Redacción cambiavías
El panorama de las letras mexicanas en la actualidad ofrece gran fruición a los lectores, quienes se acercan tanto a las novedades como a las obras galardonadas nacional o internacionalmente. A este último grupo pertenece Antonio Ortuño, quien el año pasado obtuvo el V Premio de narrativa breve Ribera del Duero con La vaga ambición (Páginas de Espuma, 2017. Colección Voces Literatura 244).
Ortuño (Zapopán, 1976) ya es referente en la palestra literaria de nuestro país. En sus novelas El buscador de cabezas (2006), Recursos humanos (2007), Ánima (2011), La fila india (2013) y Méjico (2015), lo mismo encontramos ritmo narrativo, que exploraciones existenciales de sus personajes y dosis de humor caustico.
Con La vaga ambición reasume su veta de urdidor de relatos compactos y disfrutables. Si en El jardín japonés (2007), La Señora Rojo (2010) y Agua corriente (2016) ya había exhibido lo que el considera el leit motif de su trabajo: “lo satírico social, el humor negro social”, esta vez lo consolida exhibiendo las vicisitudes que afrontan los escritores para conservar un espíritu creativo límpido, ajeno a exigencias laborales o cuestionamientos existenciales, que en muchas ocasiones lo transfiguran.
En los seis relatos encontramos desde un infante confrontado con sus familiares debido a su bullente creatividad literaria, quien ante situaciones comprometedoras tiene que ingerir “Un trago de aceite” para hacer lo que no quiere y aguantar, hasta personajes verídicos en momentos (período postrevolucionario en Rusia) y lugares históricos específicos (Moscú), como en “Provocación repugnante”. Sin embargo lo sobresaliente son las narraciones que refieren los vaivenes laborales que afrontan los literatos para conservar su vocación literaria vigente: “Quinta temporada” o “El Príncipe con mil enemigos”.
En el primer caso, aunque reconoce que escribir para la televisión de paga representaba una claudicación, acepta trabajar con un equipo conformado por guionistas televisivos y literatos de diferentes geografías a fin de desarrollar lo que sería la nueva temporada de una exitosa serie televisiva: Reinos desaparecidos. Sin duda es una precisa radiografía del proceso, y de los efectos funestos, que afrontan aquellos que participan en estas vetas creativas contemporáneas.
Tanto en la definición de posiciones que asume cada uno de los colaboradores en la en la nueva serie, él se encarga de maquinar los episodios bélicos y dramáticos principales, como del proceso de elaboración, permea una relación jerárquica que determina el resultado final, el cual como cualquier otro producto similar recibirá su veredicto final por parte de los “millones de personas hastiadas, distraídas, que mirarán el televisor en vez de tener sexo con sus compañeros de cama”. El final, aunque colmado de éxito efímero para el personaje central, conlleva una confrontación profunda del escritor con su entorno social inmediato y con su proceso creativo, que se ve minado, pero sobretodo contagiado por los efectos de una creatividad remunerada aunque coartada.
En una ruta paralela, “El príncipe con mil enemigos” exhibe a un escritor que sobrevive hablando de sus propias obras en lugares remotos e impartiendo actividades paralelas (talleres, seminarios) donde quiera que se presenta. El resultado es un agudo cuestionamiento del personaje, traspolado en situaciones satíricas, respecto al público asistente, el trabajo convenenciero de los organizadores de estos actos y los momentos que afrontan los autores al compartir mesa con autores disímiles y protagónicos, incluyendo situaciones extremas cuando se graba alguna entrevista para la televisión.
Son esas escalas el preámbulo que otorga Ortuño al lector para ejecutar al final (en “La batalla de Hastings”) al actor principal, el escritor, de quien sin ambages define como aquellos bardos mercenarios que escriben algo que escuchan en cualquier parte para venderlo a los miserables que puedan pagar por él. Como aquellos mentirosos que adornan, pulen deforman, embellecen lo repulsivo y lo trocan en presentable, incluso si reflejan el lodazal. Son en conclusión, invasores despreciables y egoístas que se dan ánimos apoyándose en una belleza mentirosa, que no les pertenece y que no fue pensada para ellos”.
Con esta última historia Ortuño reivindica la postura más válida para asumir el conjunto de caminos que componen la literatura mexicana en la actualidad, la misma que su madre algún día le confesó: guerrear contra mil enemigos y salir vivo.
Redacción cambiavías