Alusiones Mexicanas

Miguel Angel Echegaray


Varias referencias, entresacadas de aquí y de allá, casi por casualidad, vienen ahora a cuento. Menciones un tanto extrañas a un país considerado no menos extraño. Catorce años antes de viajar por México y Centroamérica, en 1937, Aldous Huxley escribió  el relato “El sombrero mexicano”. Nacionalidad reconocida gracias a un accesorio que corona la indumentaria gentilicia .


para Mariana Echegaray

Por supuesto que los mexicanos no inventaron el sombrero: tal honor les pertenece, según se sabe, a los antiguos habitantes de Egipto. Pero los mexicanos lo adoptaron poniéndoselo sobre la cabeza como muchos otros habitantes del planeta. El caso es que el sombrero arraigó en territorio nacional y ya no se abandonó nunca, salvo por unos instantes para saludar o hacer una reverencia a una linda señorita, a un cura o al dueño de una hacienda.

También es probable que los mexicanos, con aviesas intenciones, nos hayamos apoderado de tan significativo complemento, mediante la exageración de su tamaño original, hasta convertirlo en una pieza desmesurada y llamativa. Su conversión  en estrafalario se debe a nuestra inventiva; no es poca cosa.

Hemos usado el sombrero tanto para eclipsar al sol como para ridiculizar a la lluvia, usos nada desdeñables; pero, ante todo, lo modificamos para llamar la atención de los demás, virtud que no es indiferente para muchos extranjeros. Por ejemplo, el sombrero mexicano se convirtió, siguiendo el relato de Huxley, en el talismán fabuloso de un joven turista y, años más tarde, en el disparador de su fervorosa memoria, de ahí que esa variante de chistera o bombín pobre fuese un verdadero hallazgo:

El tendero lo llamó cariñosamente un “sombrerito” mexicano. Y tal vez fuera pequeño para ser mexicano. Pero en esta Europa nuestra, en donde el espacio es limitado y nuestras escalas son delicadas, el sombrerito era portentoso, un verdadero gigante en cualquier compañía de sombreros. Estaba colgado en el centro del escaparate de la sombrerería, con una inmensa aureola negra, digna de un rey infernal. Pero aquella mañana no pasó por las calles de Ravena diablo alguno. Pero el que pasó fue el más humilde de los turistas literarios. En aquellos tiempos me parecían muy deseables los sombreros de ala grande, y sobre mi cabeza, digo, pues en cuanto vi el sombrero, entré en la tienda, me lo probé, vi que me iba bien y lo compré sin regatear, a precio de turista. Salí de la sombrerería con el “mexicanito” en la cabeza; mi sombra sobre las aceras de Ravena parecía la de un pino copudo”.

La adquisición a precio de turista (léase: un timo en descampado) le atrajo al comprador favores insospechados:

“Ya está viejo mi sombrero mexicano, y comido de polillas y verdusco. Pero lo conservo, y algunas veces, por recordar tiempos pasados, hasta me lo pongo. Este sombrero representa para mí toda una época de mi vida. Es un símbolo de mi emancipación y de mi primer año en la Universidad. Es un símbolo de mil cosas nuevas recién descubiertas, de nuevas ideas y de sensaciones nuevas: la literatura francesa, el alcohol, la pintura moderna, Nietzsche, el amor, la metafísica, Mallarmé, el sindicalismo y Dios sabe cuántas cosas más”.

Resulta increíble todo lo que puede caber en un sombrero colocado en la cabeza de quien lo ostenta, pero no es todo, porque:

El principal valor que tiene para mí es que me recuerda mi descubrimiento de Italia. Mi sombrero mexicano evoca en mi mente todas las emociones, todo el inmenso asombro, mil veces repetido, todos los éxtasis de mi alma aún virgen durante el demorado viaje que hice en 1912, a principios de otoño, por Italia, Urbino, Rimini, Ravena, Ferrara, Módena, Mantua, Verona, Vicenza, Padua, Venecia…; mis primeras impresiones de todos esos nombres fabulosos yacen como un gran puñado de joyas preciosas en la copa de mi “sombrerito”. Nunca tendré valor para deshacerme de él; nunca”.

No sé de un sombrero que haya hecho tanto por una persona, ni siquiera por los magos más afamados del mundo. Pero no paran ahí las ayudas proporcionadas por este sombrero al turista literario: al ponérselo y mostrarse en público con él, propició que lo confundieran con un pintor y, después, verse envuelto en la deslumbrante revelación  de ciertos frescos antiguos estampados en los muros interiores de la otrora lujosa villa de una familia financieramente desesperada.

A todo esto hay que añadir a Tirabassi. Sin mi sombrero mexicano nunca hubiera conocido a Tirabassi. Jamás se le hubiera ocurrido tomarme, con mi aspecto e insignificante, por pintor. Y, por tanto, nunca hubiera tenido yo ocasión de contemplar los frescos, ni de hablar con el viejo conde, ni de oír hablar de la Colombella. Nunca. Y cuando pienso en esto, se acrecienta mi estima del sombrero mexicano”.

No solamente el personaje aumentó su aprecio por ese sombrero, lo transformó, como ya se dijo, en un talismán que atrae la buena fortuna.

Igualmente fantástica es la señal erudita que aparece en una de las muchas páginas de El maestro y Margarita de Mijáil Bulgákov. Recuérdese la escena en aquel parque moscovita, infectado por el tremendo calor, en el que se reúnen el poeta Iván Nikoláyevich Ponirev y el editor Mijaíl Alexándrovich Berlioz (no confundir con el compositor francés, nos solicita repetidamente Bulgákov), para discutir un poema por encargo que demuestre fehacientemente que Jesucristo fue una mera y ridícula invención humana, y en esa ocasión ocurre la aparición inesperada del demonio mayor, el jefe de jefes del mal, para demostrarles a tales descreídos, de fea manera, que ambos estaban totalmente equivocados en sus crísticas negaciones .

No es el caso discutir aquí quién de los tres tenía la razón. Existen épocas donde es permisible no creer en absolutamente nada y otras en que es obligado creerlo todo a pie juntillas. Me circunscribo al dicho de Berlioz (insisto, no confundir con el juicioso Héctor), quien discurre:

—No existe ninguna religión oriental – decía Berlioz – en la que no haya, como regla general, una virgen inmaculada que dé un Dios al mundo. Y los cristianos, sin inventar nada nuevo, crearon a Cristo, que en realidad nunca existió. Esto es lo que hay que dejar bien claro…

La voz potente de Berlioz volaba por el bulevar desierto y a medida que se metía en profundidades – lo que sólo un hombre muy instruido se puede permitir sin riesgo de romperse la crisma – el poeta se enteraba de más y más cosas interesantes y útiles sobre el Osiris egipcio, bondadoso hijo del Cielo y de la Tierra, sobre el dios fenicio Fammus, sobre Mardoqueo, incluso sobre Vizli-Puzli, el terrible, mucho menos conocido, que fue muy venerado por los aztecas de México. Precisamente cuando Mijaíl Alexándrovich le explicaba al poeta cómo los aztecas hacían con masa de pan la imagen de Vizli-Puzli, apareció en el bulevar el primer hombre (en realidad, un cínico asistente de Satanás)”.

Me arrepiento de haber calificado antes de “fantástica” la noticia que da Bulgákov, a través de Berlioz, sobre el origen de ciertas deidades y, especialmente, sobre Vizli-Puzli, Dios de los antiguos “aztecas de México”.

El comentario, hecho como de paso, me indujo a consultar a los especialistas en sistemas religiosos prehispánicos. Varios de ellos me han manifestado, no sus creencias, sino sus certezas de que, luego de intensas búsquedas y nuevos hallazgos arqueológicos, Vizli-Puzli es una entidad superior que gobernó la existencia de los mexicanos, es decir, de los aztecas.

Desde hace mucho tiempo se acreditó que su Dios tremebundamente maligno fue el renombrado Huitzilopochtli y Bulgákov, a través de su descreído personaje, lo ratifica: Huitzi ( Vizli) y Pochtli ( Puzli); el “lo” hace las veces de guion para juntar y separar a la vez la grafía con que denomina a tan terrible deidad.

Sería interesante escuchar alguna vez los sonidos con los cuales se pronuncia en ruso el nombre de Huitzilopochtli y no menos impactante observar su escritura en caracteres cirílicos, aunque pienso que Bulgákov escribió directamente Vizli Puzli, tomándolo prestado del alemán.

¿Por qué del alemán? Un buen amigo me proporcionó un artículo de la profesora Úrsula Thiemer-Sachse, de la Universidad de Berlín, cuyo título es: “Huitzilopochtli-Vitzeputze: cómo se convirtió el dios guerrero mexica en una imagen diabólica en el uso del idioma alemán”. Según lo advierte la especialista, los relatos sobre la Conquista española que circularon en Europa propiciaron que ciertos nombres y personajes fuesen transfigurados y adaptados no solamente en el cultivo de la lírica popular sino también en la llamada poesía culta.

Lo documenta del siguiente modo: “En la pieza para títeres de los años 1881 y 1882 Doctor Fausto (denominada Schwiegerlingsches Puppenspiel por su autor), Vitziliputzli pertenece a las furias. Mediante un libro de magia negra, el doctor Fausto conjura a los fantasmas. Entre ellos aparece uno de los espíritus y, al preguntársele por su nombre, declara: “Vitziliputzli, der Niedliche (Soy Vitzliputzli, el gracioso)”. Así, el viejo Dios azteca fue olvidado en el territorio original que dominó y, al escapar a Europa, mutó en simple demonio”.

Ahora bien, Bulgákov cita a Vitzliputzli pero en una clara alusión a la deidad prehispánica y no lo nombra como un robustecido demonio. Al parecer, estaba enterado de la leyenda del Dios de la guerra, pero no sabemos cómo y dónde se empapó del contenido de tal leyenda: ¿En las improbables o tardías traducciones al ruso de las Crónicas y Relaciones de la Conquista de México? Pudiese ser cosa cierta, ¿pero entonces para qué recurrir al nombre de Vizli Puzli?

El artículo de la profesora Thiemer-Sachse (traducido al español por Israel Garciadiego), ofrece una magnífica pista sobre la clara identificación de Huitzilopochtli con el Vizli Puzli de Bulgákov. Se refiere a poemas que Heinrich Heine publicó en 1851 y que forman  parte de su obra “Romancero”. El último de ellos es “Vitzliputzli”. Es una visión satírica sobre la conquista española y sus actores, consonante con la llamada “leyenda negra”. Un canto fársico y de derrota que culmina con la meditación  del dios azteca:

“A la patria de mis enemigos 

Que se llama Europa

quiero huir,

Allí empezaré una nueva carrera.

Me endiablaré, el dios

en este instante se convierte en el espíritu maligno.

Como el enemigo de los enemigos

Puedo allá obrar, luchar.

Allá quiero maltratar a los enemigos,

asustarlos con quimeras-

presentimientos del infierno,

siempre deben oler azufre.

A sus sabios, a sus locos

los quiero engatusar y seducir…

Mi muy querido México,

nunca más puedo salvarlo,

pero quiero vengar pavorosamente

a mi muy querido México”.

En suma, un Dios mexicano convertido en un poderoso demonio para espanto y devoción de niños y adultos alemanes, y que, espero confiado, mantiene su aliento vengador.

Ahora otra alusión mexicana, dispersa por ahí: En Las vidas de Dubin, novela de Bernard Malamud, los cónyuges Kitty y William encuentran un poco de consuelo para mitigar el dolor de sus infidelidades en los sonetos de una monja mexicana. El bálsamo poético es ostensible precisamente en aquellas páginas en que el desencuentro matrimonial se les ha ido completamente de las manos, lo que, por decirlo así,  estuvo cerca de ocurrirle también al propio Malamud cuando escribía su culposa narración.

Es la historia de un hombre de edad madura y deseos no madurados: William Dubin, biógrafo, oficio que, además de procurarle ingresos, le permite absorber enseñanzas, desgracias y alegrías pespunteadas de las existencias a cuya reconstrucción dedica buena parte de su tiempo para reconstruir. Se ha enamorado de una chica menor en todos los sentidos, pero, ya se sabe, o se adivina, con un cuerpo estupendo, salvaje para la intensidad y sin asomo de inhibiciones para las cuestiones del placer sexual: ella es Fanny.

De un segundo matrimonio de Kitty, armado con suma precaución, les nació una niña pelirroja llamada Maud, quien estudia lejos de casa, en California y, como su progenitor, experimenta, pero al revés, un frenético amasiato: ha endilgado sus sentimientos y fervores al cuerpo de un hombre mucho mayor que ella .

Sumidos en la desorientación del amor y la culpa como términos indiscernibles, Dubin y Kitty iluminarán sus cuitas con la lectura de un largo poema de Sor Juana Inés de la Cruz , lectura en voz alta que alcanza también a su hija y los ilustra sobre los riesgos sentimentales que la chica corre:

“—Dios quiera que no esté pasando un mal momento. Si está enamorada, me espantaría que fuera un amor desgraciado.

— ¡Tú crees que está enamorada?

Kitty lo creía.

— En su cuarto leía poemas de amor en español. La oí desde la escalera.

–¿Qué poemas’

— Le pregunté por uno y me dio una copia. Eran de sor Juana Inés de la Cruz. He aprendido de memoria el que me copió:

 Al que ingrato me deja, busco amante;

al que amante me sigue, dejo ingrata;

constante adoro a quien mi amor maltrata;

maltrato a quien mi amor busca constante.

Al que trato de amor, hallo diamante,

y soy diamante al que de amor me trata…

Malamud subraya que Kitty recitaba el soneto con una voz sumamente sincera. Maud, seguramente, conoció los poemas de Sor Juana durante un viaje a México, a donde viajó para hacer un curso de arqueología.

En otro registro, Mariana, joven, hermosa y rica, es un personaje indomable de José Echegaray; vive la acostumbrada tribulación de aquellos seres que se preguntan con insistencia si deben o no amar a otro, pues su triste infancia la rodeó de amargas tinieblas.

Según prescribe el dramaturgo, la escena debe representarse en la sala de estar de la casa de don Cástulo, un arqueólogo amateur: “A esta sala vienen a dar dos o tres salones ya de frente, ya en líneas que convergen, pero de modo que se vean en parte. En todos ellos lucen objetos artísticos y objetos arqueológicos, bronces, barros, tapices, cuadros, estatuas, etc.”.

De entre las colecciones que atesora Cástulo, sobresalen las antigüedades mexicanas y una de ellas es una pieza notable: “trátase,– según afirma—de lo que yo llamo: la arracada mejicana, que la verán ustedes descrita en todos los tratados de arqueología”. Agrega que es “un anillo de oro, del cual penden, por medio de tres cadenitas del mismo metal, tres figurillas aladas de prolongada forma y dibujo correcto, de oro también y con la mano derecha sobre la boca”.

Cástulo se afana en mantener una expectación grande en sus invitados por conocer tan extraña joya: su poseedor aclara que “no es un pendiente de señora, es algo así, pero no del todo. Encontráronse dos de estas arracadas, todos los tratados lo dicen, en un sepulcro que se descubrió gracias a ciertas excavaciones verificadas en Tehuantepec. Halláronse dos momias, indudablemente de la raza Zapoteca, y cada una tenía sujeta al labio inferior por su correspondiente gancho, una de estas arracadas. Para cada momia y para cada labio de cada momia (sic), su arracada respectiva. Como si dijéramos, sendas arracadas. ¿Eh?”.

El hallazgo se subraya con otra delirante y no menos romántica hipótesis, pues, presume Cástulo, “era un objeto sepulcral y simbólico. No es imposible, digo, que simbolizasen el eterno silencio de aquellos labios momificados (…) ¿Eran prendas de amor de aquellos dos seres, que durante una eternidad se estaban mandando besos helados por las figurillas aladas, mensajeros en las sombras de la muerte, de caricias de la vida? Vaya usted a averiguarlo”.

Aunque su anfitrión y los demás invitados desean ver ya la maravilla, Mariana prefiere esperar a que llegue Daniel, su fiel pretendiente, y en su compañía admirar la antigüedad. También pregunta ¿cómo consiguió el buen Cástulo esa rareza?. “¡Como que no hay más que otra igual en el mundo! ¡véanlo ustedes en todos los tratados! ¡son dos! una arracada yo; la otra el que me la cedió. Me la cedió a cambio de una Venus del periodo clásico. Pero yo gané en el cambio. A mí no me engaña nadie”.

Fue en París donde Cástulo conoció al sujeto del trueque: buen mozo, hombre de mundo e historia complicada. Al parecer muy rico y que figuró mucho en las repúblicas hispanoamericanas: “luego desapareció, y no sé qué ha sido de él. Habrá muerto, porque con la vida que llevaba, no se vive mucho”.

Según se sigue el asunto, el personaje del que habla Cástulo es un tal don Félix de Alvarado, poseedor de la segunda arracada. El nombre es reconocido de inmediato por Mariana. El impacto emocional es tremendo: ella necesita desplomarse en un sillón y prometer a sus contertulios que en unos cuantos minutos se reunirá con ellos en la mentada Galería para admirar la arracada mejicana. Su inesperada turbación le dicta un extraño presentimiento: “todo se enlaza en este mundo, y no me maravillaría, que las momias de Tehuantepec se levantasen de su lecho para venir a perturbar mi existencia”.

Para la infausta heroína, Alvarado es el mismo seductor miserable que esclavizó a su madre y luego la traicionó; la dejó morir entre culpas, desamores y hambre, después de haber huido con ella a París.

Llegará más tarde el enamorado Daniel. Se sienta junto a su amada, en espera de que vuelvan ahí los curiosos contertulios. Maravillados todos después de observar la pieza mexicana y referírselo, él no se inmuta: Cástulo pretende describírsela y Daniel le responde que sabe bien de lo que se trata, es decir, de “¡ lo que ustedes llaman las dos arracadas mejicanas: únicas en el mundo arqueológico!”.

¿Cómo era posible que Daniel conociese la existencia de esa piezas precolombinas? ¿Las vio en algún libro de arqueología con grabados, piensa el buen Cástulo? No. Daniel explicó tranquilamente que la segunda arracada la heredaría en el futuro, pues fue su padre el que dirigió las excavaciones de donde se extrajo el par de piezas notables y que desde entonces una de ellas figuraba en el museo familiar. ¡Catástrofe como pocas: resultó ser el vástago del infecto Félix de Alvarado. Se acabó todo. Adiós promesa de esponsorios. Mariana, llena de amargura, lo rechazó para siempre y aceptó la propuesta de matrimonio de don Pablo, un hombre mayor y exmilitar que también la pretendía con enjundia. Ö