Homenaje lírico a don Francisco de Quevedo

Te leo, maestro, con esos anteojos de cristal montado dieran fama a tu apellido. Aunque en asuntos de fama, no la tuviste más en vida que en la eternidad. Y en dado caso, no tuvieras otra que la hecha

por ti mismo

por tus versos hirientes

por tu poesía jocosa, y aún por la de amores y religión.

Pero, sobre todo, por tus libros festivos a salvo de pestilentes redondillas.

Hiciste, maestro, fama de retórico, pero no te vayan a confundir ahora con Góngora.

De tu verso emergen poemas sables, poemas lanzamierda, poemas llenos de ácido y prosas engalanadas más allá de los fustes barrocos,

novelas revestidas con la belleza del lenguaje

porque tu palabra, maestro, se desgarró para desollar la tierra de

malditos, aduladores, poetastros y un tal don Luis Pacheco, maestro de esgrima.

Famoso fuiste en tu época creo haberlo dicho antes. Hoy, la verdad no lo sabría de cierto. Pesan sobre ti el extremo racismo, así le decimos ahora, que blandes sobre los judíos, los necios, potentados, bellacos, presuntuosos, lacras, ignorantes y habrá que decirlo, contra los hijos de puta.

No obstante, que nadie diga nada al respecto, la moral existe desde la eternidad y nunca se ha cumplido.

Por eso, te leo desde aquí y ahora, con la libertad que nuestro tiempo ha esgrimido a favor, al menos, de los lectores.

Para ver en tus quevedos el pretérito siglo, lenguaje exquisito que abrevó lo mismo de germanías que de sindicatos no existentes.

Con o sin tus quevedos, mientras te leo vuelven a la vida:

El desfile de muertos vivientes que se adelantan a la moda. Malicientos y desdentados que roen la dignidad de pisar la tierra del imperio más grande del mundo. La tierra de los Austrias que gobierna sobre el Nuevo y Viejo Mundo, aunque en éste dejen hordas de pobres y pícaros y en el otro de esclavos y disminuidos. Desfila ante mí el Imperio de hebenes, güeros, chirles y capones.

Te leo para buscar entre tu sonrisa y tu descaro el siglo, el siglo conceptuado por mundo.

Aunque tu mundo esté trasnochado y ebrio, acabado y en crisis. Pero eso solo tu lo supiste escribir con grandeza, que en pleno fervor económico, en la era de los grandes recetarios, de los mejores artistas, de los quintales de plata saliendo de México y los buques de cacao de Venezuela; en el nacimiento del modernismo político, diplomático, bancario, empresarial

los pobres sean más pobres que hambrientos

pero aún así logren perdonar al hambre aguda, canina, que los lacera y echa por los campos de Segovia, las goteras de Madrid, las puertas de Alcalá de Henares o la entrada de Sevilla

para mendigar un pan, o mejor

para hurtarlo, de puro pícaro

Y yo maestro, qué más quisiera encarnar al Pícaro don Pablos, aunque tenga que perdonar al enjuto e inmor(t)al licenciado Cabra, con su pragmática de perdonar la vida a capones y gallinas, de no romper la vigilia nunca, aunque no sea Semana Santa.

Aunque para ello tenga que hurtar a las amas, a los huéspedes, a las autoridades del corregimiento y a mi propio amo

Aunque tenga que convivir con trúhanes y más diablos que el diablo, con los infernales estudiantes de sotana larga

Y luego mientras camine contigo haga vibrar el lenguaje y con las palabras la vida, porque la segunda cada día será nefasta y el primero seguirá evolucionando. O se quedará como lo forjaste, sintagmas cortos tan pulidos que no describen acciones sino risas.

Hombres volcándose sobre platos, escudillas, ollas y tinajas. Comensales zainos y zambos, mulatos, pedigüeños, licenciados, malandrines, verdugos, tinteros, médicos, poetas y sacristanes

A los que hundes, maestro, en la peor sentina

Pero los colocas sin problema en tu mesa para disculpe usted, empinar el codo

abrir las fauces, atragantarse como lobos, robar un mendrugo y manchar los greguescos en una salsa rancia que, por cierto, escasea.

Te leo don Francisco y sé que no en balde pisaste la cárcel, que si ahora vivieras pesara sobre ti una sentencia de muerte por blasfemo, racista, políticamente incorrecto y tuvieras que vivir protegido por terribles y odiados corchetes.

Pero te leo y sigo riendo, ahora y siempre, a ojos llenos. [ C ]