Vicente Francisco Torres (UAM-A)
Marcel Schwob (1867-1905) es un escritor aberrante, en el sentido que Paul Valéry asigna a este calificativo. Descendiente de una familia de rabinos, doctor en filología clásica y lenguas orientales, verdadera autoridad en sánscrito, orienta su labor intelectual hacia los aspectos más escandalosos del romanticismo. Su producción literaria, empapada de referencias a la cultura grecolatina, siempre toma un giro hacia lo horrendo, lo sádico y lo macabro. Sus estudios oscilaban desde el bajo latín hasta el argot de las asociaciones de delincuentes de la Edad Media. Tenía gran admiración por la vida y la obra de François Villon, a las que dedicó 10 años de estudio. Exhumaba con pasión en archivos y textos antiguos, historias de vagabundos, asesinos, leprosos y prostitutas históricas, a las que adoraba especialmente: “Theodora, la joven concubina de Alcibíades; Anne, la prostituta que socorrió a De Quincey; la petite prostituée que Bonaparte, a los 18 años, encontró en el Palais Royal; la pequeña Nelly que consoló a Dostoievski condenado a trabajos forzados…[1]”. Indaga hechos sangrientos y misterios medievales, y sigue con interés los procesos criminales de su tiempo. Luego de buscar durante toda su vida los aspectos más sórdidos de la historia, termina por convertirse a la fe cristiana.
Schwob es un convencido de que los aspectos más individuales e insólitos de los seres humanos constituyen el material del artista. Dice en el prólogo de sus Vidas imaginarias: “El arte está en oposición con las ideas generales, no describe sino lo individual, no desea sino lo único. No clasifica; desclasifica (…) El libro que describiese a un hombre en todas sus anomalías, sería una obra de arte…[2]” Aquí radica, entonces, la justificación de su estética personal que es común a muchos escritores románticos: hay que buscar la belleza en lo que parece contradecirla: lo horrendo.
Sus cuentos no se ubican en una sola época pues van desde la intemporalidad mítica hasta la Edad Media, pasando, como ya hemos dicho, por la vida en Grecia y Roma. La capacidad de Schwob para construir ambientes y atmósferas de variadas épocas es asombrosa. Veamos su descripción de la atmósfera de terror que imperaba durante la Edad Media, cuando las ciudades eran azotadas por la peste: “En el año MCCCLXXIV, siendo un muchacho sin dinero, hui de Florencia por las grandes rutas llevando a Matteo por compañero, pues la peste asolaba la ciudad. La enfermedad era repentina y atacaba en medio de la calle. Los ojos se ponían ardientes y rojos, la garganta áspera y el vientre se inflamaba. Luego la boca y la lengua se cubrían de pequeñas ampollas llenas de agua urticante. La sed abrasaba. Una tos seca sacudía a los enfermos durante varias horas. Después los miembros se ponían rígidos en las articulaciones y la piel se llenaba de manchas rojas e inflamadas que algunos llaman bubones. Y, por último, los muertos quedaban con la cara distendida y blanquecina, con sanguinolentos cardenales y la boca abierta como un cubilete. Las fuentes públicas, casi agotadas a causa del calor, estaban rodeadas de hombres encorvados y flacos que intentaban hundir la cabeza en ellas. Muchos caían dentro y otros, con los ganchos de las cadenas, los retiraban, negros de limo y con el cráneo roto. Los cadáveres ennegrecidos sembraban el centro de las calles, por las que corría un torrente de lluvia durante la temporada; no se podía aguantar el hedor, y el miedo era terrible”.
El arte de Schwob no se agota en la reconstrucción de hechos pasados, ni en la búsqueda de la belleza en el horror –a la que Mario Praz califica de belleza medusea– sino maneja un tipo de obsesiones que lo convierten en un antecedente directo del argentino Jorge Luis Borges: laberintos, espejos, círculos concéntricos, combinaciones mágicas de números, revelaciones…
El postulado de Schwob en el sentido de que lo individual, íntimo e insólito nutre la obra de arte, alcanza sus mayores vuelos en sus Vidas imaginarias, de donde proviene este ejemplo que nos habla de Crates:
“No se mezclaba en los asuntos públicos, ni siquiera para burlarse de ellos, y no afectaba insultar a los reyes. No aprobó en lo absoluto este rasgo de Diógenes que, habiendo gritado un día «¡Hombres, aproximaos!», golpeó con su bastón a los que se le habían acercado y les dijo: «¡Llamé a hombres, no a excrementos»! ” ⌈⊂⌋
[1]Mario Praz, La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, traducción de Jorge Cruz, Caracas, Monte Ávila, 1969.
[2] Cito por la edición de Emecé Editores, traducción de Ricardo Baeza. Buenos Aires, 1998.
Ciudad de México, 1953. Ensayista y narrador. Doctor en Lengua y literatura Hispánicas por la FFyL de la UNAM. Profesor-investigador en la UAM-A, donde ha sido coordinador de la Especialización en Literatura Mexicana del siglo XX y la Maestría en Literatura Mexicana Contemporánea. Desde 1998 es miembro del SNI (nivel II). Ha colaborado de Crítica, El Día, El Nacional, De Largo Aliento, La Palabra y El Hombre, Mar de Tinta, Memoria de Papel, Revista de Literatura Mexicana Contemporánea, Revista de Revistas, Revista de la Universidad, Sábado, Semanario Punto, Semanario Tiempo, Siempre!, Texto Crítico, y Tierra Adentro. Premio Internacional de Ensayo Alfonso Reyes 1997 por La rebambaramba (Monterrey, Nuevo León) y Premio de Periodismo Cultural INBA/Delegación Cuauhtémoc 1988 por Narradores mexicanos de fin de siglo.