De Colores y de Músicas

¿Son los sonidos equiparables a los colores? Si así fuere, ¿cabría hablar de audiciones coloreadas y armonías pictóricas a la par de visiones audibles y colores melódicos? O, más acorde con nuestro cometido, ¿podrían ser las vibraciones fonocromáticas fuente de inspiración artística?  En su obviedad, las respuestas nos dan pie para incursionar en un terreno fascinante sobre el cual, a pesar de las innumerables teorías y los estudios comparativos que han surgido al respecto, no hay todavía consenso. La vinculación existe, lo vemos con los oídos de la razón y lo escuchamos con los ojos del espíritu ‒y ahí están los préstamos semánticos para corroborarlo[1]‒, sin embargo, el debate y la especulación han de hacer cuentas con las emociones que las gamas cromáticas, de ambas materias, suscitan en nuestra interioridad. Reside aquí la fragilidad de las teorías y la esencia de las disputas intelectuales.

Si el matrimonio entre el color y su correspondiente auditivo ‒o el sonido con su correspondiente visual‒ ha sido de interés milenario para filósofos y científicos, son ahora los psicólogos quienes se suman a la discusión. Y, por supuesto, a ellos se les unen los artistas cuya sustancia de trabajo yace entre los linderos de la pintura y la música. Linderos que, a nuestro entender, siempre han estado presentes y que son, tanto audibles para la pintura como visibles para la música. Empero, para negarlo estuvieron, por citar a los más notables, Göethe[2] y los estructuralistas ‒aunque son los menos‒ comandados por Levi-Strauss, quien escribió: “La naturaleza ofrece espontáneamente todos los modelos de colores que necesita la pintura, pero en el caso de la música no. Lo que la naturaleza produce son ruidos, no sonidos musicales.”

Mas no es este el espacio idóneo para desmentir a Levi-Strauss ni a Göethe ‒bastaría con traer a colación las melodías netas que emiten las ballenas, o los acordes que produce el viento al manifestarse sobre cavidades naturales que tengan resonancias armónicas para lograrlo‒ sino para exponer los casos emblemáticos que pueden darnos luz ‒tanto visual como auditiva‒sobre el asunto, así como para citar las últimas líneas de investigación que sugieren que las asociaciones entre la música y el color se basan en las emociones compartidas que evocan, y para glosar, a partir de nuestros símbolos patrios, sobre una de las más recientes demostraciones que la ciencia nos ha aportado.

Será menester que hagamos una sucinta retrospectiva para aquilatar lo que enunciaremos. Fueron los sabios griegos quienes articularon las primeras asociaciones que nos interesan, edificando los cimientos de una ensoñación que aún pervive. Inspirado en las teorías de Pitágoras, Platón advirtió, por ejemplo, que la cuarta justa se asociaba al amarillo. Aristóteles señaló, entre otras relaciones, que la consonancia de la quinta justa era igual al púrpura fenicio[3], y también fue pionero en definir las equivalencias de las siete notas de la escala musical con los siete colores intermedios que nacían a partir del negro y del blanco. Aquitas de Tarento bautizó la escala cromática ‒ordenamiento auditivo que emplea los 12 semitonos de la octava‒ haciendo la distinción con la escala diatónica.[4] Sobre esta diferencia de construcciones sonoras, las mismas que sentarían las bases de los sistemas musicales del futuro, Jean-Jacques Rousseau apuntaría: “El cromatismo embellece al género diatónico con los semitonos, los cuales logran, en la música, el mismo efecto que la variedad de los colores tiene en la pintura.”

No obstante, el debate surgió de inmediato: los miembros de la escuela peripatética[5] socavaron las cavilaciones sinestésicas[6] de entonces declarando que entre el arte sonoro y los colores existía un abismo insalvable, ya que “el color carecía del poder moral del que gozan los sonidos”. Con esta aseveración, huelga decirlo, el fiel de la balanza se inclinaría de manera concluyente hacía la supremacía que ostenta la música sobre el resto de las artes. Con esto, hemos de insistir que con su influjo puede modificarse ‒para bien o para mal‒ el carácter del ser humano, así como elevarse ‒o decaer‒ la calidad de sus pasiones, cosa que no logran las otras artes con tanta eficacia.

Llegada la Edad Media no hubo mayores aportaciones, salvo la práctica que inventó Rudolf de Saint Trond, en el siglo XI, para dotar de colores a los modos musicales en boga.[7] Con antelación, los monjes habían establecido, de acuerdo con su valor temporal, que las notas negras eran más breves que las blancas. (También hubo notas rojas pero dejarían de utilizarse entre los siglos XIV y XV)[8]. Así, para Saint Trond, el modo lidio se anotaba en amarillo, el frigio en verde, el dorio en rojo, el mixolidio en morado, etcétera. Una vez remontado el Medioevo, con la exclusión de los modos griegos que había adoptado la Iglesia para darle voz a sus prédicas, la “coloración” espiritual pensada para la feligresía se tornó de una magnificencia insospechada; mas fue necesario que lograran aposentarse las ansiadas libertades que depararía el Renacimiento. La densa monotonía del canto gregoriano con sus severas prohibiciones interválicas daría paso a una música, ahora sí, llena de colorido gracias a la aparición de los sostenidos y los bemoles dentro de las escalas musicales.

Viene a cuento apuntar la frase del maestro renacentista Gesualdo de Espinosa sobre del inaugurado cromatismo sonoro: “Gracias a las alteraciones cromáticas la música cobra un nuevo color, es el color de la expresión anímica, la de los movimientos del alma.” Pero más relevante aún para lo que nos ocupa, son los festejos pictóricos que hicieron que los lienzos del Renacimiento resonaran con otras temáticas ‒tendientes, cada vez más, a alejarse de la liturgia‒, en franco maridaje con las explosiones sonoras de la nueva música. Para celebrarlo, como un hito de la historia de la pintura que se hermana con la música, debemos traer a colación la colosal tela que Paolo Veronese intituló en 1563 como Le nozze di Cana.[9] En ella, el episodio bíblico se reinterpreta como una gran fiesta veneciana donde las bodas se acompañan de un magno concierto.[10] Resulta sintomático que en su composición los músicos se sitúen en primer plano, delante del mismísimo Cristo que está ‒en segundo plano‒ abstraído trocando el agua por vino. Lo relevante para nosotros, con todo el simbolismo que podamos atribuirle, es que los tañedores instrumentales son los propios pintores: Tiziano toca una viola da gamba, Jacopo Bassano toca una flauta, Bendetto Caliari ‒hermano del autor‒ ejecuta una lira y el propio Veronese se autorretrata ejecutando una viola da braccio.

¿Cómo descifrar los vuelos de la imaginación que surgen del insondable juego de los colores hechos música y de los sonidos vueltos color? ¿Cómo sujetar lo que hay en ellos de metafórico bajo los mantos multicolores y multifónicos de la experiencia humana? ¿Podríamos pensar que las respuestas de esa fecunda interacción yacen en la intuición de la mirada y en la adivinación poética de la escucha?…  Digamos que, más allá de las disquisiciones de índole emocional, los campos perceptivos donde reinan las dos materias se funden en un tejido indesprendible de la subjetividad, puesto que el ojo y el oído son catalizadores que filtran aleatoriamente la información con que entendemos y nombramos al mundo. Vemos para creer, pero también oímos para confirmar que creemos. Los sonidos y los colores giran a nuestro alrededor en cortejos prodigiosos que nos marcan los amaneceres y los ocasos de la vida. Ambos definen y borran fronteras, ambos son portadores de alegorías vibrantes.

Una vez recalados en el siglo XVII los estudios de óptica reforzaron las analogías sonoro/coloreadas y las esperanzas de dilucidarlas adquirieron nuevo impulso. Kepler se atrevió a sugerir una escala musical con tonalidades del blanco al negro, en la que quiso traslucir la misma secuencia de colores que se observa en el cielo al alba y al anochecer.

Algo similar aconteció con el matemático y teórico musical Marin Mersenne quien disertó en su obra L´Harmonie universelle sobre las correspondencias visuales ‒arbitrarias e improbables‒ de las escalas. A la diatónica sugirió colorearla en verdes, a la cromática en amarillos y a las enarmónicas[11] en rojos. Creyó también ‒sin ningún sustento práctico‒ que la producción simultánea de los sonidos podía equipararse con la combinación de los colores, por ejemplo, al mezclar los tonos del azul con los del amarillo surgirían ‒y aseguró que se escucharían‒ las tonalidades del verde.

Vinieron después los experimentos en torno a la fragmentación de la luz que realizó Newton. Al descubrir que un haz de luz blanca se descomponía en lo que denominó Colores primarios[12] pensó que podía liberar a la escala cromática del esquema tonal aristotélico ordenando los colores dentro de una nueva secuencia. Propuso, pues, otro séptimo color ‒el azul índigo‒ para completar intuitivamente los sonidos “primarios” de la música con los siete colores del arcoíris. Dados sus conocimientos musicales, sostuvo que las armonías de los colores eran análogas a aquellas de los sonidos, es decir, que las combinaciones entre sí habrían de seguir los mismos principios.

Para sorpresa nuestra, durante el Siglo de las Luces no surgió ninguna propuesta concreta sobre la imbricación que nos interesa. Los afanes para comprender la vastedad del universo visible a través del intelecto no incluyeron la vinculación simultánea entre ojo y oído. Ninguno de los enciclopedistas ‒salvo Rousseau, quien mencionó que los sonidos tenían una composición multiforme,[13] como la de los colores‒ se pronunció ni por las afinidades ni por las discrepancias existentes en las dos sustancias.

Tendría que advenir el siglo decimonónico ‒con sus secuelas en los siglos XX y XXI‒ para que los artistas enfilaran sus creaciones hacia la gradual ‒aunque siempre enjuiciada‒ disolvencia de los límites, proporcionando músicas “verdaderamente” plásticas y pinturas “verosímilmente” sonoras. Chopin fue muy específico al expresar con un término extraído de la física del color ‒reflexión aureolar‒ que la lógica de la sucesión de los sonidos era un fenómeno parecido al de las reflexiones del color y se empeñó por dotar con el mayor número de luces y sombras ‒también de timbres y texturas‒ a sus obras.  Liszt y Wagner, como el resto de los colegas de su generación, se preocuparon por expandir al máximo su paleta de tonalidades sonoras, plasmándolas en enormes lienzos musicales. Tal preocupación, dicho sea de paso, ya había estado presente en los compositores de épocas anteriores, aunque quizá de manera inconsciente.

En cuanto a los pintores, debemos anotar a los que, abiertamente, se dejaron influir por la música. Van Gogh habló de “bemoles rojos y verdes” dentro de sus telas y no fue raro que durante sus lecciones de piano se parara de golpe para decir que algunos acordes le sonaban como el “azul de Prusia o el bermellón.” Kandinsky, además de tocar el chelo escribió que “tenía la impresión de que a medida que el pincel arrancaba los fragmentos de ese ser vivo que es el color, el proceso provocaba la aparición de un sonido musical.”  Whistler fue pionero en buscar títulos musicales para los cuadros; así, pintó una Sinfonía en blanco, como Klee plasmó una Fuga en rojo y Mondrian una Composición en rojo amarillo y azul. Y de esta guisa, fecunda y afiebrada, hasta llegar a fusiones más ambiciosas como aquella que concibió Henri Lagresille para traducir en sugestivos mosaicos multicolores las obras maestras del Arte sonoro. Según su método, todo flujo melódico y toda sucesión de acordes puede “verse” e incluso podría “tocarse”.

No obstante, sería necesario que apareciera en el horizonte un individuo genial bendecido ‒o aquejado‒ de sinestesia para validar dentro de sus obras las premisas de la interacción enunciada. Se trató del ruso Aleksandr Skriabin (1872-1915), un fenomenal pianista y compositor que usó los medios a su disposición para ampliar los espectros auditivos de su música, aunándolos con los efectos y las emociones que suscita el color. Según narra su historia, desde muy joven cayó en la cuenta de que todo lo que escuchaba su cerebro lo traducía en colores. Empezó entonces por diseñar un sistema propio de colores[14] e ideó algunos artefactos que proyectaran las gamas cromáticas que su música demandaba. Nació ahí su teclado ocular y parió muchas composiciones místicas[15] que habrían de acompañarse de proyecciones lumínicas para contribuir a la “formación de una vida más elevada gracias a la influencia conjunta de las artes”. Al final de su existencia pretendió ir más adelante engendrando una obra llamada Mysterium ‒quedó inconclusa‒ que, además de requerir de luces coloreadas, incluiría olores.

Aceptado el fascinante proceso de asociación sensorial que posibilita la sinestesia fonocromática, es momento de glosar sobre los nuevos caminos que la ciencia y las artes nos prodigan. No faltan, en fechas recientes, los pedagogos que afirman que la música encontraría mejores caminos si se enseñara en función de los colores y tampoco escasean los compositores que apelan a sus capacidades sinestésicas como parte de su proceso creativo.[16] Igualmente, mediante cálculos físicos ha llegado a determinarse que la longitud de onda de los colores posee una equivalencia con la frecuencia en hertzios de los sonidos; de manera que el Do “suena”  a verde, el Do# a verdiazul, el Re a azul, el Re# a azul purpurino, el Mi a púrpura azulado, el Fa a púrpura, el Fa# a rojo purpurino, el Sol a granate, el Sol# a rojo, el La a rojo-naranja, el La# a naranja y el Si a amarillo verdoso.

Con estas analogías, es obligado citar la reciente cura para la acromatopsia, es decir, el déficit visual que impide captar colores. Neil Harbisson, el primer ciudadano del mundo reconocido como Ciborg, padece el trastorno y merced a un “tercer ojo” ‒un dispositivo electrónico que efectúa las conversiones‒ ha logrado corregirlo, “oyendo” los colores. Con el implante en funciones es capaz de ordenar su vida ‒lo que come, la forma en que viste y el diseño de sus espacios‒ de acuerdo con su sonoridad. En sus palabras: “oír los colores es mejor que verlos ya que evita disonancias.” De esa forma, por ejemplo, elige ropa azul, lila y naranja para ir a sepelios, ya que su resultante ‒Do, Mi bemol y Fa sostenido‒ es la idónea. Viste con un acorde disminuido que, a todas luces, corresponde a la sensación de desasosiego con que tradicionalmente se le asocia.

Para concluir preguntemos, ¿qué combinación sonora tiene la bandera mexicana? ¿Es cierto que podríamos “verla” auditivamente?… Si damos crédito a lo expuesto, tenemos que el bloque verde suena a Do, que el blanco es un espacio de silencio con un cluster centraly que el rojo suena a Sol#. Si la leemos como partitura tendremos un intervalo de quinta aumentada, con una cacofonía en el medio, pero si la interpretamos como acorde su efecto será una agria disonancia. ¿Habrá alguna relación con el caos que reina en la República del nopal con su águila desnutrida?… [ C ]


[1] Es de recordar que la palabra croma significa color en griego y que, ya adoptada en nuestro vocabulario, el color tiene la connotación de timbre para los músicos. Asimismo, el término mordente, se utiliza para ambas disciplinas, siendo para la pintura la sustancia que fija los colores en las telas, mientras que, para la música, se entiende como un adorno para una nota dada. También debe señalarse que tono y armonía, son una heredad que la ciencia musical le hizo al arte pictórico, en tanto que el término composición fue una aportación de la ciencia de los colores a la música.

[2] En su monumental Esbozo de una teoría de los colores, el sabio alemán anotó que el color y el sonido no se prestan a comparaciones puesto que son “como dos ríos que nacen en la misma montaña y que corren en dirección contraria, de suerte que no ofrecen ningún tipo de analogía en su curso.”

[3] Para los intervalos de cuarta justa sugirió el rojo y para el de octava el blanco.

[4] Estructura madre de nuestra música que se forma por la unión de dos tetracordes en donde encontramos la superposición escalonada de 4 tonos enteros y de 2 semitonos.

[5] Círculo filosófico de la Grecia antigua que, fundamentalmente se apegó a las enseñanzas de Aristóteles, su fundador.

[6] Según la neurofisiología es la asimilación conjunta de varios tipos de sensaciones de diferentes sentidos en un mismo acto perceptivo. Un individuo sinestésico puedeoír colores, y ver sonidos.

[7] Se recomienda la escucha de un Organum del siglo XIV. (Organum Lux refulget – Anónimo de Aquitania. The Orlando Consort. HARMONIA MUNDI, 2006)

[8] Se cree que una de las razones por las que la notación negra-roja mutó por negra-blanca fue que el rojo era de uso muy escaso debido a los pequeños valores que representaba. Eran las notas mínimas y semimínimas aquellas para las que hubo de emplearse.  

[9] Actualmente el lienzo, Las bodas de Canán, se ubica en el Museo del Louvre, después de que Napoleón I ordenara, en 1797, que se sustrajera del refectorio del convento benedictino de la isla veneciana de San Giorgi, que edificó Andrea Palladio. Mide 994 cm de largo x 677 cm de alto.

[10] Se aconseja la audición de una obra de la época cuyo título la hace perfecta para degustar la riqueza pictórico-musical del cuadro del Veronese. Pass´e mezzo Moderno e colorato del compositor veneciano Giorgio Mainerio (1535-1582). (Capricccio Stravagante Renaissance Orchestra. Skip Sempé, director. ALPHA-PROD, 2002)

[11] Son escalas que difieren en la escritura, pero suenan idénticas merced a las alteraciones; por ejemplo, la escala de Do sostenido suena igual a la de Re bemol.

[12] Son los colores que no se pueden obtener mediante la mezcla de ningún otro. La teoría de su obtención se basa en la respuesta biológica de las células receptoras del ojo humano ante la presencia de ciertas frecuencias de luz y sus interferencias.  Es dependiente de la percepción subjetiva del cerebro humano. La mezcla de dos colores primarios da origen a un color secundario.

[13] Se refirió a los armónicos que resuenan junto al sonido real y que son inseparables de su composición.

[14] Su esquema fue ordenado a partir del círculo de quintas. De esa forma el Do es rojo, el Sol es amarillo ocre, el Re amarillo limón, el La verde, pasando sucesivamente por las gamas de azules y púrpuras hasta completar el círculo.

[15] Se aconseja la “visión” de su Poema del fuego op. 60 “Prometeo”. Encuéntrelo en el sitio:/www.youtube.com/watch?v=V3B7uQ5K0IU. Así como la escucha de una obra para piano. (Aleksandr Skriabin –Sonata n° 7 op. 64. “Misa Blanca” Robert Taub, piano. HARMONIA MUNDI, 1990)

[16] Se recomienda la audición de la obra del compositor mexicano Eduardo Gamboa (1960) titulada Azules. (Eduardo Gamboa – Azules. Álvaro Bitrán , violonchelo. Arturo Nieto-Dorantes, piano. QUINDECIM, 2004)