Leandro Arellano
Ningún presagio, ninguna admonición, los sucesos de improviso y nada más…
El avión arribó a tiempo. La demora se generó en el desembarco y en migración, y no hubo manera de hablar con Emilio, el uso del teléfono en esas áreas está restringido. Mi inquietud no me daba reposo. Me sobrepuse y pregunté a un hombre de aspecto grave. En efecto, procedía de Londres, en el vuelo de British. Con todo, transcurrió todavía un lapso de tiempo casi infinito. Pero toda ansiedad desapareció al momento que Emilio traspuso los canceles de la puerta automática.
Cuando alcanzamos la calle los últimos rayos de sol languidecían. Entonces advertí la palidez de Emilio. Lo atribuí a la diferencia de horario, en Londres pasaba de la medianoche y Emilio no duerme en los aviones.
Entramos al Circuito interior y nos dirigimos hacia el sur. Era escaso el tráfico y fluía con rapidez. Dos que tres millones de capitalinos se hallarían en ese momento frente a las pantallas del televisor. La selección mexicana jugaba su clasificación.
Había oscurecido cuando arribamos a Tlalpan. Tres años atrás nos habíamos mudado a aquel departamento cómodo y amplio, en el que -bromeaba Emilio- sólo parábamos a dormir cada noche y nos refugiábamos los fines de semana.
Emilio y yo teníamos trabajos con horarios demandantes. Vivíamos sin apremios económicos, de salud u otros, excepto un prurito decretado por la ginecología: mi imposibilidad de concebir.
Emilio se sirvió un whisky, relajado ya en piyama y yo lo acompañé con un gin and tonic. Me dispuse a escuchar sus impresiones del viaje, me interesaba conocer algunos detalles de sus negociaciones con la aseguradora. “Lloyds aceptó nuestros argumentos y reconoció nuestro derecho sobre los fondos en disputa”, dijo Emilio. “Firmaremos un contrato con las nuevas cláusulas”, agregó, y de pronto mudó el tono de voz, hundió el cuerpo y se quedó dormido. Durmió profundamente hasta el amanecer.
Por la mañana lo encontré trabajando en el estudio. Elaboraba el Informe de su Comisión a Londres. Me acerqué por su espalda para darle un beso en la mejilla y al inclinarme reparé en un curioso rasguño en el cuello.
Bajó el volumen del estéreo, tomó mis manos y me propuso permanecer el día en casa -era domingo-, lo cual consistía ya en un hábito. Hacía meses que no acudíamos a misa. Necesitaba reponerse, descansar, se justificó. También deseaba estar a solas conmigo, dijo, luego de casi tres semanas en Inglaterra.
Desayunó y volvió al estudio. Horas más tarde pasé a visitarlo y se hallaba profundamente dormido en el sofá. Contra su costumbre, había corrido por entero las cortinas. En medio del silencio y de la penumbra advertí que hablaba dormido… Se refería a un tren y a una mujer de cabello blanco…
Durante el desayuno me relató la visita que hizo a su amigo Jeffrey –habían estudiado juntos la maestría- el fin de semana anterior. Jeffrey vive en Leeds y hasta allá viajó Emilio en tren. El regreso a Londres había sido muy accidentado, recuerda Emilio. El tren iba semivacío y se detuvo varias veces sin motivo aparente. Avanzaba octubre y en el hemisferio norte el fresco comenzaba a calar.
Yo le informé mi decisión de renunciar a la cátedra en la Anáhuac y le referí algunos sucesos ocurridos durante su ausencia, pero advertí que no me escuchaba. Miraba fijamente hacia la ventana, hasta que de pronto se levantó, dijo que tenía sed y se dirigió a la cocina. Su palidez iba en aumento, me pareció.
El lunes partió a la compañía muy temprano. Al montar la rampa del estacionamiento frenó de repente para extraer las gafas de sol y luego de calárselas arrancó a toda prisa. Ante un semáforo rojo observó que los vendedores ambulantes preparaban los motivos del Día de muertos.
Entregó al presidente el informe por escrito de su Comisión, así como el texto del contrato con la Aseguradora. El presidente comentó que con las nuevas tarifas y los recursos que se ahorrarían en los próximos meses, la compañía resolvía el problema inmediato de liquidez.
Por la tarde, cuando volví a casa, encontré a Emilio desencajado. Su palidez era extrema, se le habían formado unas ojeras notables y el desfallecimiento que lo agobiaba, una debilidad inexplicable, le impedía sostenerse en pie. Se opuso a que llamara al doctor, pero aceptó un té caliente y unos analgésicos. Toqué su mejilla y estaba fresco. Lo ayudé a ponerse la piyama y a meterse en cama.
De madrugada lo sacudió una pesadilla. Yo sólo atiné a llamar a Sosa. Había sufrido un delirio violento mientras dormía, informé a Sosa, quien me aseguró que, si no tenía fiebre y roncaba ya, no debía preocuparme. Me acerqué a la cama y toqué de nuevo su mejilla. Emilio estaba fresco, respiraba con tranquilidad y su pulso era regular.
Pasado el sobresalto volvimos a la rutina cotidiana y al trabajo. Eso ocurrió por un corto periodo de tiempo, pues Emilio empezó luego a mostrar una conducta inusual. Rehuía la oficina y trabajaba desde casa, lo hacía de noche. Dormía durante el día y se negaba a salir. También alteró algunos hábitos personales arraigados. Vestía sólo en piyama o bata, cesó de beber whisky como cada noche y rehusaba asomarse a la calle.
Doña Rosa, toda discreción, cuando hice alusión al tema, dijo “Disculpe señora no me había dado cuenta”, y siguió deslizando la aspiradora.
Un jueves, en vísperas de un aniversario más de la Revolución mexicana, estalló una nueva crisis con Emilio. El deterioro físico repentino que yo no podía entender. Recibí en la puerta a Sosa -estudiamos secundaria y bachillerato juntos; en la universidad él optó por medicina, Emilio por economía y yo por derecho-, quien lo examinó y lo observó varios minutos allí tendido, lánguido y semiinconsciente. Sosa sólo sacudió la cabeza.
Un atributo de lo misterioso es su irrealidad. Le expliqué cómo lo abatía de pronto aquella especie de extenuación y cómo horas más tarde desaparecía del mismo modo. Camino del elevador le referí la mudanza paulatina en sus hábitos, su renuencia a comer, su rechazo a los cigarrillos -una cajetilla por día en los buenos tiempos–, horas excesivas en el teclado del órgano eléctrico y su resistencia a la luz.
-Bien puede haber cogido un virus extraño en el viaje- dijo Sosa.
Ante una nueva llamada de mi parte dos días después, Sosa me aconsejó ingresarlo. Menos de diez minutos nos tomó llegar a Médica Sur. Un viejo médico, de melena ensortijada y nariz larga, entró con Sosa. Luego de presentarse, el doctor Steiner se inclinó para observar a Emilio. Examinó sus pupilas, aplicó el estetoscopio en varias partes del cuerpo y le tomó el pulso y la presión, mientras nos interrogaba a Sosa y a mí.
El único modo de obtener un diagnóstico certero era mantener al paciente bajo observación y realizar algunos estudios prescribió Steiner, y Emilio fue instalado en un cuarto del sexto piso, con instrucciones de aplicarle suero y vigilar su temperatura y los signos vitales. Emilio balbuceaba de nuevo, las mismas cosas: la mujer de cabellera blanca, un viaje a Leeds, el traqueteo del tren…
Hablar con Luz, la hermana de Emilio, no aportó ninguna pista. Repasamos sus días en Londres y su alimentación. Nada extraordinario había tocado a Emilio ni él se había expuesto a algo fuera de lo común. Cada noche había llegado a dormir sin contratiempos, aseguró Luz.
Era un día de cielo adornado de luz. Arribé a Médica Sur inquieta, pero sin angustia ni preocupación. Steiner me había asegurado que era raro, pero no fatal, el padecimiento de Emilio, por las evidencias que poseían. En la sala de recuperación acompañaban a Steiner, Sosa y otros dos facultativos. Steiner explicó que no identificaban aún la causa del padecimiento de Emilio que “parece algo inusual, los análisis se contradicen y no cabe en el comportamiento de alguna enfermedad conocida. Los laboratorios no reconocen la bacteria o virus que se ha alojado en su organismo. Un agente extraño, artificial lo consume por dentro. Debemos aguardar los resultados del examen de sangre que ha sido enviada a Boston”.
Al quedarme a solas con Emilio me venció la emoción. Con los ojos húmedos lo observé allí desfallecido, preso entre sondas, tubos de plástico, jeringas, agujas, vendas y algodones. Incapaz de advertir siquiera mi compañía.
El grupo de especialistas me convoca de nuevo a reunión por la tarde. Steiner expone en términos clínicos y con las erres arrastradas, algo que no comprendo del todo y que Sosa resume en que hay un agente raro en su sangre, lo ataca un elemento extraño, que no logran identificar aún.
Steiner respira hondo y me mira fijamente, me informa que ha dispuesto que hagan una transfusión de sangre a Emilio. Por ahora no había otra cosa qué hacer, no hasta contar con un diagnóstico definitivo y concluyente. A su sistema circulatorio, a su organismo le ha sido insuficiente cuanta aplicación se le ha hecho: suero, plasma, diferentes medicamentos. “Con la transfusión ganaremos tiempo, en tanto que recibimos los resultados de Boston”, dijo.
Fue asombroso el resultado. La recuperación y la rapidez con que tuvo lugar. Su semblante resplandeció, no muestra ningún signo de debilidad y el vigor de sus cuarenta y cinco años se encuentra en plenitud. Una recuperación así es poco común, no lo explica una simple transfusión.
Los comentarios que escuchaba coincidían con el dictamen médico. Entonces me invadió un oscuro presentimiento… Pero lo deseché de inmediato. Eso no podía ser, era irreal.
Me impresionó contemplarlo mientras se vestía, tan repuesto, listo para marcharse a casa, erguido el cuerpo y la expresión alerta y viva. En el elevador lo observaba sin comprender, aunque feliz por tenerlo a salvo.
Nos detuvimos a llenar formularios, a firmar documentos y mostrar identificaciones. Del fondo de la cafetería, oculta tras unos helechos, una mujer de cabellera plateada observaba atentamente a Emilio, fantaseé obsesionada.
Descendimos las escaleras que desembocan al estacionamiento y aguardamos por el coche. Emilio respiró hondo en la humedad de la noche, me abrazó y dijo que él conduciría. Las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo.
No me sorprende cuando me confiesa que ha renunciado al trabajo, unos días más tarde. No pregunto la causa, simplemente me avengo a su decisión, igual que a su conducta irregular. Menos mal, los recursos fluyen desde el bufete donde trabajo y de la herencia de la abuela de Emilio…
Yo acudo cada día a mi despacho y Emilio permanece en la penumbra de su estudio. Duerme, lee, toca el órgano y no sé qué más. Parece que debo habituarme a verlo dormir durante el día, a su actividad nocturna, a sobrevivir sin trato con el mundo exterior, a un nuevo ritmo de vida.
Una madrugada me despertó un estruendo. Tuve un sobresalto al no encontrarlo y salí de prisa a la terraza. Se hallaba sentado contemplando la noche, vestido de traje oscuro. Tuve la sensación de que no era la primera vez que lo hacía. El brillo refulgente de su mirada parecía penetrar la oscuridad. Estaba eufórico, como si la eternidad latiera en él. La luna luchaba con girones de nubes tempestuosas. No se escuchaba ningún ruido en la calle.
Me senté junto a él y fue él quien habló: con suavidad me advierte que no debo preocuparme.
Unos días más tarde al volver a casa lo encuentro abatido de nuevo por aquella extraña afección. Convertido en un guiñapo otra vez. Tomo el teléfono y Sosa me aconseja llamar a la ambulancia.
Me disponía a hacerlo cuando advertí que Emilio se removía y entreabría los ojos. Adiviné su intención y acerqué mi oído a sus labios. Me tomó unos minutos comprender lo que me susurró:
-Ni ambulancia ni hospital, por favor… Sosa puede hacerlo solo… Preciso otra transfusión… Tú deberías saberlo ya… Me hace falta sangre fresca…⌈⊂⌋
San Miguel de Allende, septiembre de 2023
Guanajuato, Mexico, 1952. Diplomático en retiro desde 2016. Es autor de los libros Guerra privada (Verbum, 2007); Los pasos del cielo, Ediciones del Ermitaño, 2008); Paisaje oriental, Editorial Delgado, 2012); Las horas situadas (Monte Ávila Editores, 2015). Ha traducido cuentos de Raymond Carver, John Cheever, W. Somerset Maugham y Guy de Maupassant. Fue colaborador de La Jornada Semanal y actualmente participa en la revista ADE (Asociación de Escritores Diplomáticos).