Leandro Arellano
La contemplación del firmamento impresiona al viajero que procede del sur. Ha atisbado un cielo que parece susurrarle palabras de acogida apenas ingresa a la autopista estatal; y no bien languidece esa emoción cuando capta su vista la serranía tupida y recatada, un tropel de montes menudos y apacibles, de crestas inofensivas, que cubren sus lomos con enmohecidos tapices vegetales. A la distancia algunos semejan plácidas bestias antediluvianas…
Luego la cadena montañosa se repliega a tramos. Se recoge para dar espacio a estrechos valles y cuencas que se despliegan arrobados en el entusiasmo de sus cultivos. La mano del hombre ha ordenado la simetría del variado labrantío. Una fragancia vaporosa aletea entre los apuestos plantíos de lavanda. Y al otro lado del valle, bajo la misma atmósfera, se alinean en las faldas de las colinas viñedos reverdecidos por la estación de lluvias.
El contacto inicial con las inmediaciones del poblado se advierte en las esmeradas señalizaciones del tránsito vehicular. San Miguel es una ciudad chica y los suburbios similares a los de otras partes: arbitrarios, caóticos, irregulares; acaso, menos inclementes, menos agresivos que los de ciudades industriales. Sin prisa conducen los conductores, ceden el paso, se atienen a las indicaciones del semáforo y respetan los comandos direccionales.
El visitante desemboca a poco en la glorieta o redondel donde, ya envuelto en la corriente vehicular, otras diferencias empiezan a revelarse. ¿Ejemplos? Los vehículos se detienen por completo para dar paso a los peatones y éstos cruzan sólo por las vías asignadas. En esta ruta proveniente de la Ciudad de México, se arriba a la glorieta que gira alrededor de la estatua del general insurgente -Ignacio Allende-, que da nombre a la ciudad. Sin semáforo que lo regule, el tránsito fluye en orden y sin tropiezo. Casi sin excepción se cumple el ordenamiento de otorgar el paso a los vehículos que provienen por el flanco izquierdo.
Girar a occidente encamina al serpenteo de la pendiente conocida como El caracol, a mitad de cuyo camino se ubica un pequeño mirador. Desde allí la visión panorámica de la ciudad es grandiosa. Exhibe el atractivo de la pequeña urbe tendida abajo, y del valle que la rodea.
Este, extendido en la llanura, flanqueado por las aguas de la presa y sin obstáculos artificiales de por medio, permite divisar la lejanía inagotable.
Una estatua del Pípila preside la glorieta al acabar la pendiente. Allí, doblar a la derecha encamina al centro y continuar de frente lleva a la terminal de autobuses y a la estación del ferrocarril, o a la carretera a Dolores Hidalgo. Sea el rumbo que fuere, los transeúntes marchan despacio, lo mismo que el flujo vehicular. Parte de éste enfila hacia los costados, perdiéndose en las callejuelas inmediatas; el remanente continúa hasta la bifurcación que conduce al centro de la ciudad.
Es semiárido el clima de San Miguel. Cierto calorcillo prevalece durante el día y el fresco domina por las noches. No pocos locales y visitantes, ellas y ellos, se afanan por atajar la resolana con gorros y sombreros.
La ciudad está hecha para andar a pie. Sólo la molicie, la ligereza de hábitos induce a acercarse al centro en automóvil. Las calles de piedra –angostas y abrumadas de luz- se ordenan jubilosas entre una arquitectura colonial compacta y colorida. La cordura dispuso que la hermosa Plaza Principal y sus contornos inmediatos sean del todo peatonales. La Plaza acoge a la Parroquia de San Miguel Arcángel –erguida altivamente en su cantera rosada-, el palacio del Antiguo Ayuntamiento y los benevolentes portales.
San Miguel no alcanza los 200 mil habitantes, ni aun sumando a la población flotante, de la que siempre está nutrida. Más del diez por ciento son extranjeros asentados en la ciudad, aseguran, por lo que no es infrecuente escuchar otros idiomas, aunque predomina el inglés de estadounidenses y canadienses. Ese porcentaje da una fisonomía peculiar a la ciudad e influye en su carácter.
Fundada en 1542 con el nombre de San Miguel Arcángel, cambió con el tiempo por el de San Miguel el Grande primero y posteriormente Allende, en honor del caudillo insurgente. La ciudad también fue cuna de otro de los más ilustres mexicanos: Ignacio Ramírez, el Nigromante.
Cada ciudad crea su propio perfil. Funde para ello los dones de la naturaleza y los de la invención humana. La belleza arquitectónica de San Miguel es admirable en cada rincón. Mas sólo la curiosidad y una estancia de varios días da acceso al filón de tesoros furtivos, de patios e interiores insólitos, de espacios sorprendentes que resguardan tras de sí portones silenciosos de casas y mansiones. San Miguel pertenece a la categoría bienaventurada de ciudades mágicas, esas que todo lo atesoran, pero no ofrecen de balde.
Asunto central allí es la industria turística. La población local, habituada a la invasión foránea, es amable y comedida. Posee una calidad de vida distinta y superior al promedio del país. Los cuidados de la ciudad la motivan: el orden, la limpieza, la belleza colorida de la arquitectura, la tranquilidad inquieta que gobierna y convida a recorrerla. Visitantes y turistas consumen el ocio en las terrazas, como llaman a esos espacios adaptados -sobre todo en techos y azoteas- en bares o cafés. La narración de los espacios para gastronautas, sin embargo, es materia vasta y no se puede abordar con ligereza en este recuento; da material para una golosa crónica individual.
El alumbrado público ilumina el fresco del anochecer y acompaña a la ortodoxia en el sueño. Los afanes humanos reposan indolentes cuando el silbido del tren rasga el silencio de la madrugada; un privilegio cotidiano que comparten noctámbulos y madrugadores. Empieza luego a transformarse el cielo, sin prisa ni reposo, hasta la consumación del esplendor del alba. Ö
Guanajuato, Mexico, 1952. Diplomático en retiro desde 2016. Es autor de los libros Guerra privada (Verbum, 2007); Los pasos del cielo, Ediciones del Ermitaño, 2008); Paisaje oriental, Editorial Delgado, 2012); Las horas situadas (Monte Ávila Editores, 2015). Ha traducido cuentos de Raymond Carver, John Cheever, W. Somerset Maugham y Guy de Maupassant. Fue colaborador de La Jornada Semanal y actualmente participa en la revista ADE (Asociación de Escritores Diplomáticos).