Los despertares del Popocatépetl

Mario Alberto Serrano

El 6 de diciembre de 1921 los regiomontanos quedaron de una pieza con el encabezado que El Porvenir “El periódico de la frontera”, tiraba a ocho columnas: “Después de un reposo de siglos el Popocatépetl tendrá pronto una fuerte y violenta erupción”.

Dos años antes, en 1919 el segundo volcán más grande de México comenzó su actividad después de al menos un siglo de calma. La “tranquilidad” de un coloso que parece una montaña muerta es una de las razones por las cuales, durante el siglo XIX el Valle de México pudo desarrollar una industria variopinta en la que igual cabe la introducción del Ferrocarril Interoceánico y el inicio del comercio intensivo de helados en la ciudad de México. Desde luego, si en esos ayeres se hubieran dado explosiones grandilocuentes, lava salpicando la oscuridad y otro tipo de imágenes apocalípticas, quizá también hubiera prosperado la fotografía y la industria de la información, pero ya sabemos que todo y nada pudo suceder, pero eso nunca lo sabremos.

Como sea, en 1919 el Popo “despertó” y en las comunidades que existen alrededor de su cono existe una tradición oral que se va repitiendo de vez en cuando, pero aumenta en épocas de crisis y cenizas. “En tiempos de la Revolución” un personaje que a veces es un rico, un avaro, un español o inclusive en pocas palabras un pendejo, colocó poco más de 150 cartuchos de dinamita en el cráter y los explotó con toda intención. Tras la horrible sacudida, es de comprender, el Popo despertó con furia, vomitando ceniza y fuego sobre pueblos y habitantes como una forma de castigo o ya francamente, de hacerse presente en su tierra y decir que estaba más vivo que nunca.  

Para beneficio de esta crónica, la historia oral no es tan desacertada, incluso podemos ponerle nombre y fechas. Desde 1854 el general jalisciense Gaspar Sánchez Ochoa se ostentaba como “dueño” del Popocatépetl en virtud de una concesión que obtuvo de Santa Anna, “su alteza serenísima, general presidente” para explotar el azufre y nieves de la montaña en completa exclusividad. La historia de esta “propiedad” merece un capítulo entero por sus altibajos y obstinación, pero aquí cabe señalar que efectivamente, hacia 1919, Sánchez tuvo la mala idea de colocar dinamita en algunas partes de la pared del cráter para acelerar el próspero negocio de azufre que por otro lado, tras la 1 Guerra Mundial comenzaba a tener muchos competidores en otros países donde otros “dueños” de los volcanes hacían lo propio. Eventualmente, la explosión dañó al domo, una suerte de lava semi fría que bloquea el cráter, lo que aceleró la actividad después del plácido letargo que el coloso tuvo, como ya se dijo antes, durante el larguísimo siglo XIX.

¡El Popo en erupción! ¡El Popo ha despertado! Dar una noticia de ese calibre se trataba, cómo podemos imaginar, de una nota espectacular para un periódico de provincias, pero a la distancia, de un evento inimaginable para los lectores de hace cien años porque en su pasado inmediato no había ninguna referencia o recuerdo de algo parecido. Desde luego, en 1883 sucedió la mortífera erupción del volcán indonesio Krakatoa, pero en una época sin medios de comunicación globales la noticia apenas tuvo ligeras menciones en México.

De manera que nuestro Popocatépetl “despertó” con una furia considerable a fines de 1919 dando paso a una serie de noticias y reportajes de tan sensacional acontecimiento. De principio se registraron las tremendas lluvias de ceniza y fumarolas grises como borbotones de piedra pulverizada que azotaron a los pueblos de la comarca. Pero en esa misma distancia noticiosa, no fueron los periódicos del centro del país los más preocupados sino los del interior. Al gobernador de Sinaloa, por ejemplo, se le comunicó en enero de 1920 en una ficha de alta urgencia que el Popocatépetl había arrojado tal cantidad de ceniza que su cono estaba deformado y “numerosos caminos han desaparecido quedando en su lugar barrancos y lodazales siendo imposible aventurarse por ellos”. Otros medios en cambio dieron por arrojar leña a la chacota. El Periódico Oficial del Estado de Morelos, por ejemplo, argumentaba lo ineludible que era acabar con Zapata y sus huestes, que probablemente se refugiaban en el mismo Popocatépetl provocando por esa presencia incomodísima la lluvia de lava y rugidos infernales.

Como fuere, a finales de abril de 1921, el gobierno del presidente Obregón comenzó a tomar en sus manos el asunto y dispuso una constante observación del volcán desde la Estación Meteorológica de Tacubaya, pero en una época sin los dispositivos tecnológicos digitales, no había de otra que organizar ascensos al Popo para observar de viva mano lo que ahí sucedía.

Francisco de León tuvo en su haber diversos trabajos que el gobierno porfirista y luego el revolucionario le encomendó para hacer mediciones y análisis. No era un tiempo de abundancia de geólogos y las facciones siguieron dándole su lugar como el primer especialista del ramo. A De León pues, le correspondió ascender al cráter en plena actividad para constatar que efectivamente arrojaba ceniza en grandes proporciones e inclusive piedras de gran tamaño, pero dictaminó que no había ninguna certeza de que eso significara una erupción inminente. De una y muchas maneras, lo mismo hoy que hace más de cien años, la idea que se tiene de la ciencia es como de una forma suprema de la predicción y los gobiernos pretenderían que un científico sea capaz de decir cuándo sucederán los fenómenos naturales.

De León tranquilizó los ánimos en abril, pero entre mayo y septiembre de ese 1921, las cosas fueron cambiando con el volcán porque además de incrementar la cantidad de ceniza y gases, se reportaron “roncos truenos subterráneos”.

El “viejo volcán” antes de 1921 representaba una maravilla imponente digna de ser dominada por el ser humano a través de expresiones culturales, deportivas o empresariales como el próspero negocio de Sánchez Ochoa, los poemas de José María Roa Bárcena o las fotografías de Hugo Brehme. La verdad es que al volcán se le menospreció según la idea imperante del progreso positivista como un objeto, impresionante desde luego, pero que por eso mismo debía ser puesto bajo las órdenes de la humanidad.

Previo a su gran despertar al Popo se le rindió homenaje en un variado catálogo de poemas, rimas, crónicas y textos entre los que destaca por su fama el “Idilio de los Volcanes” de José Santos Chocano, poema que resucitó la leyenda de los volcanes convirtiéndose en un hit de fines de siglo que alimentó por no decir, educó, sentimentalmente a los mexicanos con el volcán. A partir de la famosa leyenda del guerrero prehispánico que es timado por el suegro odioso y que al regresar del combate tiene que soportar estoicamente ver a su amada muerta y terminan ambos convertidos en imponentes montañas, seguirá un verdadero torrente de alabanzas, elogios, semblanzas y malas copias de la leyenda. En todas las descripciones domina un estilo romántico y muchas veces cursi propio de la época. El gran periodista, escritor y editor católico don Victoriano Agüeros por ejemplo, no se cansó de escribir alabanzas a la “cándida nieve” del coloso, que en su pluma parece un dócil pastor de juguetonas nubecillas corriendo por los cielos.

Los periódicos sobre todo le dieron flama a las grandilocuencias inaugurando una solución de mesa de redacción que hasta hoy funciona: si no hay nota, habla del Popo. Pero a veces con un dudoso estilo. El Popo decimonónico, por decir un par de perlas negras, es ni más ni menos una mutación del mismo don Porfirio, o bien Huitzilopochtli, Atlas, o como escribiera el licenciado Rafael López en pleno furor de las fiestas del Centenario en 1910: “las invencibles torres de Dios”, los “pilares que sostienen las espléndidas techumbres de los cielos”.

Hasta 1921 pues, el Popo era como el venerable abuelo protector del Valle de México que había recibido a todo tipo de visitantes propios y extraños, pero de pronto, sin que nadie lo entendiera cabalmente, rompía su carácter bonachón para convertirse en un monstruo que salpicaba fuego, gases horribles y nubarrones de ceniza.

De ahí que después de lo que podríamos considerar “la falla” predictiva de Francisco de León, en 1921 subió hasta el “abra” (cráter) del volcán, el italiano Imanuel Prielandael: “desde el cráter se nota a simple vista un notable fuego interior… y cuando los vapores coronan el cono se ven resplandores rojizos”, dictaminó; meses después el australiano George Hayde fue comisionado por el gobierno para hacer un estudio serio y científico de la reciente actividad.

Hayde, por cierto, bajó al cráter en plena actividad usando una flamante máscara inspirada en las que recién se habían usado en la Primera Guerra Mundial, pero los densos vapores y la ceniza hicieron que se desmayara en pleno descenso y sus acompañantes, porteadores y guías indígenas de los pueblos bajo el volcán, apenas lograron sacarlo con vida. Eso sucedió el 13 de diciembre de 1921. Cuatro días después, la prensa satirizaba que el flamante australiano simplemente no acababa de enviar ningún reporte al gobierno.

Fuera de ese malinchismo en cuanto a los científicos se refiere, las noticias de hace cien años nunca pararon en tomarle parecer a los pobladores, “los pelados”, “la indiada” o ya de perdida los “vecinos de la montaña” como los llama El Porvenir, nunca fueron entrevistados ni por asomo, lo cual es una desgracia para los que rascamos la memoria. Sin embargo, en los dos o tres casos que sí lo hicieron, los habitantes de la Región alzaban los hombros y decían que pues sí, en la noche se veía un resplandor rojo saliendo del volcán; que sí, echaba mucha humareda, que sí, pero sobre todo, qué cuál era el problema.

Usaré ese testimonio único para ir cerrando esta memoria. Las personas que vivimos a la sombra del Popo, hemos heredado una convivencia con el volcán tan íntima y cotidiana que de algún modo nos ha inoculado contra las fantasías y fines del mundo que encienden las alarmas entre los que viven fuera. Puede ser desde luego una forma de consuelo, pero en lo personal siempre que me preguntan qué se siente vivir tan cerca del Popo, o cómo han sido los días llenos de ceniza, o si tenemos miedo, la verdad es que no tengo las respuestas que quisiera, ni siquiera para mí mismo.

En 2001 cuando la actividad fue tan grande que se planteó la posibilidad de evacuar no solo a los pueblos más cercanos al cono (Santiago Xalixintla, Puebla, por antonomasia) sino los que están en el radio de veinte kilómetros del cráter como el pueblo de mi niñez, el tiempo fue de estupefacción. ¿Cómo?, ¿el Popo en serio va a tronar? Recuerdo una imagen. Era la feria del pueblo y se estaba organizando por primera vez un magno desfile de todos los estandartes, es decir, de todas las organizaciones que participan en la festividad. El día fijado, a las cuatro de la tarde, los grupos y su estandarte debían congregarse en la entrada del pueblo para comenzar el desfile y justo a esa hora vino una explosión que literalmente cimbró los suelos y puso por encima de dos mil metros una nube negra que parecía anunciar el fin del milenio. Los grupos dudaron, claro que dudaron. ¿Será prudente continuar?, ¿no será mejor ir a casa y alejarnos del monstruo? Pero luego muchos, casi todos, la mayoría aplastante, siguió a su punto de encuentro y el desfile se hizo efectivamente, grandilocuente y bello. Eso fue el día lunes. El jueves, el “castillo”, los fuegos pirotécnicos que tanto gustan por aquí, colocaron una novedad divertida, justa y a su modo inolvidable: en una estructura se veía la silueta cónica del Popo. A una indicación del maestro pirotécnico la mecha encendió un artilugio que hacía ver que “salpicaba” lava del pequeño volcán homenajeado. “Protege a tu pueblo” se invocó en la cabecera del “castillo” principal. Para febrero, ciertamente, el semáforo de alerta volcánica regresó al sempiterno color amarillo y su fase dos que para ser sinceros, por aquí no dice nada.

Esta convivencia es más larga y anecdótica de lo que quisiera. A la postre, la modernidad también tendrá que dar paso a su peculiar manera de neo costumbrismo. Quisiera cerrar con otra frase muy típica de estos pueblos, aceptando que la primera frase es que, si nos preguntan algo sobre el miedo no diremos nada. La frase en cuestión es “mejor que eche humo, que respire a que se tape”. Entonces, ¿no le da miedo que eche ceniza? Miedo lo que se dice miedo, no, además, es mejor que respire, malo cuando ya no saque nada. Me dice una señora que vende fruta en la plaza de Amecameca. Quizá ya nos hemos acostumbrado efectivamente. Quizá solo nos engañamos para hacer de tripas corazón. Mientras tanto, puedo confesarlo, tengo lista la cámara para que dentro de cien años nuestros bisnietos tengan mucho material con que seguir documentando los despertares del gran Popocatépetl.