Leandro Arellano
El amanecer estimula una disposición del ánimo que no posee ningún otro momento del día. Acaso porque anuncia el ritual de un nuevo día, de la continuación de la vida. Aquella mañana prodigiosa, además, revelaba el tránsito a la nueva estación, hacia uno de esos inviernos frescos y clementes que solía ofrecer la Ciudad de México. La hoja del calendario se turnaba de un año a otro: 2001 a 2002.
¿Diciembre o enero? Cualquiera de esos meses, de fijo. Nos habíamos mudado a la Plaza Río de Janeiro a comienzos de noviembre. En esa época la Colonia Roma no estaba de moda. No la atiborraban todavía la multitud de hipsters que la ha invadido en años recientes, no pululaban los bares, cafetines y merenderos que la abarrotan hoy, ni las calles y plazas se habían trocado en muladares.
Desde nuestro arribo al novedoso departamento, cada mañana nos echábamos a la calle. La consumación de aquella caminata entrañaba la depuración de nuestros afanes y daba salida a los obsesivos humores nocturnos. Aliviaba los rezagos tanto del organismo como del espíritu. El goce de aquellas calles organizadas y armoniosas, sitiadas por una arboleda marcial, tupida y elevada, así como de un follaje colorido y resplandeciente, constituía un agasajo providencial.
La ruta y el paisaje se tornaban una invitación poderosa para acometer el paseo. Pero a esos motivos se añadía otra razón perentoria. Tuco no sólo debía ejercitarse sino también disponer de sus naturales desahogos fisiológicos.
De la Plaza Río de Janeiro nos dirigíamos –con paso confiado- a la Avenida Álvaro Obregón. Ornada con magnificencia, esa vía es no sólo una de las más bellas calles de la Ciudad de México, sino también la que limita a la Roma, en Norte y Sur. Posee en el medio un ancho camellón flanqueado por árboles verdes y espesos y –en aquella época- atestado de arbustos y flores.
Alta, esbelta, blanca, apareció de pronto a unos metros de nosotros. La reconocimos a la distancia, marchando por el medio del camellón. Arropada en su impermeable beige de Burberry, la famosa casa londinense, hendía el aire al andar. Ella también solía hacer allí sus caminatas. Un “Buenos días” –el hábito del saludo indiscriminado es patrimonio de nuestra herencia provinciana- definió ese primer intercambio, aquella mañana fresca e iluminada por el alumbrado público, y cuyo resplandor rebotaba en el follaje, magnificando los bronces de las estatuas alineadas a lo largo del camellón.
Naturalmente, la mirada de Leonora se concentró en Tuco. El majestuoso y enorme pastor belga cuya espléndida apariencia levantaba murmullos de admiración en todas partes. De linaje aristócrata por genes, hábitos y modales, era diferente de los que admira el poeta francés. Un animal en el que sobre todas las cualidades sobresalían dos: su nobleza y su apostura. Una especie zoológica digna de la mitología y la epopeya, de la amistad y atenciones de Leonora.
Por razones elementales, de Leonora sabíamos nosotros más de lo común. No era fácil asumir que aquella mujer distinguida y de facciones patricias, de andar y gesto apacibles, fuese la autora de los trazos plásticos caprichosos y arbitrarios tan intensos que caracterizan su pintura.
Lo que refiere esta breve narrativa ocurría diez años antes de que Elena Poniatowska publicara la voluminosa cuasi-biografía novelada en Seix Barral, “Leonora”, en 2011. La contraportada del libro señala que Leonora es “La más importante pintora surrealista”.
En los umbrales del libro Poniatowska destaca que la capacidad de Leonora para conectar con los animales la convertía en especial. Más adelante, en el capítulo 4, Poniatowska observa que Leonora poseía una afición especial y un entendimiento natural con los animales, caballos y perros en particular.
Al paso de los días el saludo de cada mañana lo hacíamos en inglés, sin que hubiesen mediado otras preguntas o aclaraciones. Con todo, un momento decisivo tuvo lugar cuando ella se acercó a acariciar a Tuco y planteó suavemente una pregunta contenida por días. Aquella mañana el viento no batía. Ni una sola hoja se agitaba.
-¿Cómo se llama?- preguntó Leonora, con los ojos puestos en la mascota. La suave energía de su mirada brillaba con el fulgor de la niñez.
-¿Cómo se escribe? ¿T – u – c – o?
Y se marchó con semblante dubitativo.
Asegura Esther que las caminatas y encuentros ocurrían también de tarde. No es improbable. Lo cierto es que la memoria es veleidosa. Leonora contaba ya con poco más de ochenta años, pero era difícil imaginarlo. La prestancia y solidez, la flexibilidad y la fluidez de su andar revelaban los aprestos de una efusiva deidad griega. Un como halo de gracia la escudaba.
En el siguiente encuentro dejó testimonio de que se había dado a la tarea de averiguar.
-Tuco es un nombre áspero, rudo, para un perro tan suave- dijo, mientras mesaba la cabeza del animal, quien le correspondía con muestras de inmemorial cariño.
Y en efecto, Tuco, el personaje de la película más popular de Sergio Leone, además del nombre, no contaba con otras afinidades con nuestra mascota. Así lo reveló el tiempo.
La amistad y encuentros de Tuco y Leonora continuaron un par de años. Se interrumpieron cuando a nosotros se nos asignó una nueva misión en el exterior y debimos salir de México.
Años más tarde hemos regresado a la Roma y retomado las antiguas caminatas. Ya no son las mismas, desde luego. La avenida se muestra descuidada, casi ayuna de plantas, el camellón ajado y galopante la inquietud social por ciertos fenómenos atroces.
Mas en el recuerdo vislumbramos la silueta de Leonora, como antes. Marcha bajo la protección de algunos cedros, cipreses, pinos y acaso un ahuehuete. “La penumbra multiplicada por el follaje no impedía reconocer su aire resuelto y su belleza reposada”, observamos en cierta nota hace años.
Tuco murió apenas unos meses antes que Leonora, en otra nación. Mas ¿quién asegura que su afinidad no los ha acercado nuevamente? En donde se hallen, acaso Leonora mesa con suavidad la cabellera leonada de Tuco, tal como lo practicaba en las mañanitas de la Roma. ⌈⊂⌋
San Miguel Allende, septiembre de 2022
Guanajuato, Mexico, 1952. Diplomático en retiro desde 2016. Es autor de los libros Guerra privada (Verbum, 2007); Los pasos del cielo, Ediciones del Ermitaño, 2008); Paisaje oriental, Editorial Delgado, 2012); Las horas situadas (Monte Ávila Editores, 2015). Ha traducido cuentos de Raymond Carver, John Cheever, W. Somerset Maugham y Guy de Maupassant. Fue colaborador de La Jornada Semanal y actualmente participa en la revista ADE (Asociación de Escritores Diplomáticos).