Denuestos carcelarios

Samuel Maynez Champion

A través de un minucioso recorrido por los avatares que afrontaron músicos ante el encierro, el autor resalta el espíritu creativo que les permitió superar sus infortunios.

Todo este mundo es prisiones / todo es cárcel y penar…” reza un poema compuesto por Francisco de Quevedo (1580-1645), quien padeció una larga reclusión por atreverse a denunciar las corruptelas de los poderosos. En sus cuatro años de galera padeció horrores y trabaxos que, en su decir, “espantaron a todos.” Sin embargo, el férreo carácter de Quevedo encontró en la lectura y la creación literaria antídoto contra la infamia. Dejó consignado desde el cautiverio: “El ánimo que está fuera de la jurisdicción de cerraduras y candados, se destaca desde la tierra al cielo y va y viene descansando de jornadas inmensas…”

Como contrapunto a las palabras del indómito escritor recalquemos que la reciedumbre anímica no se forja en la comodidad sino en la dolorosa búsqueda de los porqués de la existencia y que, a despecho de las penas, posibilita el distanciamiento de la iniquidad circundante. Por encima de prepotencias y barbarie, es la voluntad de sentido aquella que puede liberarnos de las celdas itinerantes que nos reserva esta sociedad nuestra tan adicta a castigar lo que ella misma genera.

Veamos, pues, algunos casos de músicos privados de su libertad que hicieron acopio de fuerza interior para abstraerse de los penares de un encarcelamiento, por demás cuestionable. En su proceder hayamos la esencia de esa vocación consolidada a través de algo tan sutil como el ordenamiento de los sonidos. Valga su ejemplo para conjurar las sinrazones que emanan de un ansia de poder que reprime en vez de educar, que adoctrina en lugar de compadecerse, que finge clausurar las puertas falsas que le dan sustento a cambio de una hegemonía que le reditúe mayor impunidad…

No hubiera debido quejarse. No era esa la actitud correcta de un lacayo que debe desvivirse en agradecimientos con el señor que le da de comer. ¿Cómo era posible que encima de gozar del privilegio de entretener los ocios del soberano hubiera pretendido una mejora en sus condiciones laborales o, peor aún, que buscara fortuna en otro sitio? La necedad se castiga y los muros de la cárcel están hechos para el arrepentimiento. Es, precisamente, bajo el cargo de “testarudez” que se encarcela al maestro de conciertos del Duque de Weimar en aquel 1717. Durante la reclusión, el obcecado se dedica a escribir un magno compendio que titula Orgelbuchlein o “pequeño libro de órgano, en el cual el organista principiante es iniciado en todos los modos posibles de ejecución de un coral…”

Concebido inicialmente en 164 corales, el compendio queda trunco. En las cuatro semanas que dura el arresto, el testarudo sólo logra completar 45 y nunca vuelve a ocuparse del resto. Sobre su apellido se ha dicho que le quedó chico ya que se traduce como arroyo cuando hubiera debido ser mar u océano. Lo llamaban Johann Sebastian Bach (1685-1750).

Aunque su nombre nos resulte desconocido, a Niccoló Zingarelli (1752-1837) le sobran méritos. Maestro de capilla del Duomo de Milán, director del Conservatorio de Nápoles, maestro de coro de la capilla Sixtina en Roma pero, sobretodo, hombre de principios. Merced a ellos se granjea la malevolencia de las autoridades vaticanas que denuncian su negativa de dirigir en la basílica de San Pietro un Te Deum con motivo del bautismo de Napoleón II.3 ¿No era una abyección sumarse a los festejos en honor del heredero del autócrata corso que invadía y saqueaba por decreto divino? Desde Roma es trasladado como criminal a Paris para que, si Dios coopera y Su Majestad aprueba, a su insumisa cabeza le caiga la guillotina. Encarcelado, Zingarelli atenúa el desasosiego de la espera transcribiendo al pentagrama sus pensamientos musicales. De pronto llega la noticia: Bonaparte se ha enterado del éxito que había tenido en la Ciudad Luz su ópera Antigona en la temporada previa a la revolución y no sólo lo indulta sino que ordena que el “incidente” sea resarcido con una pensión vitalicia. Antes que a los artistas, es menester cuidar la imagen del sumo estratega. Los lamebotas al servicio del Papa deben ocuparse de los destinos del más allá, para los del más acá basta la presencia del emperador… Vale la pena mencionar que en la obra del indultado resalta una ópera Motezuma4 y que la hechura del himno nacional mexicano se debe, en buena medida, a su labor docente. Zingarelli le enseña a componer a Saverio Mercadante (1795-1870) quien, a su vez, fue maestro del catalán Jaime Nunó (1824-1908).

Otro reo conducido hasta Paris por la imperdonable afrenta de defender la soberanía de una nación poblada por deudores y mentecatos es el veracruzano Narciso Serradell (1843-1910) que se había enrolado en el Ejército de Oriente bajo las órdenes de Ignacio Zaragoza (1828-1862). Serradell pone al servicio de la milicia sus conocimientos de medicina, sus dotes de músico y, por supuesto, su voluntad para disparar metralla sobre las tropas francesas. Su arrojo lo hace caer prisionero del general Ferdinand Latrille, conde de Lorencez (1814-1892), quien ordena que sea embarcado a Francia para recibir el castigo que los indisciplinados conservadores no iban a ser capaces de darle. Antes de la batalla del 5 de mayo de 1862 Lorencez había escrito a Napoleón III: “Somos tan superiores a los mexicanos, en organización, en disciplina, raza, moral y refinamiento de sensibilidades, que desde este momento, al mando de nuestros 6000 valientes soldados, ya soy el amo de México.” Aquello que el refinamiento de su sensibilidad no le permite al aristócrata entrever, es que los deficientes mexicanos iban a propinarle una derrota más moral que militar de la que nunca se repondría.

Al cabo de un encierro en una prisión parisina donde el veracruzano mitiga gangrenas y cura abscesos, es puesto en libertad por inofensivo. Serradell sobrevive tres años en el destierro dando clases de música y español. Enfermo de nostalgia compone la canción Las golondrinas…

Sean los denuestos de las prisiones que habitamos azoro frente a la irracionalidad que nos gobierna. Vuele la tierna golondrina en círculos que el cielo consuma para que las bayonetas no nos condenen a balbucear despiertos. θ