Uno
Como cualquier lector, tengo diversos problemas con mis libros, pero el mayor es que vivo en una casa pequeña. Todo intento por formar una biblioteca se topa con el llamamiento a no acumular. “Es una necedad, me recuerda mi familia, ahogar el poco espacio que tenemos atestándolo de libros, así que no lo hagas”.
Aunque eso pareciera irrefutable, todo lector que se precie de serlo tiene un número indeterminado de libros que a la primera oportunidad intenta obtener (de hecho los obtiene al costo que sea) y los pasa a las estanterías y huecos subrepticiamente, como si fuera poca cosa faltar a la razón.
Mi querido profesor Héctor Campero Villalpando, que en 2019 dejó este lúgubre planeta, me confió hace mucho las modificaciones que hizo para que sus estantes fueran corredizos, fórmula que le permitió duplicar la capacidad de su “breve biblioteca”, de la que decía entre sorbo y sorbo de su infaltable café: “tiene como siete”. Yo le replicaba inocente “¿setecientos?”, y el imperturbable maestro Campero, a quien mucho quise y admiré, me respondía con su sonrisa más socarrona. “Siete mil, Serrano”. Como si fuera cualquier cosa. “Fíjese -continuaba sus confidencias- que alguna vez me llevé a un grupo de archivistas para que me ayudaran a clasificarla”.
En mi caso, puesto que disto mucho de ser excéntrico aristócrata, reputado académico o funcionario público áureo, mis libros tienen que ocupar cualquier territorio mostrenco de las recias vigilancias que le impone mi esposa: en las esquinas, encima de las mesas, en los closets, cerca de la cocina, fungiendo como cabecera y mesa de noche, rayando el último centímetro de pared, invadiendo el cuarto de mi hijo están los libros que poseo.
Dos
Hay una terrible autocomplacencia del lector que se vuelve de hecho pleno egoísmo, cuando habla de “sus libros”. Si abriéramos los ojos veríamos que el mundo de allá afuera está menos dispuesto a tolerar exquisiteces y robos de espacio. Para una persona que no acostumbra a leer, tener libros en abundancia es grosero, absurdo e incluso tonto. ¿Cómo disuadirlos si además, buena parte de esos libros seguramente nunca se van a leer? ¿Cómo comprender que existe un gusto simple y llano por tener El Libro? Roberto Calasso decía que lo esencial es comprar libros que no vayan a ser leídos enseguida, sino que debe llegar su momento, dos, diez, cuarenta años después, cuando ya sería muy difícil hallar el espécimen en la calle, pero por fortuna sí en “un estante poco frecuentado de nuestra propia biblioteca”. Como cita citable está perfecto, pero quien sabe si no antes de que pasen esos cuarenta años yo he sido arrojado a un rincón poco frecuentado de mi familia.
Tres
Tener un libro es una especie de necesidad y gozo que se unen de manera contundente: una es parte de la otra. Cuando adquiero un libro siento una alegría que no es fácil describir. No es un regalo ni una sorpresa, sino un rencuentro o un destino, pues se dice que cada libro tiene su lector y entonces me gusta asumirme como tal, enfrentando el reto de entrarle, de conocerlo o de reconocer que lo que se dice de él es cierto.
Siguiendo esa idea he comprado muchos libros (y otros los he tomado “prestados” para siempre) y sin embargo sé que no tengo ninguno, porque seguirán apareciendo muchos más que inviten a ser descubiertos; libros que no conozco, acaso que no existen aún pero que ya son destellos de luz en la oscuridad. En realidad, ¿qué nueva cosa podría decir al respecto? Al igual que con la tecnología, la apropiación de las novedades genera una terrible ansiedad. Revisar las novedades editoriales lo mismo que ir a una feria de libro es un estoico ejercicio de soportar el desfile de objetos que nunca podrás tener. De ahí que las plataformas para descargar libros en formato digital resulten un escape malsano, casi culposo, donde te pones a bajar cientos y cientos de títulos que seguramente nunca has de leer y peor aún, que pese a tenerlos en la computadora, anhelas de todas maneras tener en físico y, suponiendo que lo último sucediera, tampoco es seguro que los leerías de inmediato.
“Leer es un placer, tanto como tomar chocolate”, escribió el poeta Enrique Villada, pero lo que no describió fueron las formas perversas para hacerse de ese instante placentero de obtener el libro y tenerlo en tus manos. Hace tiempo pensaba que esa actitud era típicamente compulsiva, pero luego fui entendiendo que es más una relación cercana a la urgencia y la serotonina en grandes dosis. El lector puede parecer compulsivo para el no lector, pero para sí mismo es un estilo de vida, una justificación personal, una educación sentimental. Si hay oficio de lector, éste requiere forzosamente su liturgia para iniciados y sus ritos permanentes para ir donde está el libro y hacérselo.
En ese sentido no es compulsivo ir a una librería o buscarlos en tianguis, puestos de periódicos, en la calle o en librerías de viejo. En sí mismo, encontrar El Libro es una experiencia vital, algo insustituible. Hace años por ejemplo, en un tianguis encontré la primera edición de Los hombres del alba de Efraín Huerta autografiado y con correcciones autógrafas del propio poeta. El vendedor hizo un gesto de descanso por haberse desecho de un peso. Una carga menos para cuando tuviera que levantar el puesto. Total, ¿es solo un libro, no?
Cuatro
Los lectores no vamos de un libro a otro, sino que terminamos leyendo un diálogo que no acaba en la última página, pues como se sabe, un libro extiende su sombra sobre otros. De las infinitas tipologías de lector, siempre seguirá siendo ejemplar la de Borges y su libro infinito cuya lectura poseía la virtud no sólo de enloquecer sino de transformar la realidad del que leía sus páginas. Por supuesto que eso en sí mismo parece exagerado. Clarice Lispector aseguraba deber su tono a que escribía con la máquina en sus rodillas para mejor vigilar a sus hijos. Algunos a veces solo tenemos oportunidad lectora en el autobús o en lugares malolientes. Se me viene a la mente una viñeta de Mafalda para no delatarme del todo. La niña sabihonda apunta con su dedo flamígero: ¡Hey tú! Grandulón ¡¿con qué leyendo historietas ahí eh!?
En realidad, hay muchas anécdotas sobre la lectura. Ricardo Piglia lo advierte casi al inicio de El último lector, “rastrear el modo en que está representada la figura del lector en la literatura supone trabajar con casos específicos, historias particulares que cristalizan redes y mundos posibles”. Cada lector podría narrar su propia experiencia y salvo rarísimas excepciones pocos atinarían los mismos ejemplos para escribir sobre el gusto de leer. En todo caso, cada escritura sobre la lectura estaría remitiendo de nuevo a la lectura, y se conformaría ad infinitum una máquina infernal auto definitoria de la literatura misma. Leo algo que me dice por que me gusta leer. Hasta uno mismo debe aceptar que hay mucha pose y ridiculez en ello.
Cinco
Quiero concluir con un lugar común de los libros: ¿qué pasa cuando leemos algo que nos resulta tan familiar que terminamos por pensar que es nuestra propia historia?
Así me sucedió hace poco con el Relato de habitación y remodelación de la colombiana Andrea Cote, una postal literaria de la ciudad de Bogotá en tanto biblioteca en naufragio.
Les comparto: una pareja de ancianos, Raúl y Sara, viven en una casa pequeña que se ha convertido en la casa de los libros por la enorme cantidad de éstos que Raúl, profesor universitario retirado, fue acumulando a lo largo de los años “con la ilusión de leerlos y que siguió haciéndolo con entusiasmo enciclopédico hasta que sobrevino el acto de coleccionismo y, finalmente, el acto de locura”. La historia teje el recuerdo, el cariño al barrio, a la ciudad y el amor de pareja alrededor de un par de jubilados viviendo en medio de una montaña de libros; hasta que vuelven a tomar protagonismo y son denunciados como artefactos de locura: Sara, que siempre está reclamando a su marido el comprar libros y libros comienza un buen día a leer numerología, cábalas y experimentos esotéricos para hablar con Quevedo vía médiums hasta que logra confundir la realidad con la fantasía.
Mientras lo leía iba riéndome. Primero quedito y luego a carcajadas, porque en el tránsito de esa lectura supe que Mario y no Raúl, estaba dentro de la “teoría de los Ácaros” que Sara elaboró puntillosamente para explicar las contingencias del humor y de la espiritualidad del que vive rodeado de libros:
Su teoría era que el polvo de ellos, que se sabe especialmente favorable para el cultivo de Ácaros, tenía con el tiempo un efecto pulmonar letal… [aunque] después de un exagerado contacto con los Ácaros, privilegio de los lectores, el efecto del insecto ya no es letal, pero es irremediable. Consiste en desviaciones del comportamiento tales como la melancolía y la inconformidad.
Cote remata la frase diciendo que eso es asunto “normalmente asociados con artistas e intelectuales” aunque yo sé por experiencia y por lectura, que eso es asunto simple y sencillamente del comprador de libros.
MARIO ALBERTO SERRANO. Escritor, historiador y cronista. Autor de varios libros, el más reciente “Amecameca” (FOEM, 2020). Ha ganado diversos premios por su trabajo literario, de los que destaca el “Laura Méndez de Cuenca” de la Secretaría de Cultura del Estado de México en la categoría de novela (2017) y el Premio Internacional “Ana María Aguero Melnyczuk a la Investigación” (Buenos Aires, 2020). Parte de su trabajo literario ha sido publicado en México, Estados Unidos, Venezuela y Argentina.