Todos volvemos alegres a las sepulturas de nuestros ancestros. Declina el año, muere el mes de octubre y renace el festejo ancestral en la mixteca poblana: el sagrado Día de Muertos. Día en que acudimos y nos reunimos alrededor de la tumba tanto los difuntos que nos visitan del más allá, como los vivos que venimos a venerar y a recordar nuestro antiguo linaje, ya sea desde los Estados Unidos o del interior del país.
Terminan los últimos días de octubre e inician los preparativos del festejo. En la sala de la casa, las hijas adolescentes encienden su celular con bocina, ponen música de bandas y reggae, elaboran el papel picado colorido: rosa, azul, amarillo, fiusha, blanco, morado, lo engarzan en hilo y cuelgan del techo de la sala. Los niños salen corriendo y se van a cortar al riego los zapotes, limas; de regreso a casa compran jícamas, manzanas, flor y pan. Las mujeres cocinan los platillos o colocan sobre la mesa de madera el mantel reluciente con dos palomas tejidas que emprenden su vuelo en el centro y enlazan la frase: Recuerdo a mi madre.
Sobre ese altar colocan las fotografías desteñidas de nuestros queridos ancestros: padres, abuelos y familiares. Luego traen de la cocina las cazuelas de barro rojo y vacían en platones, en primer lugar, los platillos preferidos, suculentos: chilate de pollo con hojas de epazote, pipián verde de pepitas con pollo, mole rojo de cerdo con chile ancho, exquisito mole de guajolote espolvoreado con ajonjolí, y un tazón de barro colmado de pepitas y cacahuates asados en el comal. Entre esos platos de comida, ellas distribuyen los shatos triangulares de maíz molido con canela, tortas de pan de muerto, rociadas con ajonjolí, y el pan rojo de muerto con sus brazos cruzados.
En segundo lugar, el agua lustral que acompaña al alimento: atole de maíz, aguardiente de caña, mezcal del maguey, cerveza o tequila. Y, por último, a esta comida la rodea en las orillas de la mesa la fruta de temporada: zapote verde por fuera y negro por dentro, jícamas blancas, manzana amarilla, mandarina y naranja roja de ombligo.
A los pies de este altar, integran ramos de flores amarillas de cempasúchil y de terciopelo rojo en floreros con agua. Al lado de ellos, la luz purificadora de las veladoras blancas y velas pálidas hechas con cera de abejas, en sus candelabros.
Mientras, en el panteón unos hombres encienden su celular, ponen música de banda y cantan, otros cortamos y quitamos el pasto y la yerba en torno a la tumba, la lavamos y repintamos: al centro la cruz blanca, al lado el rojo de los ladrillos y a los costados, el azul cielo.
Son las ocho de la noche del primero de noviembre, inicia el festejo al interior del camposanto del pueblo. Algunas señoras acuden con sus hijos que cargan flores en los brazos, caminan respetuosas sobre lápidas sin flores y se dirigen a enflorar la tumba de su ser querido. Pasan frente a la banda musical de viento del pueblo que interpreta los acordes de esta canción: El día que yo me muera/ No voy a llevarme nada/ Hay que darle gusto al gusto/ La vida pronto se acaba/ Lo que pasó en este mundo/ Nomás el recuerdo queda/ Ya muerto voy a llevarme/ Nomás un puño de tierra.
En el otro lado del panteón se halla el mariachi de mi primo Jaime con sus hijos que acompañan con violín y trompetas la canción que interpreta con voz doliente el paisano ebrio que se tambalea con tequila en mano, llanto en los ojos, lentes oscuros, sombrero y gritos sonoros por la reciente pérdida de su madre: Cómo quisiera, ay, que tu vivieras/ que tus ojitos jamás se hubieran cerrado nunca/ y estar mirándolos./ Amor eterno,/ e inolvidable./ Tarde o temprano estaré contigo/ para seguir amándonos. Nosotros nos vamos a descansar un rato a casa para regresar en la madrugada a velar las tumbas de los nuestros.
Así las mujeres, niños y adolescentes en casa y los hombres en el panteón nos preparamos para recibir con fervor festivo y místico cada año a las almas sedientas y amorosas de nuestros ancestros en el panteón de nuestro pueblo. [ C ]
Puebla, 1956. Ensayista, narrador y traductor. Licenciado en Letras Clásicas y Maestro en Literatura Iberoamericana (UNAM). Es coordinador de la Colección Bilingüe de Autores Grecolatinos, dirigida al Bachillerato de la UNAM y es profesor-investigador de la UNAM (CCH Azcapotzalco), donde imparte las materias de Griego y Taller de Lectura y Redacción. Su obra incluye: Poesía erótica: Safo, Teócrito y Catulo (UNAM-CCH, 2020), Teócrito: poemas de amor, desamor y otros mitos (UAM-A, 2019), Pétalos en el aula. La docencia, lecto-escritura y argumentación (UNAM-CCH, 2018), Totalmente desnuda. Vida de Nahui Olin (Conaculta-IVEC, 2013). Ha colaborado en las revistas, Tema y Variaciones de Literatura, Texto Crítico, Liminar, La digna Metáfora, CambiaVías, Eutopía y Poiética.