Los Chinelos: de Chevalier a la Alta Velocidad

Mario Alberto Serrano Avelar

1. Chevalier ve a los Chinelos

Siempre me pregunto qué pensaba François Chevalier esa mañana de 1955. Qué sintió en su alma, en su ingente amor por esta tierra, cuando parado (o sentado, vaya uno a saber) en la plaza del pueblo de Tepoztlán, en el corazón del centro de México, vio aparecer a una banda de danzantes cuyas características no eran tan importantes como su misma forma de danzar.

Chevalier, heredero nato de la escuela historiográfica de Annales, tenía ideas muy elaboradas sobre la manera de hacer y escribir la Historia, era receptivo a diversas manifestaciones culturales, buscaba y aprovechaba diversidad de fuentes; pero podemos apostar que ese día se habrá quedado de una pieza. Los danzantes giraban alrededor de un modesto kiosko con una cadencia alegre, pasos más cercanos a los brinquitos y el jolgorio que al ritmo establecido, casi litúrgico que las danzas rurales de prácticamente todo el mundo tienen.

Chevalier llegó por primera vez a México en 1947. Lo recorrió en automóvil, mula, trenes e inclusive a pie. Para finales de año sin embargo lo hacía en una imponente Harley Davidson que acentúa su imagen de aventurero académico, algo así como un Indiana Jones de la vida real.

El francés sin embargo, a diferencia del arqueólogo de la ficción, buscaba hacerse de una impresión global sobre las relaciones del mexicano con la tierra y no buscar las joyas perdidas de culturas ancestrales; de hecho, el motivo que lo trajo a México fue la realización de una indagación etnográfica para su tesis de doctorado, pero lo que era una suerte de tarea académica terminó convirtiéndose en una relación más profunda con el país. Prácticamente lo recorrió todo y como ha sucedido con muchos extranjeros, esa oportunidad tocó su pulpa. Fotógrafo excepcional, Chevalier fue documentando templos, edificios, personas, rostros y personalidades; como los buenos viajeros, sabía atravesar lo anecdótico para concentrarse en el aura de los objetos y personas. Su mirada registró todo en una colección fotográfica por demás, muy interesante.

Pero esa mañana de enero, en la misma tierra del general Emiliano Zapata, al historiador se le aparecieron unos danzantes vestidos con una especie de ropón amplísimo. Por la fotografía que dejó de dicha aparición se sabe que el ropón, como ahora se pregona tanto en el mundillo cultural, pertenece a un estilo “elegante y sobrio”, categoría que se debe al color oscuro predominante que hace contrapunto en algunos detalles de plumas y aplicaciones blancas. Pero en ese entonces aún no había una teorización del traje ni las muchas veces excesivas interpretaciones personales de sus fanáticos. Rafael Gaona en esa peculiar novela que es El diablo en Tlayacapan refiere que ese intemporal pueblo antes del fin de siglo y milenio, habían las llamadas “comparsas de carquis” que se entiende, eran pretensiosas y elegantes frente a las sencillas y casi diría humildes que usaban trajes de color azul y blanco.

Pero la ficción de Gaona es anacrónica al momento en que Chevalier se vio frente a los danzantes. Los que el francés vio usaban sombreros rarísimos de copa alta, pero no eran como las chisteras ni nada parecido a las modas europeas en lo que a sombreros se refiere. Mucho menos esos casi comales que como potencias de santos usaban los campesinos zapatistas y aún los campesinos de los años 50, sombreros de ala anchísima plana. Los que vio eran sombreros bien raros: parecían un trapecio invertido, una suerte de pirámide trunca imposible de definir, que por si fuera poco su extravagante forma, estaba rematada por unas plumas de avestruz que les daban a la distancia, un cierto aire a los empenachados morriones de las guerras de religión o a los tocados de la época prehispánica, vaya uno a saber lo que Chevalier pensó en ese justo momento.

Por otro lado, podemos aventurar el estupor del observante, en lugar de máscaras de madera que como en otras comarcas del sur mexicano, representan a los antiguos jaguares que veneraban sus antepasados indígenas, estos danzantes tepoztecos traían una máscara de metal muy cercana al rostro humano, a la cara del blanco, del europeo. Eso era obvio pero había algo más. ¡La punta! La barba parecía un gancho, o un cuerno retorcido. No era por falta de pericia sino… ¡claro! por hacer mofa. Y sí, su barba daba risa.

Chevalier no pretendía escribir sus impresiones de viaje. Ante todo seguía una investigación doctoral como ya se dijo más arriba; en los subsecuentes viajes que hizo, ya con el doctorado agregado al inicio de su nombre, se reunía con los grandes historiadores del medio siglo XX para lo propio y sobre todo para trabar amistad. Mexicanos tan absolutamente famosos como Silvio Zavala o don Luis González y González, y extranjeros como Paul Kirchhoff y Marcel Bataillon que en la historiografía son nombres que no necesitan explicación aparecen en sus fotografías como viejos y entrañables camaradas recorriendo algún pueblo de México, montando a caballo por el campo o trepados en la azotea de un secular monasterio agustino.

Y es que esos añejos comités tutoriales no le impidieron hacer alrededor de seis mil fotografías de cada estación, impresión y sorpresa que le deparó su acercamiento a México. Además, para lo que aquí importa, dejó algunas anotaciones en frases secas pero notablemente precisas que luego, en los años 90, serían usadas para formar los pies de foto en un libro dedicado a su trabajo viajero y fotográfico. Las que puso para referir a los danzantes de Tepoztlán suenan (cómo no) eufónicas en medio de la oración tan parca: “Ils portent d´amples robes colorées, de grands chapeaux et des masques de vieillards à la barbe pointue. On les apelle les chinelos.”

“Les llaman los chinelos” dice la frase final. No es seguro que haya sido el primer extranjero en ver la peculiar danza morelense, pero podemos tomarle prestada esa intención de encuadrar lo que veía y buscarle una explicación racional. Era el 20 de enero de 1955. Lo que veía, sin que a él se lo pidieran, ya era historia.

2. Los que usan una máscara de viejos

La postura de Chevalier sirve para mediar entre la pasión y el conocimiento que provocan los chinelos, porque después de todo, ¿quiénes son, esos danzantes que “usan una máscara de viejos en punta”? En los otros Méxicos que rodean a Tepoztlán y que envuelven a ese minúsculo estado llamado Morelos, la pregunta y sus respuestas son obvias. Pero en otras tierras no. Y no me refiero a otros países y culturas sino inclusive a los propios vecinos de estas tierras del centro de México. Porque el Chinelo, nombre de la danza y por extensión de los danzantes que la practican, es una desmesura, una hipérbole. En ese México que se conforma por el estado de Morelos y como mancha, de algunas poblaciones vecinas, todo mundo sabe qué son los chinelos, porque su mundo está hecho con la pulpa de los sueños, la pasión en pleno que convocan es tanta que verlos hoy en día parece irrealidad. La verdad es que tratar de narrar lo que son los chinelos es una desmesura. El chinelo es una totalidad y una cadena de sorpresas. Habría que definir, más allá de Chevalier, que el chinelo es a un tiempo a) la danza; b) los que la practican; c) el movimiento cultural que engloba los incisos anteriores.

Los dos primeros incisos deben explicarse a partir de aquellas personas que están dispuestas, literalmente, a gastar su vida en esa danza que a la vez representa la mayor pasión de sus vidas. Como buena danza, siempre es un grupo, un colectivo afanoso y eufórico que recibe o se ha dado el nombre de “Comparsa”. Cada una con mejores o peores nombres que sería inútil rastrear su genealogía. La mayoría, eso sí, hacen referencia a ese idealizado pasado indígena y abundan las Comparsas Azteca, por decirlo breve. Cada una, independientemente del nombre, está ligada a un barrio de su pueblo, al ínfimo espacio que le da pertenencia a los chinelos con su gusto, sus familias y linajes. La comunidad que forman las comparsas, sin embargo, para venir a complicar lo antes dicho, está ligada a una identidad, pero luego resulta que una comparsa no es municipal ni regional, ni estatal.

La comunidad es un inciso c que engloba todo lo anterior si hay fe y como dicen los chinelos carnavalito, es decir, el brinco alegre y apasionado de su propia danza; y si hay modo de brincar mucho tiempo, desplazarse a donde haya fiesta o carnaval no representa el mínimo esfuerzo; no huelga decir por ejemplo, que en los últimos treinta años, cada vez resulta muy común saber que una comparsa fue de viaje a Chicago, Washington a alguna ciudad de ese tamaño, a brincar un carnavalito, por supuesto.

La comparsa que seguí en esta crónica se llama Unión Central. Pero conviene hablar de ella en presente porque enormes retos como la pandemia no lograron mermarla en absoluto. Sigo entonces, para no hacer más aclaración, sus brincos, su alegría y magia pero también sus recorridos, comenzando por uno suficientemente insólito para un grupo de pueblo. Porque la Unión Central estuvo (y ahora en esta lectura nuevamente lo hacen) en los entretelones del ABB FIA Formula E Championship. El E-Prix Ciudad de México 2020. Han pasado los años, desde luego, pero los invitaría a imaginar el momento: una combinación exótica e imposible que solo atinaría a definir en el binomio autos deportivos y tambora. Los chinelos siguen las indicaciones que unas modelos extranjeras altísimas les dan para entrar en la pletórica explanada que es el Autódromo Hermanos Rodríguez.

La comparsa entra. En su barrio puede ser numerosísima pero aquí queda disminuida hasta lo increíble. El público sin embargo, arracimado en las gradas, explota con una serie de aplausos y gritos que a primera vista no se aprecia si es por el gusto de tener una expresión típicamente mexicana en el evento, o porque en realidad, no quieren nada folklórico en una competencia de este nivel. Las explicaciones salen sobrando desde luego. La euforia y emoción de estar ahí, en el centro de las miradas, rozando al staff que da instrucciones en un inglés corporativo y tiene un conteo más que preciso del tiempo que debe durar el espectáculo es más fuerte. La tambora truena en unos amplificadores sabiamente escondidos en el lugar y el Autódromo vuela.

Los chinelos, extraídos de un pueblo que nadie sabe dónde está ni qué es, entran a un escenario gigantesco para hacer lo que mejor saben: brincar chinelo. Casi cien mil kilómetros de competencia y una danza alegre, llamativa y contagiosa que sin caer en el lugar común, también enciende los motores. Hace que se fundan todos los asistentes, de las gradas a los trajes, de las modelos rubias al chirriar de las llantas.

Sí, uno siente absolutamente la emoción, aunque no nos gusten ni los automóviles deportivos ni los chinelos. Todo suena redondo y autorreferente, pero sigue sin responder.

3. ¿Qué es el chinelo?

Es la danza más representativa del Estado de Morelos. Hombres y mujeres usan de un traje a base de terciopelo que tiene forma de ropón o bata, porque cubre todo el cuerpo del cuello hasta los tobillos.

El traje que utilizan los danzantes, es decir, los chinelos, es usualmente de un mismo color y tela (terciopelo) pero tiene infinidad de adornos que están cosidos al mismo. El traje sería lo de menos sin esa máscara de fierro que tanto capturó la atención de Chevalier. Rudimentaria o muy perfeccionista, la máscara se caracteriza por una barba descomunal que según la tradición, satiriza a los españoles. La historia o mito cuenta que los pobladores de Tlayacapan, un pueblo vecino del morelense Tepoztlán, para unas fiestas de carnaval a fines del siglo XIX decidieron disfrazarse de españoles y salir por las calles a hacer bulla y burlarse de los patrones. Por eso, la máscara tradicional es rosa, con espesas cejas pintadas, ojos grandes pintados de colores claros y pestañas enormes; y la larga y burlona barba que es el toque de todo el conjunto. El punto central sin embargo no es el atuendo sino las reglas en la ejecución de esta danza que precisamente consisten en que no hay reglas.

Uno se mete a la bola de danzantes (que conviene recordar son chinelos sin más quebraderos de cabeza) y deja que el ritmo lo lleve. Se gira, se mueven los brazos, las caderas, los hombros, la cabeza. Por eso nadie dice que “se danza” sino  “se brinca”. Algún erudito local llegó a decir que “chinelo” puede ser un nahuatlismo que significaría “movimiento de caderas”. Aquí lo dejo por respeto a las tradiciones pero no metería las manos al fuego por dichas genealogías.

Hay que verlos, pero fundamentalmente, vivirlos. Los dos pies sucesivamente: uno intermitente, el otro una quebrada de cintura. Danzas hay en todo el mundo y nuestro continente bien puede buscar un lugar de honor. Sin embargo, ¿cómo se podría describir una danza en donde los pasos dependen del danzante, su gusto, su euforia y sobre todo, su pasión?

De manera que el chinelo es un reto para el intelecto, sus escuelas y tonterías. Diría que es llanamente la intensidad del cuerpo, pero es una confusión ontológica entre la danza, el movimiento, el danzante y sus nombres. Porque encima de todo, nada en esa danza es individual sino profundamente colectivo.

Entonces, uno se mete a la bola, se pone a brincar y punto.