Las torres de Barragán

Leandro Arellano

¿Quién entre los pobladores de la Ciudad de México no ha contemplado -o reconoce al vuelo- los cinco triángulos de concreto erguido y rugoso que en plena autopista federal México–Querétaro se elevan hacia el firmamento con serenidad, como en fervorosa y callada plegaria? Son un emblema portentoso de la ciudad.

En su origen constituyeron el símbolo de la urbanización de Ciudad Satélite, desbordándose más adelante en su intención, en una pendiente del camino que en aquella época permitía divisar gran parte del valle de la CDMX. Cinco prismas triangulares de distintos colores y tamaño que parten por el medio al Periférico norte y han burlado las intenciones aviesas del asfalto y los publicistas: ni aquél, ni los segundos pisos, ni los  espectaculares han conseguido ahogarlas.

Guerras, terremotos, ciclones, epidemias y otras calamidades e infortunios –humanos y naturales- van y vienen y ellas se mantienen sólidas en su sitio, complacidas en su tranquila ingravidez. La menor mide treinta metros y la mayor cincuenta y dos, cada una ufana de su color y tonalidad: azul, rojo, amarillo y dos de blanco.

El año que comienza –o el que termina, pues no coinciden los biógrafos– cumplen sesenta años de haber sido formalmente expuestas al público; durante el régimen de Adolfo Ruiz Cortínez. Sexagenarias entonces, sobreviven tan ufanas, sin complejos ni repliegues, como si el viento del tiempo que las acaricia y las bordea magnificara sus virtudes.

Luis Barragán construyó esas Torres, en colaboración con el escultor Mathias Goeritz.

Grandioso oficio entre todos el de la arquitectura, que funde el arte con la utilidad y el provecho inmediatos. De las cuevas prehistóricas a la vivienda actual, a la mansión del hombre, la humanidad ha experimentado un largo y loable proceso evolutivo. ¿Y de novedad en el arte? Lo que cada artista inventa y crea: la sensibilidad que acarrea el artista es lo novedoso. Azorín lo expresaba así: lo que da la medida de un artista es su sentimiento de la naturaleza, del paisaje.

Luego de graduarse en 1925 como ingeniero y arquitecto Barragán viajó dos años por Europa, donde quedó impresionado con los jardines y el paisaje. Ambos elementos se transformarían en características reiteradas de su obra, en una seña constante de su estilo. Desde entonces aseguró en su trabajo que la naturaleza sirviese para provecho del hombre.

Viaja de nuevo a Europa en 1931, pero esa vez se detiene algunas semanas en Nueva York. De allí se traslada a París y luego a la Costa Azul; en cada sitio va recogiendo lo que ve y le atrae. En Francia conoce a Ferdinand Bac y fugazmente a Le Corbusier. En el Norte de África queda cautivado con las líneas, los contornos y el aliento místico de los patios y los espacios interiores de la arquitectura marroquí. En 1952 volvió de nuevo a Europa y el norte de África.

La fijación y el atractivo de los espacios interiores, igual que la quietud de los jardines, se tornaron también en notas distintivas del arte de Barragán. Incorporadas a su sensibilidad, esas visiones y conceptos fueron recreados por el artista de una manera personal e inconfundible y en lo sucesivo figurarán en sus proyectos y creaciones.

Su arquitectura parece nacida de los contornos que la delimitan, como una prolongación de la naturaleza, mientras que nada difícil es advertir en su variada obra la carga espiritual que la moldea. El recogimiento que abriga sus espacios lo armoniza con techos altos y colores inmaculados. En casi toda obra suya juega con la luz y la penumbra, con los rayos del sol y sus reflejos.

Le apasionaban los muros, los muros llanos, silenciosos, las superficies planas y elevadas, erguidas y perentorias. Su obra provoca entonces una sensación de recogimiento y de quietud. “Toda arquitectura que no exprese serenidad no cumple su misión espiritual”, habría dicho el mismo Barragán.

Y si su obra nace de la emoción, del abundante fluido espiritual del artista, su contención convive sin dificultad con la plenitud. Conmueve contemplar cómo baña cada una de sus construcciones con colores barraganescos, los cuales -aseguran sus biógrafos- son producto de la influencia de su amigo Chucho Reyes Ferreira, el pintor de Jalisco.

Fueron no pocas las obras que realizó Barragán, sólo citamos unos cuantas: de Guadalajara, las casas de Efraín González Luna, de Gustavo Cristo, del Mago Vázquez, así como el Fraccionamiento urbanístico Jardines del Valle.

De la Ciudad de México, adonde emigra en 1936, casas habitación en la Colonia San Rafael, en el Parque México, en la Avenida Mazatlán, en la Calle Nuevo León, su propia casa en Tacubaya, un desarrollo urbanístico en El Pedregal y  la que es considerada su obra mayor: el Convento de las Capuchinas en Tlalpan. Con todo, el más expuesto y significativo de sus monumentos artísticos nos parece a nosotros el de las Torres de Satélite.

Una agradable sensación de eternidad nos envuelve cada vez que ingresamos a la CDMX procedentes del norte. Obligadamente contemplamos las Torres, aunque sólo sea por minutos. Dada su colocación y altura, parecieran moverse según avanza el conductor, cambiar de altura y posición según la distancia y ubicación desde la que se observan. Saludan con regocijo al caminante: ¡Henos aquí!

Son monumentos cuyo elevamiento y diseño no pueden significar otra cosa más que una acción de reconocimiento a la Providencia, así como una invitación a los humanos a voltear hacia arriba, a contemplar las nubes y el esplendor del cielo.

Hace cuarenta y tantos años –desde nuestro arribo a la CDMX- esos gigantes majestuosos representaban algo así como límites del Distrito Federal. Hoy lucen maniatadas por un enjambre de vías de asfalto en el corazón de la metrópoli, que se afana por ocultarlas.

No pocos se preguntarán con qué fin fueron construidas, para qué sirven o cuál es su utilidad. ¿Quién no puede decir que acaso esas Torres encarnan el mejor sentido del arte? Que están allí no más que para conversar con el cielo, para ser contempladas y reconfortarnos, con su visión y con nosotros mismos. Ø