Nota y traducción de Leandro Arellano
Celebración de Chesterton
Gilbert Keith Chesterton nació en Londres hace siglo y medio -el 29 de mayo de 1874- en el ilustrado barrio de Kensington, donde era reconocido por el vecindario gracias a su monumental corpulencia y su semblante rubio, de niño feliz. En vida lo alcanzó la fama de ser el autor más popular de su tiempo. Su nombre y su literatura – a la que singularmente puebla el humor- cubrieron una época. Londres lo leía cada mañana en los diarios.
Practicó ejemplarmente casi todos los géneros literarios. Ensayista, biógrafo, historiador, poeta, fue también el creador de la saga policial del Padre Brown. Su obra supera los cien volúmenes, escribió Jorge Luis Borges, gran aficionado de su literatura. Escritores notables de nuestra lengua reconocieron a la inglesa como una literatura modelo o ejemplar, y a Chesterton como uno de sus gloriosos exponentes. Alfonso Reyes tradujo al español varias obras centrales del autor, como El hombre que fue jueves, Ortodoxia, El candor del Padre Brown y alguno más.
La saga del Padre Brown la conforman cinco tomos de cuentos de trama policial en manos de un clérigo. Fue autor también de varias biografías admirables. Su reputación de poeta la acredita La balada del caballo blanco, y El hombre que fue jueves, novela vertiginosa, llena los anhelos de distintas corrientes literarias. Pero acaso lo más valioso de su obra –escribió José Emilio Pacheco- puede ser su literatura efímera: los ensayos sobre nada en particular, en los que cabe el mundo entero. En celebración de 150 años de vida literaria del autor, presentamos la traducción de uno de sus ensayos, el cual revela con nitidez las cualidades de su literatura:
QUESO
Mi próxima obra, en cinco volúmenes, “El abandono del queso en la literatura europea”, es un trabajo a tal punto sin precedentes y detalles laboriosos, que dudo que me alcance la vida para terminarlo. Acaso alguna descarga de ese super manantial de información podría permitir salpicar estas páginas. Con todo, no puedo explicar por completo el abandono al que me refiero. Los poetas han sido misteriosamente silenciosos en materia del queso. Virgilio, si recuerdo bien, se refiere a él en varias ocasiones, pero con demasiado celo romano. No se lanza de lleno en el queso.
El único otro poeta que puedo recordar ahora, quien parece haber poseído alguna sensibilidad en este punto, fue el anónimo autor de la rima infantil que dice: “Si todos los árboles fueran pan y queso”, lo cual es, sin duda, una rica y gigantesca visión de gula mayor. Si todos los árboles fuesen pan y queso existiría una considerable deforestación -en cualquier sitio de Inglaterra donde he vivido. Bosques anchos y salvajes se plegarían y palidecerían ante mí, tan rápido como corrían tras de Orfeo. Excepto Virgilio y el anónimo rimador, no puedo recordar otro verso sobre el queso. Sin embargo, posee todas las cualidades que requiere la poesía exaltada. Es una palabra corta, fuerte; rima con alo y eso (punto esencial); que es enfática en sonido lo admite aun la civilización de las ciudades modernas, pues sus ciudadanos, sin intención aparente excepto énfasis, dirán a menudo “enquésalo” o “vaya queso”. La sustancia en sí es imaginativa. Es antigua -a veces en caso individual, siempre en el tipo y las costumbres. Es simple, al ser un derivado directo de la leche, que es una de las bebidas ancestrales, no fácilmente corruptible con agua soda. Creo que saben, espero (bien que yo mismo acabo de pensarlo), que los cuatro ríos del paraíso fueron de leche, agua, vino y cerveza. Las aguas gaseosas aparecieron sólo después del pecado original.
Pero el queso tiene otra cualidad, es nada menos que el alma del canto. Alguna vez, durante una serie de charlas en una jornada asaz extravagante a lo largo de Inglaterra, una jornada de tan irregular e ilógica catadura, que me impuso el tomar mi almuerzo en cuatro días sucesivos, en cuatro posadas a la orilla de la carretera, en cuatro condados. En todas las posadas no tenían más que pan y queso. No puedo imaginar por qué un hombre ha de querer más que pan y queso, si puede tener suficiente. En cada posada el queso era bueno y en cada una era diferente. Se hallaba el noble queso Wensleydale en Yorkshire, un queso Cheshire en Cheshire, y así sucesivamente. Es justo aquí donde la verdadera civilización poética difiere de esa indigna y mecánica civilización que nos mantiene en la esclavitud. Las malas costumbres son universales y rígidas, como el militarismo actual. Las buenas costumbres son universales y distintas, como la caballerosidad nativa y la autodefensa. Tanto la buena como la mala civilización nos cubren con una cabina y nos protegen del mundo exterior. Pero una buena civilización se extiende sobre nosotros libremente, como un árbol, variada y complaciente porque está viva. Una mala civilización se yergue y sostiene firme sobre nosotros como una sombrilla -artificial y matemática en forma; no sólo universal sino uniforme. Así ocurre con el contraste entre las sustancias que cambian y las sustancias que son las mismas doquiera que penetren. Por una sabia sentencia del cielo los hombres fueron conminados a comer queso, pero no el mismo queso, que siendo en verdad universal, cambia de un valle a otro. Pero si comparamos el queso con el jabón (esa sustancia vastamente inferior) tiende a ser no más que Jabón Smith o Jabón Brown, enviado automáticamente a todo el mundo. Si los Indios Rojos tienen jabón, es jabón Smith. Si el gran Lama tiene jabón, es jabón Brown. No hay nada sutil y extrañamente budista, nada tiernamente tibetano en su jabón. Imagino que el gran Lama no come queso (no lo merece), pero si lo hace se trata de un queso local probablemente, relacionado con su vida y su visión. Fósforos de seguridad, alimentos enlatados y medicinas patentadas son enviados a todo el mundo; pero no son producidos en todo el mundo. Por lo tanto, hay en ellos una identidad cerrada, nunca ese juego de variaciones leves que existe en las cosas producidas por la tierra, la leche de vaca o los frutos del huerto. Usted puede obtener un whisky con soda en cualquier rincón del Imperio; razón por la que muchos constructores de imperios enloquecen. Pero no se saborea ni prueba el entorno, como con la sidra de Devonshire o las uvas del Rhin. No se acerca usted a la Naturaleza en ninguno de los incontables tonos de humor, como en el sagrado acto de comer queso.
Cuando acabé mi peregrinaje en las cuatro posadas a orillas del camino, arribé a una de las grandes ciudades del norte y me dirigí, con rapidez y total inconsecuencia, a un enorme y sofisticado restaurante donde sabía que encontraría muchos otros productos, además de pan y queso. También podría obtener eso, no obstante, o esperaba obtenerlo, pero me fue recordado que había entrado a Babilonia, dejando atrás Inglaterra. El camarero me trajo queso, pero queso rebanado en miserables trocitos; ocurrió así que en vez de pan cristiano me trajo galletas. Galletas, para alguien que ha comido queso en cuatro regiones de provincia. Galletas, para quien ha probado una vez más la bendición del viejo maridaje entre pan y queso. Me dirigí al camarero en términos cálidos y emotivos. Le pregunté quién era, para separar aquello que la humanidad había juntado. Le pregunté si no sentía, como artista, que una sólida pero dócil sustancia como el queso combinaba naturalmente con una sustancia sólida y dócil como el pan. Comerlo con galletas era como comerlo con trozos de tiza. Le pregunté si cuando rezaba su arrogancia lo hacía pedir la galleta nuestra de cada día. Me dio a entender que sólo obedecía una costumbre de la sociedad moderna. He decidido levantar mi voz, por lo tanto, no contra el camarero, sino contra la sociedad moderna, por su inmenso e incomparable mal moderno. [ C ]