Mario Alberto Serrano Avelar
Dicen los que saben que William Stewart Halsted fue el padre de la cirugía moderna. Lo dicen porque a su lado tienen monumentos como A clinical and hisotological study, que lo corroboran parte por parte. Aunque cualquier tratado que sea denso no sé si debiera considerarse infalible. Esto último lo digo con reservas porque evidentemente yo no sé gran cosa del asunto.
Los que dicen, saben que Halsted fue cirujano por casualidad, lo que lógicamente compromete su figura de padre fundador de esta disciplina. El asunto es que Willy tenía una abrumadora facilidad para destrozar un ave a medio vuelo con un disparo limpio, frontal y a doscientos, incluso trescientos metros. Si se hubieran alineado otras estrellas habría terminado atleta, amante de la cacería o irremediablemente tenedor de libros en la calle Ocho de Nueva York.
Lo que no dicen los que saben, es que Halsted sintió vértigo cuando entró a su primera cirugía. Eran otros tiempos parece; las paredes no eran blancas, no olía a desinfectante ni había lámparas. Todo eran salpicaduras de miedo, supuración de gritos, las arterias temporales vaciando el mal anidado en la sangre. En el Bellevue un escalpelo valía lo menos tres tazas de café, pero no era tan importante como para dejarlo en una charola llena de alcohol. Léase, no valía la pena gastar así el dinero. Si se te cae, Bill, límpialo con un poco de saliva y continuemos trabajando.
William obedecía, por supuesto.
Lo que no saben los que dicen que Halsted estaba loco y probablemente un poco iluminado, es que en realidad antes de alcanzar la gloria de tratados y bronces en escuelas de medicina, fue un buen muchacho y un disciplinado deportista que no sabía desesperarse. Solo así, podrían decir para remediar lo que no saben los que dicen saber todo de Halsted, se comprende el impecable trazo de su vida: joven pobre, estudiante modelo y luego un virtuoso que irremediablemente debía ser becado.
Por tanto, Willy llegó a Europa con la euforia de un consagrado maratonista. O una categoría más adelante, si existe.
Usted, William, léase todo el Pronóstico de Hipócrates. Lo sé de memoria. Correcto, entonces léase el Papiro de Ebers. ¿En demótico o en su traducción moderna? Descanse William, la vida sigue. Gracias, pero vine a aprender todo lo posible.
Evidentemente, no se dice lo chocosa que resultó su inmensa demanda de saberes.
Por eso fue destinado a la sala de cirugías, para cansarlo, fastidiarlo o llanamente para hacer que diera con sus dos maletas de vuelta al nefasto país americano. Pero sucedió, según dicta el aforismo, que el remedio fue peor que la enfermedad. Bill conoció en la exigencia suprema de las dieciséis horas de prácticas que una cirugía es un arte mayor que requiere paciencia y talento, que confiere belleza a lo amorfo, que resulta precisa, aunque no precisamente te cure.
Entonces conoció a Hans Chiari, quien le dijo: verá Hanson, Halsted señor, como sea Hamilton, el hígado no es un órgano preciosista, ni te agrada a la primera, es informe, brilloso, atractivo hasta lo infernal.
El patólogo, eminencia incomparable en todos los círculos vieneses gustaba de la precisión y la elegancia. Verá Haines, Halsted señor, sí, sí, como sea, verá que a muchos colegas les repugna esta serie de estudios, pero en verdad le digo (y en ese preciso instante expuso frente a su nariz una catedral gótica, un patio bizantino y puede que hasta un enorme rascacielos fascinante con forma de tejidos dañados y necróticos) que mire la obra suprema de la creación, por supuesto, suprema en tanto ha sido demolida y nosotros debemos reconstruir lo más posible. Mira Bill, mira los nódulos, mira las ramificaciones, mira cómo se pone celoso, mira Bill, mira.
William Stewart Halsted, dicen sin saber si saben, los que se supone saben, regresó entonces a los Estados Unidos para ser el padre de la cirugía radical. Pero antes de que desempacara sus maletas tuvo oportunidad de probar que su carrera había valido la pena y que para ser el padre debía cerrar el círculo de la familia. Hijo, que me duele, le gritó su madre, Halsted la subió a la mesa de la cocina y le extirpó la vesícula biliar. Confianza, heroísmo, abnegación. Si no lo convenzo revise A clinical and hisotological study, para que el propio Halsted le diga lo que sabía y lo conduzca por la impaciente orografía del cuerpo humano.
Lo que saben, pero no dicen los que saben, es que Halsted era deportista e infalible, alumno modelo, inteligencia clarividente y admirador de las obras mayores de los tejidos muertos, pero un ser humano, a fin de cuentas. Estando en un hospital de Halle, vio como los cirujanos aplicaban cocaína a sus pacientes y conseguían mejores resultados en las operaciones. Eres barata, infalible, eres fácil de dosificar, le dijo Bill a la ampolleta con una ternura que no había conocido en su alma. Cuando dejó de usarla en sus propios pacientes para usarla él mismo sintió que su humanidad se perfeccionaba.
La cocaína fue feroz con Halsted, pero también cuadraba con su voluntad. Lo que sabemos por los que saben, es que en 1898 su famosa mastectomía se radicalizó hasta la escabroso: doblegado el seno dejaba que el bisturí siguiera escarbando, más, un poco más; más, un poco adelante, más, solo hasta que ya no podamos parar. La clavícula cedía a los nódulos linfáticos, el bisturí se extasiaba rebanando, desbastando esa primigenia obra de arte llamada cirugía. Halsted pensó en escribir al respecto, considerando que este nuevo arte plástico tenía la gran desventaja de tener como materia prima el siempre inefable cuerpo humano.
“Limpiamos o vaciamos la fosa supraclavicular con muy pocas excepciones”. Los que saben son parcos en palabras como todos los doctores: el mal se va de raíz. Acabar el cáncer requiere exterminar de raíz a las células, aunque en el camino se crucen tejidos u órganos. Un discípulo de Halsted, dice uno de los que saben de esto, para erradicar el cáncer de mama erradicó tres costillas, parte de la caja torácica, le amputó un hombro y despareció para siempre la clavícula de su paciente.
Lo que yo sé, porque trato de no quedarme con lo que dicen los que saben, es que Halsted no estaba loco ni era adicto –para curarse la brutal dependencia a la cocaína le suministraron morfina en bajas dosis: sólo él supo cómo resistió-; tampoco era obsesivo ni reservado –aunque vivía en una mansión gélida con sus perros y sus cirugías y su mujer- Bill no buscaba fama ni era monástico. No espera el juicio de la historia ni ser desempolvado por sus colegas. Puesto que Halsted era más o menos, y eso es mucho decir, simplemente un ser humano buscando la cura de una enfermedad.
MARIO ALBERTO SERRANO. Escritor, historiador y cronista. Autor de varios libros, el más reciente “Amecameca” (FOEM, 2020). Ha ganado diversos premios por su trabajo literario, de los que destaca el “Laura Méndez de Cuenca” de la Secretaría de Cultura del Estado de México en la categoría de novela (2017) y el Premio Internacional “Ana María Aguero Melnyczuk a la Investigación” (Buenos Aires, 2020). Parte de su trabajo literario ha sido publicado en México, Estados Unidos, Venezuela y Argentina.