Lowry y la ruta del licor en Oaxaca

Natalia Vásquez Benitez


La autora nos devela las dinámicas sociales en torno a las cantinas y expendios de licores en la ciudad de Oaxaca, 1937-1939, desde la narrativa de Malcolm Lowry.


Dentro de las cantinas fluyen las palabras y los dolores se van al olvido, o por lo menos, son redimidos… habrá pensado Malcolm Lowry cuando en diciembre de 1937 decidió trasladarse a Oaxaca en pos del famoso mezcal, una vez que su primera esposa Jan Gabrial decidió regresar a Estados Unidos.

En este breve ensayo cito dos obras literarias de Lowry –Bajo el volcán y Oscuro como la tumba donde yace mi amigo- como fuentes de gran valor para complementar el estudio de la vida cotidiana de la sociedad oaxaqueña que asistía a las cantinas y expendios de licores. Además, permiten vislumbrar el camino para la investigación sobre la reglamentación de dichos espacios. Ambas novelas son autobiográficas pues los personajes principales (el cónsul Geoffrey Firmin y Sigbjørn Wilderness) representan el álter ego del autor.

Las andanzas de Lowry en la ciudad de Oaxaca acontecieron durante la administración gubernamental de Constantino Chapital. La ciudad era alumbrada con luz eléctrica que la familia Zorrilla Barrundia producía en Vista Hermosa, Etla. Lowry se hospedó en el Hotel Francia que estaba ubicado en la calle 20 de noviembre, número 6.

Reglamentación

Si bien, Malcolm no proporcionó el número de cantinas existentes en Oaxaca, tal como lo hizo en Cuernavaca, sí describe algunas características de los lugares que frecuentó. En1937-1938 estaban en funcionamiento más de 120 expendios de licores entre los que estaban incluidos hoteles y tendejones que contaban con autorización para vender bebidas alcohólicas.

Ya no era permitido conceder licencias para la apertura de nuevas cantinas, pues el decreto del 26 de octubre de 1929 seguía rigiendo hasta esas fechas. Al ser descubierta la venta clandestina de licores, la autoridad municipal procedía a la clausura de los locales. Mientras que la sanción consistía en el pago de $30.00, de los cuales $5.00 correspondían a la falta de licencia para la venta de artículos de primera necesidad y $25.00 por la venta de bebidas alcohólicas.

Había autorización para la venta de licores en lupanares, hoteles, cantinas, teatros, casinos, salones de espectáculos y tendejones. El requisito principal consistía en poseer un área especial destinada al consumo de las bebidas, excepto en los salones de espectáculos. Aunque en la reglamentación se estipulaba que en las tiendas mixtas solamente era permitido comerciar en las horas del servicio de comida, las que contaban con permiso en horas extraordinarias también se sujetaban al requerimiento. Cabe señalar que la mayoría de esos espacios de sociabilidad estaban en lugares estratégicos: cerca del zócalo y la plaza principal –como el Portal de Flores y el Portal de Clavería -.

El permiso para la venta de bebidas era de 11:00 a.m. a 15.00 p.m. y de 18:00 p.m. a 23:00 p.m. de lunes a sábado. No obstante, el presidente municipal detentaba la facultad de conceder licencias para comerciar licores en horas extraordinarias siempre y cuando se lo informase al gobierno del Estado. En esos casos, los solicitantes pagaban, por cada hora, el doble de las horas ordinarias.

Dinámicas sociales en torno al consumo de bebidas alcohólicas

En las cantinas, habitualmente, los clientes disfrutaban de las bebidas en cualquier recipiente o, mejor aún, en copeo, siempre y cuando se mantuvieran dentro del establecimiento. Acudían a esos lugares quienes deseaban hallar un mecanismo de escape, celebrar algún triunfo, alentar a algún amigo a seguir adelante, o buscar soluciones a sus problemas, etc.

Asimismo, eran idóneos para establecer lazos mediante: charlas amenas, discusiones políticas, juego de barajas, billares, dominó, ajedrez, etc. Respecto a estas distracciones existían serias preocupaciones por parte de las autoridades y sociedad en general. La idea de que los expendios de licores únicamente desempeñaban el papel de lugares de vicio y despilfarro era el motor principal de tales inquietudes, pues los hombres, al apostar su dinero en los juegos de azar, no satisfacían de manera apropiada las necesidades que requería su familia.

Participaban todos los sectores sociales. Con la diferencia de que los hombres acaudalados asistían a las cantinas, con más elegancia, como las que se encontraban en algunos hoteles. Ahí también iban los políticos, hombres de negocios y algunos servidores públicos. Mientras que los tendejones eran lugares de reunión y convivencia para la clase popular.

Empero, Lowry no ocupaba su tiempo dilucidando sobre ir a un sitio de prestigio o a uno de categoría ínfima.

Así pues, estuvo en numerosos lugares de reunión frecuentados por la clase popular: mendigos, alfareros, obreros y campesinos. En “La Covadonga” –propiedad de Rodríguez y Fernández, y que estaba ubicada en el Portal de Flores–, conoció a Juan Fernando Márquez. Su amistad se forjó gracias al mezcal y hablaban de dicha bebida, de trabajo, política y conflictos existenciales.

Juntos recorrieron múltiples expendios de licores, entre ellos “El Farolito”, que ocupa un lugar primordial en la narrativa lowriana. Estaba situado en la calle de Las Casas número 18, –y no en Independencia, esquina con Mier y Terán, como sugiere Alberto Rebollo–. A partir de las descripciones del autor de Bajo el volcán  se deduce que emplazaba con la calle de Galeana.

La propietaria de aquel mítico lugar era la señora Carmen Luna. El local no estaba registrado como cantina, sino como un tendejón que contaba con la licencia correspondiente para la venta de  licores en horas extraordinarias (de 3:00 a.m. a 6:00 a.m.). Ahí, los trasnochadores amanecían bebiendo mezcal, “ochas”, tequila, tepache, cerveza, etc. Aunque el horario de servicio era hasta las seis de la mañana, algunos parroquianos salían del lugar horas después; era el caso de Lowry quien en muchas ocasiones regresaba a su hotel a las 9:00 a.m.    –muchas veces acompañado de algún mendigo–. Sin embargo, había ocasiones en que dormía -totalmente inconsciente- en alguna banqueta o dentro de una iglesia.

“El Farolito” era “un lugar de mala muerte”. Tenía “dos entradas bajas” y contaba con varios cuartos pequeños interconectados, dando la impresión de ser un laberinto del que no había salida en caso de alguna riña. Cuando algún parroquiano se embriagaba demasiado, podía quedarse a dormir en una de las habitaciones pagando 50 centavos.

El Hotel Francia contaba con un “pequeño bar al pie de la escalera” en donde algunos huéspedes gustaban de tomar tequila antes de desayunar. La cantina “Carta Blanca”, el hotel “El Modelo” y las cantinas “Moctezuma” y “La Farola”, entre otras, también desempeñaron el papel de espacios para socializar.

Realmente, pocos lugares contaban con permiso para la venta de bebidas embriagantes en horas extraordinarias. En “El Oasis” –aunque era una tienda de abarrotes los consumidores podían adquirir bebidas procedentes de otros estados del país y de Europa, tal como el vino francés.

Promoción de las bebidas

Los dueños se esforzaban para atraer a más clientes mediante la promoción de sus productos en los periódicos ofreciendo variadas marcas de cerveza. También fue necesario indicar el nombre de los distribuidores, así como la promesa de un servicio excelente. José Palacios Olivera –dueño de la tienda mixta “La Farola”– hizo saber a la gente, que contaba con auténtico mezcal de “Pechuga” y “Sidra Mixteca”, cuyo sabor era mejor que el del champagne.

La Cerveza Carta Blanca era otra bebida sumamente anunciada, que, según sus representantes, tenía un sabor ligeramente incitante y una frescura que llenaba al organismo de bienestar.

Lowry elogió tanto al mezcal oaxaqueño que sobre dicho elixir expresó: es “la bebida de la que nunca puedo creer, aun cuando la llevo hasta mis labios, que sea verdadera y que he tenido la admirable previsión de colocar a fácil alcance la noche anterior”. Aunque dicha bebida conducía a los consumidores a las riñas, en muchas ocasiones las amistades duraderas surgían en torno a ella.

Otros incidentes

La actividad cotidiana de los dueños, además de la supervisión, consistía en vigilar las prácticas sociales dentro de sus establecimientos con la finalidad de evitar, en la medida de lo posible, que se produjeran escándalos –o por lo menos, que no se enterara la autoridad municipal-. Pues estos contaban con la facultad de clausurar el local si en el lapso de un mes se suscitaban más de dos peleas.

Sin embargo, era inevitable que en cada cantina –aunque en algunas era más frecuente- algún cliente perdiera la cordura convirtiéndose en protagonista de desórdenes. Lowry tuvo que presenciar repetidas situaciones incómodas en “El Bosque” –ubicada en la avenida Hidalgo No. 44–, lugar donde algunos parroquianos peleaban a puerta cerrada.  Gracias a la buena relación con los amigos de Fernando –aunque lo despreciaban por su condición anglosajona- nunca fue involucrado en tales riñas. Cada vez que entre algunos borrachos iniciaba una discusión o problema, con miras a tener un desenlace violento, Fernando le recordaba que no había motivo de qué preocuparse pues estaba entre amigos y ese código era respetado, por más que no le simpatizara a  algunos de ellos.

En el caso de “El Farolito”, en 1939 la señora Carmen Luna fue denunciada por la policía arguyendo que los clientes pasaban toda la noche en su cantina. Por si fuera poco, los vecinos también se quejaron de las constantes riñas y escándalos que se producían en ese lugar. Dichas delaciones condujeron a que la autoridad municipal procediera a retirar la licencia de las tres horas extraordinarias para la venta de licores. Ante tal situación, la propietaria alegó en su defensa que las denuncias de los vecinos eran totalmente falsas, pues ella siempre estaba pendiente de lo que sucedía en su negocio. La presidencia municipal, luego de examinar detenidamente la situación, decidió revalidarle la licencia, pues consideró que no había pruebas contundentes y verídicas sobre tales quejas.

Los arrestos por embriaguez eran constantes. “La Covadonga” fue uno de los lugares donde Lowry fue detenido en diciembre de 1937. La causa fue su constante borrachera y problemas con su pasaporte, como le ocurrió varias veces en Acapulco. Quizá otro motivo fue su mala conducta,  pues  los detractores del orden público eran aprehendidos por la policía y remitidos a la Comisaría como fue el caso de Ángel Hernández.  En numerosas ocasiones, Fernando le ayudó a pagar las multas que le impusieron –claro, cuando él no iba a la cárcel–. Y no sólo eso, sino las deudas contraídas en las cantinas que solía frecuentar.

Epílogo

Como nota final, aunque la temporalidad del estudio no abarca hasta ese año, es importante mencionar que en enero de 1946, Lowry regresó a Oaxaca junto con su segunda esposa. Al llegar, percibió una ciudad muy distinta a la que había conocido. Para empezar, “El Farolito” había sido reubicado y en su lugar solo quedaba una fachada en total descuido, mientras que “El Bosque” parecía más una lonchería que una cantina.

Y como si las cosas no estuvieran ya deplorables, se sumaba otra tragedia. Su amigo Fernando estaba muerto desde 1939 –precisamente había sido asesinado en una cantina de Villahermosa, Tabasco-.

Decepcionado ante tal panorama, no averiguó más, pues ya nada lo vinculaba a la ciudad que antaño le proporcionó cobijo. (Todo parecía indicar que era momento de liberarse de arcaicos sufrimientos y saborear la libertad). “Esas cantinas de paredes lisas y anchas tras las cuales se escondía tal profundidad, tal complejidad, tal belleza de patios y habitaciones con suelo cubierto de serrín (sic), profundidad tras profundidad” pasaban a formar parte de recuerdos muy lejanos, igual que la imagen de Fernando agitando la botella de mezcal en la estación de tren de El Parián, en donde lo vio por última ocasión. Ninguno de los dos sabía que ese bailoteo de la botella significaba un adiós para siempre. Ö