor nos hiciera la historia de los bucaneros:
Secar y ahumar, bajo sencillas cabañas formadas de hojas mal entrelazadas, las pieles y las carnes de los animales muertos en la caza, designábanse por los indios de las grandes islas del Golfo de México con el vocablo bucán, de donde proviene el nombre de bucanero.
Estos formidables cazadores, que más tarde habían de dar tanta gente a los filibusteros de la isla Tortuga y tantos disgustos a los españoles, se habían establecido principalmente en la Isla de Santo Domingo, por ser la más rica en animales salvajes. En su mayoría eran aventureros franceses, ingleses y flamencos, alejados de su patria por la miseria o por los delitos cometidos (…) procedentes en su mayoría de la hez de las grandes capitales de Europa occidental, juzgábanse hombres de honor[9].
Los dos volúmenes de esta novela, que juntos alcanzan casi 600 páginas, insisten en los recursos de nuestro autor: combates, persecuciones, abordajes en alta mar, robo de vestimentas para engañar al enemigo como un farero, un alabardero o un soldado inglés. Con muy pocos señalamientos sociales o planteamientos trascendentes, se confirma lo que afirmó Salvador Vázquez de Parga: “Salgari significa la aventura en estado puro”.[10] A esto contribuye también una observación fundamental: sus entes de ficción más recordados tienen personalidades elementales. Son bravos, leales o valientes, pero no hay matices, contradicciones o complejidades. Jean-Yves Tadié también contribuyó para este apunte: “Describir lo pasado o los países exóticos no es un fin sino un medio (…) Porque lo que importa no es la reproducción de sucesos reales, históricos, sino la de pasiones humanas elementales: el miedo, el valor, la voluntad de poder, la abnegación, el instinto de muerte y el amor”.[11]
Al final de esta aventura, 30 corsarios y 10 filibusteros deciden volver a Europa porque ya tenían suficiente riqueza acumulada. ¡Lo que nunca hicieron los verdaderos piratas! ¡Ellos fueron la imagen viva de la libertad porque nunca quisieron acumular bienes![12]
En Los últimos filibusteros, la hija del Corsario Rojo vuelve a América por su herencia debido a que su padre, el gran cacique del Darién acaba de morir. En consecuencia, el marqués de Montelimar, que era su padre adoptivo, se convierte en su enemigo por la posesión de la herencia. Los indígenas, además, la quieren convertir en reina.
Los escenarios son ahora Guatemala, Honduras y Nicaragua. En la selva centroamericana asistimos a desmesuradas aventuras (los filibusteros se refugian en un enorme nido de cóndores, que los atacan y, a uno de ellos, lo bajan del árbol suspendido de las garras); allí moran los indígenas antropófagos; sufren ataques de murciélagos y serpientes enormes y libran estampidas de toros salvajes. En esta novela, Salgari se permite una de las más explícitas descripciones de las selvas que conoció en libros, periódicos y revistas. Pone al alcance de sus lectores el exotismo, la posibilidad de asomarse a lo lejano y desconocido como si saliera de mano de un pintor adánico:
La selva virgen, por el contrario, asusta y pone al hombre en una perplejidad llena de verdadera angustia.
Una bóveda sin fin, altísima. Formada por hojas monstruosas que se entrelazan unas a otras, junto con la multitud de lianas que caen en enormes festones, se tiende millas y millas sobre la cabeza de los viajeros, interceptando casi por completo la luz solar. Una pavorosa semioscuridad, que no se aclara sino al mediodía y solo por algunas horas, reina en aquellos inmensos océanos de verdor. También los rayos de luna raramente penetran, no existiendo verdaderamente en las selvas vírgenes desgarrones que formen claros.
Bajo aquellos inmensos vegetales reina sofocación que impide a menudo el respirar o por lo menos le hace difícil. A ratos es ardiente como si de las altas bóvedas cayesen ascuas de fuego, pero la mayoría de las veces es húmeda, enervante, soporífera. Un gran silencio, comparable al que reina en los grandes desiertos, impera durante el día; por la noche, al revés, es un desconcierto horrible, espantoso, que no cesa sino a los primeros albores. Sapos gigantescos, insectos que revolotean como mariposas, hienas que rujen, jaguares y lobos rojos que lanzan a plenos pulmones aullidos lúgubres, confunden sus voces en un trastorno horrendo.
El hombre que avanza fatigosamente por aquellas selvas sin fin, casi asfixiado por el enrarecimiento del aire, no está seguro de dar diez pasos sin correr el peligro de perder la piel. Son los reptiles, los venenosos, los que más asustan, pues surgen de improviso bajo una rama muerta, bajo un grupo de hojas secas o en descomposición y atacan con ferocidad al pobre que pasa, el cual no puede hacer otra cosa que tenderse bajo una planta y esperar la muerte que no tarda en sobrevenirle.
Las hormigas leones llegan en seguida, descarnan el cadáver, dejando un esqueleto perfectamente limpio que podría hacer óptima figura en un museo o en una escuela de anatomía. Y no basta eso. Otros peligros acechan en las florestas vírgenes. Allí está el vampiro, especie de murciélago, grande como un gato, que espera a que el viandante, cansado por la larga marcha, se haya dormido para ir a chuparle la sangre; además, allí están los terribles gatos gigantes, no menos sedientos de sangre y siempre agazapados sobre el tronco de una planta; más tarde, cuando la floresta se torna húmeda y pantanosa, miles y miles de sanguijuelas salen de todas partes, mordiendo ferozmente. Tales son las delicias de las grandes selvas vírgenes, sean americanas, africanas o asiáticas.[13]
Los europeos se reparten en botín (tres cuevas repletas de oro) y se retiran a la vida tranquila. Son los últimos filibusteros que dieron problemas a los españoles. Salgari cierra la novela con la mención de dos mujeres piratas (Mary Read y Anne Bonny) que Rafael Bernal trató literariamente en Gente de mar, libro que, curiosamente, lleva esta dedicatoria: “A la memoria del inmortal Emilio Salgari”.[14]
Cuando Emilio Salgari emprende la escritura de Mis memorias, ya no está en condiciones de anhelar cosas. Está cansado de la labor realizada y de sus luchas. Las emprende por necesidad, como un deber. Desea que sus hijos y sus lectores obtengan enseñanzas de su voluntad de batallar, de sus ansias de aventura y de gloria. Serán “el coronamiento de toda mi obra: la síntesis, el epílogo”.[15]
Emprende esta especie de testamento moral con plena conciencia de que los grandes autores de libros de aventuras han sido sedentarios, como Julio Verne.[16] Él, en cambio, sostiene: “yo he sacado siempre, más que de las bibliotecas, de mi experiencia personal la sustancia de mis libros”.[17] Y viene una confesión que, parece, se aproxima mucho a la realidad:
Fue la necesidad de desprenderme, por así decirlo, del frenesí de aventuras que todavía me poseía, lo que guió mi pluma; y así encontré, en el desarrollo novelesco de sucesos que verdaderamente me sucedieron, una compensación a mi forzosa inmovilidad. No pudiendo ya correr por mares y continentes, lancé sobre el globo terráqueo a mis héroes y mis heroínas; y escribí, escribí, escribí hasta el punto en que el escribir, de remedio liberador se convirtió en una profesión. Peor, en una dolorosa profesión.[18]
Como siempre, lleva las cosas al terreno de los valores y la moral. Incluso al hablar de sus raíces invoca las virtudes: “en las largas noches de invierno me hablaba de las estupendas hazañas de mi abuelo, de sus viajes, de su entusiasmo por la liberación de los oprimidos”.[19]
Salgari, mal estudiante en las aulas, guardó vivo recuerdo de un anciano profesor que le señaló uno de los rasgos notables de su persona. Le dijo que estaba marcado por el Don quijotismo, expresión que en su momento no comprendió pero que el tiempo y sus libros ejemplificaron con largueza.
Sus Memorias, entreveradas con episodios de la vida real –como su viaje en el Italia Una, o la manera en que, siendo reportero teatral, conoció a Aída Peruzzi, se esposa– se convierten en una novela autobiográfica que bien puede ser un episodio de Los tigres de Mompracem porque, dice Salgari, su segundo gran viaje fue a la India. Aquí su inclinación moral resplandece porque asegura que en Borneo conoce a Sandokan, el Tigre de Malasia, su famoso personaje que defendía su tierra contra el coloniaje holandés e inglés. Insiste pues en que sus personajes no son imaginarios, sino seres tomados de la realidad.
En la selva de Borneo, Salgari dice haber protagonizado un romance juvenil con una muchacha inglesa, historia que no había revelado para no lastimar a Aída, su esposa y madre de sus hijos. Hubo un elemento adicional que unió a la pareja: la fascinación que la inglesita sentía por la obra de Fenimore Cooper, otro gran maestro del relato de aventuras. Como los vahos de la selva causaron la postración de su amada, Salgari habla de las selvas homicidas y del país de las fiebres y las penalidades. Si La vorágine y Marabunta nos regalan invasiones de hormigas en Sudamérica, Salgari describe en sus Memorias una estampida de búfalos. Tal como sucede en sus novelas, Mis memorias prodiga breviarios culturales sobre los simios. Así opina Salgari de las selvas, pero también del colonialismo:
Las noches en las selvas tropicales son terribles. Entre sus brisas y sus hálitos calurosos, se mezclan sutiles venenos que se infiltran en la sangre del hombre. Se creería que la selva quiere defender su virginidad. Que quiere conservar intacta su impenetrabilidad, y cuando el hombre, a hachazos, o por medio del incendio devastador, se abre un hueco en su intrincada espesura, ella se venga haciendo penetrar en su cuerpo dormido el veneno sutil, destilado por mil plantas maléficas.
La selva no ama al hombre que viene a sorprender sus profundos secretos. La selva odia la civilización y se opone a su camino con las barreras de sus silencios y más todavía con los venenos que expande (…) Cuando una potencia europea quiere apoderarse de un territorio dominado por un, así llamado, soberano bárbaro, comienza por declarar que es de urgente necesidad civilizar aquel territorio.
Y entonces el fin es tan elevado y humanitario, que todos los medios empleados para conseguirlo son, de antemano, considerados legítimos y dignos de encomio.[20]
De la selva incendiada de Borneo lo rescató un barco francés en el que permaneció tres años. Al volver a Italia, le dio pena su existencia de pirata independentista (con los Tigres de Mompracem robaba metales a los barocos para construir armas) y prefirió contar sus aventuras de manera oblicua. Conoce a Aída, se casa, tiene hijos y se convierte en escritor en condiciones ominosas: escribía para un solo editor a quien debía entregar resúmenes para ver si aprobaba los proyectos. Empieza a acosarlo la pobreza que, junto con la demencia de su esposa, lo llevan al suicidio: “No he sabido en mi vida lo que es una diversión, nunca jamás; siempre el pupitre, el feroz e implacable pupitre que a cada momento quiere que yo trabaje y produzca nuevos libros (…) El alivio me lo procura el tabaco: cien cigarrillos cotidianamente me dan fuerza para sostenerme en pie, el alimento no (…) Me siento vecino al derrumbamiento: ¡la ceguera llama a mis puertas![21]
Si en 1910 intentó matarse de una puñalada en el pecho, en 1911 el hara kiri lo ayudó a cumplir sus propósitos. Estas son las últimas palabras a sus hijos: “El otro día he mentido diciéndoos que iba a ver al señor Mattirolo para activar algunos asuntos. No fue así, Nadir: fui a comprar un cuchillo, la hoja que ha de desgarrar mi cuerpo…
“Os beso apasionadamente; besad a la mamá en mi nombre y adiós para siempre. Mañana no existiré. Vuestro padre, EMILIO SALGARI”[22].
Emilio Salgari, hijo de un terrateniente, se suicidó acorralado por la miseria y la demencia de su esposa. ¡En la miseria, este autor que tanto dinero dio a ganar a sus editores, a quienes entregaba una novela cada 40 o 50 días! ⌈⊂⌋
[1] Emilio Salgari, Los tigres del mar y otros cuentos, traducción de Eleonora Arrigoni, México, SEP/Colofón, 2004, p.18.
[2] Ídem. A esta afirmación habría que agregar la que, en México, hizo María Elvira Bermúdez, una de las mayores conocedoras de la obra de Salgari: “A los diecisiete años, llevado por su pasión por el mar –acrecentada por sus lecturas de libros y de diarios sobre viajes—se trasladó a Venecia y se inscribió en el Instituto Técnico y Naval; pero en 1881 interrumpió los cursos que debieron convertirlo en Capitán de navío. De ese mismo año data el único viaje por mar que Salgari realizó en su vida: una corta travesía –como turista y no como marino—lo llevó de Venecia a Brindisi y viceversa, tocando ocasionalmente algún pequeño puerto de la Dalmacia. De regreso en Verona, ocultó su fracaso como marino haciéndose llamar ostentosamente capitán…” Prólogo a Emilio Salgari, Sandokan. La mujer del pirata, s/trad., México, Editorial Porrúa (Sepan Cuantos…), 1976, p. VIII.
[3] Emilio Salgari, La reina de los caribes, México, Editorial Pirámide, 1949, pp.228 y 229.
[4] Ibídem, p.127.
[5] Emilio Salgari, Yolanda. La hija del Corsario Negro, México, Editorial Pirámide, s/f, p. 31
[6] Emilio Salgari, Morgan, México, Editorial Porrúa (Sepan Cuantos), 2000, p.102.
[7] Ibídem, pp. 106-107.
[8] Sandokan, personaje principal de Los tigres de Mompracem, no es un simple pirata, sino un personaje de estirpe real que lucha contra los europeos que lo despojaron de su trono. Igual que los barcos de los piratas europeos, el praho de Sandokan es acogedor: “Era éste una pequeña habitación, decorada con elegancia; un verdadero nido. Las paredes estaban ocultas por un espeso tejido oriental y el suelo cubierto con blandas alfombras indias. Los ricos muebles, hermosísimos, de caoba y de ébano, taraceados con madreperla, ocupaban las esquinas, mientras en lo alto colgaba una gran lámpara dorada”. Los tigres de Mompracem, traducción de Antonio Colinas, Madrid, Alianza Editorial, 1981, p.195.
[9] Emilio Salgari, El hijo del Corsario Rojo, México, Editorial Pirámide, 1950, vol.I, pp. 129 y 131.
[10] Salvador Vázquez de Parga, Héroes de la aventura, Barcelona, Editorial Planeta, 1983, p. 82.
[11] Jean-Yves Tadié, La novela de aventuras, traducción de José Andrés Pérez Carballo, México, Fondo de Cultura Económica, 1989, pp. 11-12.
[12] Véase Gilles Lapouge, Los piratas, traducción de Enrique Molina, Barcelona, Editorial Estela, 1969.
[13] Emilio Salgari, Los últimos filibusteros, tomo II, México, Editorial Pirámide, 1948, pp. 89-91.
[14] Rafael Bernal, Gente de mar, México, Editorial jus, 1959, p.9.
[15] Emilio Salgari, Mis memorias, traducción de Gonzalo Calvo, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1977, p.17.
[16] En la novela que tiene como escenario la laguna de Tamiahua, como dos caimanes en riña destruyeron la lancha ballenera en que iban los personajes, éstos construyeron una almadía que resultó una verdadera jangada, como la que inventó Verne en su novela que bautizó con el mismo nombre de esa balsa que lleva una cabaña en la parte media: La jangada.
[17] Ibídem, p. 7.
[18] Ídem.
[19] Ibídem, p. 9.
[20] Ibídem, pp. 65 y 45.
[21] Ibídem, p.106.
[22] Ibídem, p. 108.
Ciudad de México, 1953. Ensayista y narrador. Doctor en Lengua y literatura Hispánicas por la FFyL de la UNAM. Profesor-investigador en la UAM-A, donde ha sido coordinador de la Especialización en Literatura Mexicana del siglo XX y la Maestría en Literatura Mexicana Contemporánea. Desde 1998 es miembro del SNI (nivel II). Ha colaborado de Crítica, El Día, El Nacional, De Largo Aliento, La Palabra y El Hombre, Mar de Tinta, Memoria de Papel, Revista de Literatura Mexicana Contemporánea, Revista de Revistas, Revista de la Universidad, Sábado, Semanario Punto, Semanario Tiempo, Siempre!, Texto Crítico, y Tierra Adentro. Premio Internacional de Ensayo Alfonso Reyes 1997 por La rebambaramba (Monterrey, Nuevo León) y Premio de Periodismo Cultural INBA/Delegación Cuauhtémoc 1988 por Narradores mexicanos de fin de siglo.